El proceso de escribir un texto, al menos en mi caso, inicia con la búsqueda de un tema. Dicen que Miguel Ángel decía que al tener un trozo de mármol lo que veía era una escultura atrapada que debía rescatar con su cincel. Lo mismo no ocurre con la hoja en blanco, acá hay que salir de cacería, buscar una presa, que pueda ser atrapada y sea interesante para los lectores. En la mayoría de los casos la búsqueda del tema se trabaja, discierne y al final se elige. En otros casos el tema te encuentra y te obliga a escribirlo; algunas hojas blancas sí traen el tema escondido esperando ser rescatado.
El pasado 8 de septiembre, mientras recorría las calles de la ciudad de México en el radio de coche sonaba un disco (sí, mi radio toca discos, un anacronismo) de Queen:
She's a Killer Queen
Gunpowder, gelatine
Dynamite with a laser beam
Guaranteed to blow your mind
Anytime.
El celular vibra, tres veces, tres notificaciones, tres aplicaciones de noticias. Un solo titular: la Reina Isabel II del Reino Unido ha fallecido. «The Queen is dead. Long live the King». De pronto, una de las últimas reliquias del siglo XX se ha ido. Quien viera el horror de la Segunda Guerra Mundial, reinara sobre la desintegración del Imperio, cuidara del británico hombre enfermo de Europa, sobrellevara la revolución de Thatcher y fuera testigo del accidentado inicio del siglo XXI fue reclamada por Hades, llamada a la casa de sus antecesores y ocupará su lugar en una historia iniciada por Guillermo el Conquistador, o James VI o I, o Carlos II, o Guillermo III, o Sofía de Hanover.
Mucha tinta y voz se han derramado para hablar de Isabel II, su reinado, su significado, el protocolo «London Bridge is Down», los funerales y los retos que Carlos III ahora enfrenta. Dejemos a ellos en paz, y aprovechemos el contexto para preguntarnos: ¿para qué existen las monarquías constitucionales?, ¿hacen sentido en el siglo XXI? ¿Con Isabel II se debe enterrar la corona y nacerá la República Unida de Gran Bretaña e Irlanda del Norte?
Primero un disclamer. Soy un ferviente republicano. Creo que la organización social adecuada para la mayoría de las sociedades es una donde no existen los títulos nobiliarios, donde todos los ciudadanos son iguales y donde la legitimidad del gobierno viene del voto popular. Creo que uno de los momentos más luminosos de México fue la victoria republicana frente al Segundo Imperio Mexicano y el fusilamiento del emperador de las bayonetas francesas Maximiliano de Habsburgo.
Sin embargo, es una necedad de la ignorancia y de la ceguera ideológica no reconocer que muchas de las sociedades libres, democráticas y prósperas de nuestro mundo se organizan alrededor de una corona. Existen repúblicas y monarquías de sociedades abiertas, así como repúblicas y monarquías de sociedades poco democráticas, de tendencias tiránicas o autarquías. En este texto defenderemos la monarquía constitucional, que protegen y promueven los valores de las sociedades abiertas y el mundo libre.
El rey o reina de una sociedad abierta tiene sobre sí límites y controles al ejército de su mandato. En las monarquías constitucionales el monarca es un servidor de su pueblo. Siguiendo a John Locke, filósofo británico padre del liberalismo moderno, el poder emana de las concesiones que los individuos hacen para la defensa y expansión de sus libertades y derechos. El poder público, en todas sus manifestaciones, tiene la intransferible e irrenunciable responsabilidad de servir a sus ciudadanos, al tiempo que velan por su libertad.
Uno de los mecanismos que permiten lo anterior es la división de poderes. En las sociedades abiertas se tiene el prudente cuidado de no centralizar en una persona o institución demasiado poder sino distribuirlo entre diferentes instituciones creando un sistema de contrapesos y controles.
En el Reino Unido la base de dicha división es el ensayo «Constitucional Británica» de Walter Basehot. Se distinguen dos tipos de instituciones públicas para la Unión de los Cuatro Reinos; por un lado, están las instituciones de eficiencia o de gobierno, quienes en los hechos gobiernan, toman decisiones y trabajan. Entre ellas están la cámara de los comunes, el gabinete y el primer ministro. Por otro lado, las instituciones de dignidad son las responsables de ganar la lealtad y confianza del pueblo en las instituciones públicas y del Estado en general. Su función es simbólica, incluso, histriónica con el uso de ritos y tradiciones. No es una función menor, pues a diferencia del reduccionismo tecnócrata, los humanos no somos (desafortunadamente) robots dónde solo la eficiencia y bienestar económico son valiosos: la dignidad, la sensación de pertenencia, un ideal que nos una a pesar de las diferencias y el derecho a la esperanza son igualmente importantes.
En este sentido la monarquía constitucional añade un elemento más a la división de poderes republicanos, ejecutivo, legislativo y judicial: el simbólico. El poder simbólico está basado en el poder de la tradición y el carisma. La corona es la tradición británica en una institución; sus valores políticos, culturales y religiosos; su historia (desde la formación de las naciones británicas, a unificación de la corona, su imperio, su defensa frente al fascismo, la desintegración del imperio y el renacimiento de los 80) y la peculiar formación de la familia de la Mancomunidad de Naciones (Commonwealth).
La corona británica ha servido como un manejo de las tradiciones frente a 70 años abrumadores. Representa los valores universales del pasado como la estrella polar que guía a los navíos hacia el futuro.
Max Weber pone al carisma como una de las fuentes de legitimidad de poder. El carisma es una cualidad de la personalidad de una persona que lo distingue del resto, de los comunes. Ese carisma parece de origen sobrenatural, casi divino, como tocado por los dioses, que le da la posibilidad de ser líder, de dirigir. Debido a estas cualidades en la personalidad juzga al jefe carismático desde puntos de vista histriónicos, éticos o estéticos; no formales o de eficiencia.
El poder simbólico guarda una relación de subordinación real frente al poder eficiente-ejecutivo, pero de señorío o tutela en lo honorífico. El monarca juró lealtad al gobierno, puede ser amonestado por el primer ministro si se entromete en asuntos políticos y, si no obedece, crear una crisis constitucional donde el monarca tiene todas las de perder. Al mismo tiempo el monarca conserva tres derechos ante el poder eficiente: derecho a ser consultado, derecho a aconsejar y derecho a advertir. En sus reuniones semanales el primer ministro pareciera que asiste a confesarse con el monarca, al fin de cuentas líder de la iglesia anglicana; casi un ejemplo de poder pastoral.
Este tipo de gobierno no es para todo país, por ejemplo, para México sería un terrible error. Hay dos condiciones que son necesarias para que funcione: en primer lugar, una profunda cultura democrática y arraigo de los valores de una sociedad abierta en su población. Segundo una justificación histórica o tradición monárquica. México es una república porque no tiene, afortunadamente, una tradición monárquica, una casa real antiquísima y endémica. Al mismo tiempo, en México es necesario reforzar, constantemente los ideales de libertad e igualdad que se viven de mejor modo en una república democrática.