En febrero de 2020, justo antes de que estallara la alarma mundial de la pandemia de la COVID-19, decidí visitar la localidad de Agbogbloshie situada en Accra, la capital de Ghana. En los informes de la prensa internacional, el lugar tenía la reputación de ser el «mayor depósito existente de desperdicios electrónicos», uno de esos espacios a donde van a parar los desechos mundiales de nuestra cultura de la acelerada obsolescencia, o de nuestro apetito desmedido por el consumo y descarte vertiginoso de artefactos y bienes materiales. Dos años antes, en 2018, había comenzado un proyecto fotográfico cuyo tema me parecía oportuno ampliar en otros países, bajo circunstancias sociales y económicas diferentes. En la ciudad de Miami, Estados Unidos, había fotografiado —con una cámara de negativos de gran formato— las enormes montañas de basura metálica que se acumulan en los márgenes del río, en esos centros de reciclaje donde los metales de toda clase son colectados, separados, comprimidos en pesadas pacas para ser finalmente triturados, en unas máquinas colosales y ruidosas que semejan edificios de dos plantas. La observación de los basureros nos permite una visión axial de las sociedades actuales y sus dinámicas, y con aquel registro pude reunir un archivo inicial para abrir un debate, en los circuitos del arte, sobre «la velocidad con la que utilizamos, acumulamos y desechamos objetos en una dirección diametralmente opuesta a la preservación del medio ambiente, en una península como la Florida, severamente amenazada por los cambios climáticos y el calentamiento de los océanos».1
Pero en África —el continente donde la humanidad dio sus primeros pasos—, mi acercamiento fotográfico cambió diametralmente al enfrentarme a una realidad mucho más compleja y dramática en esencia: un escenario marcado por la intersección de problemáticas agobiantes como la sobreacumulación de desperdicios, los daños ambientales que genera su procesamiento, las pésimas condiciones de vida que enfrentan los pobladores del lugar, y la necesidad de concebir fuentes estables de trabajo que garanticen el decoro y el sustento familiar, entre muchos otros aspectos. De modo que dejé a un costado las metáforas del paisaje para enfocarme en una documentación directa, de corte social, capaz de contener en imágenes mi interrelación con el territorio y sus problemáticas, así como los nexos que establecí en esos días con sus singulares habitantes.
Agbogbloshie es un distrito comercial situado en el centro de la capital ghanesa. Cuando lo visité, el barrio era un gran hervidero humano donde miles de personas realizaban las más disimiles actividades: desde la venta ambulante y otros tipos de comercio informal, hasta el trabajo en los diminutos negocios —un tanto más estable, pero a todas luces provisionales— como los quioscos y talleres improvisados en la acera, donde se elabora y vende al momento, toda clase de alimentos, productos artesanales o industriales, locales o importados. Según varias fuentes consultadas en 2020, cerca de 40,000 personas habitaban este enclave y una gran parte de ellos eran inmigrantes de las zonas rurales del país, personas desplazadas por los imperativos de la sobrevivencia en busca de mejores oportunidades de trabajo. Colindante con los terrenos donde se realizaba el reciclaje de los desechos electrónicos (y en general, de todo tipo de chatarra e implementos descartados) se encontraba, entre otros muy populares, el Mercado de Cebollas, donde también se ofrecían vegetales de diversas clases y otros alimentos. Pasando el cercano río Korle, se hallaba un pequeño poblado de casas improvisadas conocido como Old Fadama; en realidad, un enclave humano rodeado por grandes explanadas cubiertas con desechos plásticos y desperdicios de todo tipo.
En esos días, el barrio tenía un aspecto peculiar. Una fina película de polvo ocre, de aspecto cobrizo, recubría las casas y los parabrisas de los autos con una mezcla de arena y tierra fina que los vientos traían del norte desde el Sahara, en un recorrido de miles de kilómetros por las capas de la atmosfera. La quema de los cables eléctricos —el procedimiento usado para separar el plástico del cobre en los cables eléctricos— generaba densas nubes de humo negro y tóxico que se elevaban como columnas compactas cubriendo el cielo con un manto oscuro. El primer día que visitamos el basurero de Agbogbloshie junto a nuestro buen amigo Muntaka Chasant —un joven ambientalista y talentoso fotógrafo ghanés—, el medidor portátil de la contaminación ambiental alcanzó la cifra de 375 según la escala europea ICA (Índice de Calidad del Aire), una lectura que excede en más del triple los niveles de polución que el ser humano o las demás especies pueden tolerar. Durante cuatro días consecutivos recorrimos, de la mano de nuestro guía Awal Mohamed —uno de los «Burner Boys» del lugar—, los diversos rincones del basurero y del caserío de Old Fadama, en espacios donde comúnmente los extranjeros no suelen entrar.
Es muy posible que mi fotorreportaje sea uno de los últimos acercamientos en imágenes al lugar, una suerte de epílogo de un modo de vida que involucró, durante más de dos décadas, al territorio y sus habitantes en un ejercicio diario de sobrevivencia y de extrema marginalidad. Lo cierto es que, unos meses después, en junio de 2021, las autoridades del distrito regional Grand Accra ordenaron el desmantelamiento del centro de reciclaje y del Mercado de Cebollas como parte de un programa de reformulación urbana conocido como «Let’s Make Greater Accra Work». La agenda incluía la reubicación del centro de reciclaje hacia un nuevo espacio en Adjen Kotuku, una localidad situada 30 kilómetros al norte de Accra. Pero, según el portal Electronica Justa,2 el desalojo de comerciantes y recicladores no estuvo exento del uso de la fuerza policial, con sus gases lacrimógenos y balas de goma. Y a los agentes del orden le siguieron los buldóceres, que se encargaron de la demolición de las instalaciones existentes, incluyendo la mezquita del lugar. El artículo citado cuestiona de forma crítica si este empeño será capaz de solucionar las numerosas problemáticas asociadas a Agbogbloshie a través de los años. Es tan urgente reparar un ambiente severamente dañado por la sobreacumulación de desechos y la contaminación de los procesos artesanales —o diferenciar los espacios industriales en la trama urbana—, como garantizarles a los miles de personas que conviven y trabajan en el lugar, la posibilidad de una nueva vida y fuentes de ingresos semejantes, cuando no mejores.
Pero en febrero de 2020, un día común en Agbogbloshie comenzaba muy temprano, cuando los camiones atiborrados con chatarra de toda clase (televisores, computadoras, refrigerados o partes de autos) se estacionaban en la entrada del basurero para ser vaciados, en pocos minutos, por un pelotón de operadores que descargaban su contenido sobre unas carretillas construidas con maderos usados y viejas gomas de autos. Una vez dentro de la instalación, la materia prima era distribuida en diversas zonas de procesamiento donde grupos de jóvenes se encargaban de desmantelar, a golpe de cincel y martillo, cada artefacto recibido en busca de los metales valiosos para el comercio. Cualquier pequeño descampado servía de taller improvisado y cualquier parte de auto o de chatarra, funcionaba como una cómoda banqueta para desmembrar con calma, los desechos asignados. Vi a un joven abrir en dos mitades y con varios golpes precisos, el pesado motor de un equipo de refrigeración para sacarle de sus entrañas las bobinas de cobre aún viscosas por el aceite interior. Sacar una cámara en el centro de estos grupos y apuntarla directamente hacia la gente, sin previo aviso, le podría traer a cualquier fotógrafo no muchas simpatías, varios rostros de rechazo y algún que otro lógico regaño de tono alto. Pero con la convivencia y la interrelación diaria, las primeras impresiones pueden convertirse poco a poco, en sonrisas francas y actitudes afables. Lo cierto es que pude a retratar a muchas personas en Agbogbloshie y disfrutar de ese vínculo tan especial que se construye entre el fotógrafo y el retratado, como una suerte de acuerdo tácito basado en la confianza mutua y la complicidad.
Más allá de la distribución en apariencia caótica de los pequeños talleres, comercios y otras construcciones, el basurero tenía un urbanismo singular —complicado a primera vista, aunque no indescifrable—, basado en su propia funcionalidad. Varias calles angostas y muy transitadas conducían a las diversas facilidades del lugar como las áreas de pesado, los talleres y almacenes, los comedores y lugares de descanso, así como a la pequeña mezquita de Agbogbloshie. En todos estos espacios, hombres y mujeres jóvenes —también adolescentes— se desplazaban ágilmente realizando las más diversas actividades. Si los hombres se ocupaban del reciclaje, las mujeres atendían la elaboración de los alimentos y su distribución, así como la venta de productos, y, en general, de cualquier actividad necesaria —incluida la atención a los niños— para que todo funcionara de forma fluida. Muchas recorrían incansablemente el basurero transportando sobre sus cabezas unos pesados recipientes metálicos con hielo y bolsas plásticas de agua fría, que servían para aplacar la sed de los obreros o bien para apagar los fuegos una vez terminada la quema de los cables. Una parte de los metales colectados eran usados para producir las herramientas de uso regular en el basurero. En un pequeño y oscuro taller pude presenciar la magia y las diferentes etapas de una fundición artesanal, con sus moldes de arena oscura y sus metales derramándose al rojo vivo. En este espacio fabricaban los grandes calderos usados comúnmente en la preparación de los alimentos.
Muchas de las personas que conocimos en Agbogbloshie eran bilingües, hablaban inglés —el lenguaje oficial, heredado de los colonizadores— así como las diversas lenguas de sus etnias de origen, con las que se sentían mucho más cómodos. En el poblado de Old Fadama, pudimos conversar con calma con varios habitantes del enclave en sus tiempos de descanso. Ahí conocimos a los integrantes del grupo The Association, un colectivo de directores, actores y entusiastas del cine que producían y realizaban —con sus propios recursos— películas y videos de temas locales que solían exhibirse los domingos en un espacio recreativo dentro del pueblo, o comercializarse en formato de DVD. «Filmamos los temas y las historias de nuestro modo de vida. Se puede decir que nuestros filmes son muy biográficos» nos comentó Koto Dwumfour, el director del grupo. «Nos interesa el drama claro, pero las comedias con mucho humor son muy bien recibidas pues nos sirven para distraernos y aliviar un poco la carga pesada que nos espera cada día. Y sentimos que debemos ser críticos también, con los problemas que nos afectan. Esto nos ayudará a entender nuestra propia realidad. En nuestro cine, la crítica es algo positivo».
En una zona posterior y apartada de Agbogbloshie, pasando los establos con el ganado, se encontraba un vasto descampado y basurero donde se realizaban las quemas. A este lugar llegaban los obreros con sus carretillas cargadas con grandes enjambres de cable electrónico que eran rociados con combustible y quemados en fogatas que se elevaban a varios metros de altura. Varios grupos de «Burner Boys» o «chicos quemadores» —como se les conocía—, trabajaban en diversas fogatas simultáneamente, generando densos hongos de humo negro que se elevaban por todo el basurero, expandiéndose a sus alrededores. Cerca de las hogueras, la temperatura era difícil de tolerar, pero los quemadores —que generalmente no usaban máscaras ni otros equipos de protección— se las ingeniaban para manipular estos amasijos de cables con unas largas pértigas metálicas, desplazándolos con destreza de un lado a otro y asegurándose de que no quedaran vestigios de plástico sin quemar. De este modo separaban el cobre —uno de los metales más buscados por los recicladores— dejándolo listo para su distribución y venta. Los niveles de toxicidad del aire en este espacio eran alarmantes y en extremo nocivos, mientras el aspecto del terreno era francamente dantesco y desolador, semejante a una de esas «zona de nadie» tan comunes en las pasadas guerras de trincheras de principios del siglo XX.
Diversos estudios realizados en 2016 por instituciones científicas locales e internacionales, comprobaron los altos índices de contaminación no solo del aire, sino del suelo y del agua. Las muestras colectadas por los investigadores en las diversas áreas del basurero demostraron la presencia de altas concentraciones de metales pesados, con índices significativamente incrementados en la zona de las quemas. Un análisis geoestadístico3 del área y sus alrededores confirmó que la contaminación en Agbogbloshie se extendía por el subsuelo hacia otras áreas vecinas destinadas a actividades como la agrícola, la comercial o la residencial. En 2014, la organización internacional de protección ambiental Pure Earth, en coordinación con el gobierno ghanés y otras instituciones asociadas, recaudaron fondos para la instalación de varias maquinarias capaces de «desnudar los cables», separando las cubiertas de plástico de su preciado contenido metálico.4 Este empeño debía garantizar el cese de las quemas y la disminución de la contaminación del aire, entre tantas problemáticas. Pero al parecer los resultados no fueron del todo satisfactorios, al menos en la dimensión esperada. Varios obreros me comentaron que las máquinas solo eran capaces de procesar los cables gruesos y no los más finos, cuyo surtido diario era considerable. O que el proceso mecánico consumía demasiado tiempo, mucho más del que ellos disponían para entregar los materiales listos para su distribución. Así que las quemas continuaron. Y a todo ello habría que sumarle la sobreacumulación de desperdicios en el área, especialmente plásticos. Estos viajaban por el río Korle bajo la forma de un manto espeso y compacto que terminaba en el océano a la altura del barrio de Jamestown, donde los pescadores de esa comunidad atracaban sus pequeñas embarcaciones.
Cuando repaso mis imágenes desde la distancia del tiempo y el confort de mi escritorio, no puedo sino preguntarme: ¿qué habrá pasado con esas personas que conocí en aquel rincón de África donde el caos social y la catástrofe ambiental coexisten con la calidez humana? ¿Será el desplazamiento de Agbogbloshie una solución efectiva o un modo de replicar el problema en otra parte? «Ante un problema global» —puntualiza la revista Electronica Justa—, «exigimos una solución global. Todas las partes involucradas deben rendir cuentas: fabricantes, instituciones políticas, administraciones públicas y consumidores. Al denunciar lo que está sucediendo en Agbogbloshie, queremos visibilizar la multitud de vertederos existentes en países empobrecidos que reciben desechos electrónicos del Norte Global. El Convenio de Basilea, que regula estos movimientos ilegales, debe ser cumplido y auditado, evitando la exportación de tóxicos a quienes precisamente, menos generan».5 Y no puedo menos que asentir cuando leo esta afirmación, aunque sospeche que el problema ambiental no es sino la cúspide de un iceberg de conflictos y necesidades no resueltas, que se pierden en los tiempos de la historia y sus discursos sociales.
Notas
1 Castellanos, W. (2019). Regreso a Koyaanisqatsi, catálogo de la exposición. Kendall Art Center, Miami. Julio.
2 SETEM Catalunya. (2021). Crisis in Agbogbloshie, Ghana, caused by forced dismantlement of the landfill.Electronica Justa. Julio, 10.
3 National Library of Medicine/National Center of Biotechnology Information. (2016). Spatial assessment of soil contamination by heavy metals from informal electronic waste recycling in Agbogbloshie, Ghana.
4 Ghana (Agbogbloshie) – E-Waste Recycling. Pure Earth.
5 SETEM Catalunya. Op. cit.