El verdadero arte surge de la constante reflexión, y no hay espacio para la reflexión en la creación artística si no hay alienación. Este último término molesta porque lo asociamos con una condición de salud mental. De hecho, la definición más frecuentemente aceptada supone la pérdida transitoria de la razón o los sentidos, especialmente a causa de un sentimiento intenso de miedo, enfado o dolor.
En el ámbito creativo, los objetos no son arte en sí mismos, aunque cierta retórica curatorial promueve lo contrario por desconocimiento y moda. Los objetos en realidad se vuelven arte a través del proceso de transformación que involucra investigación, disciplina, y reflexión de parte del artista que desarrolla un concepto estético auténtico alienándose temporalmente del entorno social para descubrir su verdad.
Es una paradoja, que el arte deba existir en un entorno de intercambio social para ganar significado, cuando la mayor parte de las veces solo se crea en la intimidad de la relación entre el artista y su objeto. Por eso hay tantos autores de personalidad introvertida comunicándose con una audiencia socialmente amplia.
En el caso del resiliente y solitario artista suizo Alberto Giacometti encontramos tanto la enajenante intencionalidad en su proceso creativo, íntimo y reflexivo, como la marca de la alienación dejada en su obra por la influencia de un entorno agresivo y violento, período entre guerras, que modelaron su lenguaje plástico.
Grito y fragilidad
Debemos a Giacometti el haber puesto fin a la monumentalidad, a la solemnidad, al anhelo de posteridad y a toda heroicidad en el ámbito de la escultura moderna, como se puede comprobar mediante tres sendas muestras retrospectivas abiertas hasta septiembre del presente, en Dublín, Seattle y París, donde más de 200 obras suyas —provenientes en su mayoría de la Fundación Giacometti— cubren con distintos énfasis su trayectoria de 1934 a 1965, atestiguando su resiliencia y la marca de la alienación. En palabras de Giacometti:
Cuando no trabajo creo saber perfectamente lo que persigo, lo que quiero, incluso creo ver esta obra terminada delante de mí, pero cuando empiezo a trabajar todo cambia y parezco perdido.
No obstante, su obra revela ese sentimiento de fragilidad ante el fracaso, que no le impidió seguir creando resilientemente, conforme a su verdadera aspiración, «ver, comprender el mundo, sentirlo intensamente y ampliar al máximo nuestra capacidad de exploración».
Giacometti no era afecto a los tributos y las retrospectivas. Así lo confirmó en su primera retrospectiva en 1955, organizada en el Guggenheim de Nueva York a la que el artista nunca asistió porque temía que tuviera el mismo efecto en él que una exposición similar en Londres donde se reunieron muchos de sus trabajos.
No sabemos que hubiera pensado Giacometti de sus retrospectivas posteriores como las inauguradas por el Guggenheim en Nueva York y Bilbao en el 2018 o las actuales en Irlanda y Francia. Tal vez hubiera preferido que se vieran sus esculturas en su modesto estudio parisino de tan solo 23 metros cuadrados, que carecía de agua potable y en medio del cual crecía un árbol.
Para nuestro beneficio, las salas de la Galería Nacional de Irlanda, el Museo de Arte de Seattle y el Instituto de Fundación Giacometti destinadas a las diferentes muestras proveen el espacio necesario para observar en detalle sus esculturas, pinturas, grabados y dibujos.
Gracias a la curaduría de la Fundación Giacometti en París estamos también, a salvo del revisionismo académico imperante en grandes museos y galerías a lo largo del mundo. Hay suficiente información en las cédulas de cada pieza para permitir que estas hablen audiblemente por sí mismas.
Es el caso del rostro levantado con una mirada angustiada y boquiabierto de Cabeza sobre una varilla (1947) que evoca el efecto del caparazón de una concha pegado a nuestra oreja registrando mentalmente el eco del rápido y rugiente grito de la figura. Es sencillamente impactante que un artista represente el sonido de la angustia y la fragilidad humana sin otro recurso que la tridimensionalidad de sus figuras. En palabras de Giacometti:
No puedo ver simultáneamente los ojos, las manos, y los pies de una persona que está de pie, frente a mí, a dos o tres metros de distancia. La única parte que miro entraña una sensación total de la existencia.
En cuna de artistas
Nacido en 1901 en el seno de una familia de artistas, en Borgonovo, Suiza, Giacometti recibió su formación inicial en el taller de su padre que era un pintor neoimpresionista y de su tío que era un fauvista cuando se trasladó a Stampa, en los Alpes Suizos. Con solo 15 años esculpió allí Cabeza de mi madre.
En 1922 se estableció en París para recibir entrenamiento artístico formal. Cuatro años después se mudó a un pequeño y modesto estudio en Montparnasse junto con su hermano Diego. En ese estrecho espacio desarrolló su visión personal sobre el mundo que le rodeaba.
Tenía problemas con los materiales, así que su hermano Diego le enseñó a trabajar el yeso y algunas técnicas escultóricas. La preocupación de Giacometti nunca fue el medio o la técnica de expresión artística sino la humanidad con todas sus falencias.
Sobre todo, le preocupaba en la figura lo esencial, los ojos que para él definían la expresión del rostro. De los ojos partía hacia el puente de la nariz y luego la boca. No obstante, escribió con entusiasmo: «Si logro hacer bien los ojos todo los demás viene rodado».
La mayoría lo conoce por sus alargadas y delgadas figuras de mujeres desnudas y hombres hieráticos o caminando, auténticas metáforas de la vulnerabilidad humana, que marcaron su búsqueda de las claves de la existencia.
Del cubismo al existencialismo
Aunque su obra figurativa es la más conocida y popular entre el público, solo representa una parte importante de su obra, no la totalidad. Antes de 1935, Giacometti se sumergió en el cubismo como revela La mujer cuchara (1927) donde enfatizó la mezcla entre cubismo y surrealismo con su delicada base curva y el busto en forma de caja.
Pero, con su escultura Bola suspendida (1930-31) que Giacometti transiciona del cubismo para sumergirse en el surrealismo que le apasionó por sus claras implicaciones sexuales. Esta obra representa una jaula, con una bola en forma de melocotón colgando, que roza ligeramente lo que luce como un banano en la base.
Giacometti era cercano a Salvador Dalí, pero hasta que André Breton visitó su estudio fue considerado parte del grupo surrealista.
Durante la ocupación nazi de París a partir de 1940, Giacometti viajó a visitar a su madre a Ginebra, pero cuando intentó regresar le negaron la entrada por lo que se instaló en una habitación de hotel que transformó en estudio. Allí nacieron sus esculturas cada vez más pequeñas, hasta que terminaron siendo tan delgadas como un cigarrillo.
Mientras vivía en Ginebra conoció a Annette Arm de quien se enamoró y lo acompañó de vuelta a París en 1946 donde luego se casaron. Tras este retorno, las figuras recobran su altura y dimensión, inspiradas por el entorno urbano y la interacción, activa o no, del artista con la gente. Declaraba entonces Giacometti:
En la calle la gente me deja estupefacto e interesa más que cualquier escultura o pintura. A cada segundo la gente fluye, se junta y se separa, entonces se aproximan mutuamente para reconocerse uno al otro. Forman y reforman incesantemente composiciones vivas de increíble complejidad… Es la totalidad de esta vida lo que quiero reproducir en todo lo que hago.
La obra escultórica, particularmente en este período, enfatiza el aislamiento humano mediante el estiramiento de las figuras y su puesta en movimiento como cuando esculpe caminantes en piezas como Hombre señalando, Tres hombres caminando y Plaza de la ciudad (todas de 1948).
Se trata de conjuntos porque las figuras se exhiben conectadas por la misma base, pero independientes una de otra, formando una composición que encarna las rutinas a las que uno ve cotidianamente obligado en las urbes. Los seres humanos en un mismo lugar no parecen menos aislados que cuando se encuentran solos.
En Tres hombres caminando, consistente de figuras que casi se tocan, estamos ante un estudio del movimiento, en lugar de la inmovilidad de figuras cementadas al piso.
Alienación y conexión
El artista crea, cuidadosamente, una obra que exhibe tanto la individualidad como el sentido de comunidad, articulando las preguntas existenciales hechas por sus amigos Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. ¿Estamos todos aislados? ¿Cuando sentimos que compartimos una experiencia, es una ilusión?
No son meras preguntas existencialistas, sino que están en el corazón de la preocupación conceptual que ocupó a Giacometti desde su retorno a la figuración en 1935: la alienación como respuesta a la ilusión de la experiencia compartida.
Algunas de sus piezas venían enfatizando, también, la violencia derivada de la ilusión de conexión social mediante compositivas agresivas como Mujer caminando y Mujer con su garganta cortada creadas ambas en 1932. La última es una intensa composición con las costillas como tajadas al aire, y la «cabeza» adherida por un simple nudo. Derramada sobre el piso, la pieza parece más insecto que humano. Aquí el autor nos lleva más allá de la alienación, desgastando el yeso hasta que se sienta como un hueso degradado, una escultura fruto de un serio estudio arqueológico.
Vemos ese efecto nuevamente en La nariz, el rostro poseído, colgando de un cable, con una nariz de la longitud de un cañón de rifle que sobresale la jaula que la rodea. La boca nuevamente está abierta expresando angustia. Recuerda una máscara veneciana o un grito de dolor expansivo.
Como en muchas de sus obras surrealistas impacta por su simplicidad proyectándose tanto grotesca como seductora. La pieza condena la muerte violenta buscando intencionalmente incomodar al espectador.
Otra pieza que logra el mismo efecto es Objeto desagradable (1931) que con obviedad evoca un consolador usado como herramienta de tortura.
Influencias cruciales
En términos de influencias, Giacometti fue un aplicado estudioso del pasado, empezando por el arte egipcio, especialmente de la escultura funeraria, y del antiguo arte Cicládico anterior al año 2,000 a. C. Un claro ejemplo de ello es Cabeza contemplativa realizada entre 1928 y 1929 que parece como piedra blanca y presenta una sección de la cara con hendiduras que representan un ojo y una nariz —vaga o distintiva, dependiendo de cómo caiga la luz sobre ella. Es una mezcla de sutileza y volumen.
En la obra anterior como en la escultura llamada Mujer de 1929, se descubre al artista explorando el pasado para producir figuras que reflejan un presente marcado por la alienación.
Esto también se evidencia en Desnudo alto de 1961, que parece una figura erguida esculpida, con un aura humeante a su alrededor, pero que vista de cerca evoca las pinturas funerarias que los egipcios ponían a sus ataúdes cuando gobernaban sobre ellos los romanos.
Giacometti no buscaba dinero, gloria, adulación o comodidad, sino que su camino era marcado por la experiencia que vivía intensamente cada día al trabajar con sus manos.
Sus temas recurrentes como la tortura y el sexo, el aislamiento y la comunidad, patentizan experiencias personales que el autor vivió, como la pérdida de su compañera y las pesadillas que lo acosaban. Todo esto encuentra eco en sus esculturas.
La muestra retrospectiva se ocupa también con amplitud y detalle de sus dibujos, grabados y pinturas, los cuales en su mayoría sirvieron el propósito de bosquejar sus obras tridimensionales. Hay obras casi fantasmagóricas ahogadas en grises y escalas monocromas como Annette negra (1962) donde lo que destaca es la intensidad de los ojos, y el uso de oscuras líneas garrapatosas.
La obra desarrollada por Giacometti en cuarenta años de carrera puede hacer tambalear las emociones de su audiencia con gran facilidad, como resultado de su proceso creativo confrontando lo surreal a través del arte. No obstante, logró dar forma física a lo ominoso en su obra Manos sosteniendo el vacío (1934) que se considera la cúspide de su exploración surrealista. El rostro da la impresión de un pez fuera del agua, mientras sacude hacia arriba y hacia abajo las branquias con pánico. Sus pies están forzados a la base por una hoja de bronce, y conforme nuestros ojos recorren las manos salta la pregunta de qué es lo que están esperando. La pieza evoca un momento cuando el pánico cede finalmente a la tranquilidad, por un acto de la voluntad o en oposición a este.
Los elementos extraños y contradictorios conforman la esencia de la escultura de Alberto Giacometti, como si fuera alguien que descubriera la luz arrastrándose a través de un oscuro y turbio túnel.
Tengo el sentimiento, o la esperanza, de que estoy progresando cada día. Eso es lo que me hace trabajar, compelido a comprender el corazón de la vida.