El español es hoy uno de los idiomas más hablados en el mundo como lengua materna. Con más de 500 millones de personas hispanohablantes desde la cuna, está entre los cinco idiomas más hablados en todo el planeta, junto al chino mandarín, el inglés, el hindi y el árabe. Por lo pronto, dado su gran difusión, es una de las cinco lenguas oficiales en el Sistema de Naciones Unidas.
El español es el idioma oficial de 21 países, latinoamericanos básicamente: Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, España, Guinea Ecuatorial, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela; además de Puerto Rico, donde coexiste con el inglés. Aunque no sea idioma oficial, el español se habla también en Estados Unidos (ya varios estados sureños lo han oficializado, dado la gran cantidad de hispanohablantes con que cuentan), Belice, Andorra y Gibraltar. Como segunda lengua está en franco crecimiento, porque es uno de los idiomas más estudiados a nivel global.
La obra cumbre de su literatura, el inmortal Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, es el segundo texto más leído mundialmente, luego del libro sagrado del cristianismo: la Biblia. A lo largo de los años, ha dado figuras del más alto renombre en las letras universales, ya clásicos obligados y traducidos a numerosos idiomas, muchas de ellas con Premio Nobel de Literatura: Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Camilo José Cela, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Eduardo Galeano. Pero su ortografía es endemoniada.
«Se benden tortillas», «Pinchaso», «No horinar aquí», «Se hasen balcones». Anuncios así no nos sorprenden; por toda la geografía latinoamericana los encontramos. Incluso en más de algún aparato público puede leerse tranquilamente «Telefono», sin tilde. Y aún más: en un cuadro del presidente Juan José Arévalo, en Guatemala, se ve en su banda presidencial la palabra «Livertad». Y en Nicaragua, un documento emitido durante la Revolución Sandinista llevaba un sello del «Govierno revolucionario», mientras que una calificadora de excelencia universitaria de México otorga un certificado con la palabra «mencion», sin acento. ¿Somos unos brutos que no sabemos escribir los hispanohablantes? La cuestión es más compleja.
Sin dudas en Guatemala (cosa común a toda el área hispanohablante), pese a un Nobel de Literatura (Miguel Ángel Asturias), un Príncipe de Asturias (Tito Monterroso), un Premio Internacional Juan Rulfo (Mario Monteforte Toledo) —grandes galardones de las letras mundiales— la ortografía es aún una asignatura pendiente. El 18% de analfabetismo abierto, más allá las mencionadas luminarias literarias, no augura sino más faltas de ortografía. Ahora bien: ¿es grave eso?
Retomando lo que dijeron otros grandes literatos de la región, el uruguayo Mario Benedetti, por ejemplo, podemos pensar algo más integral, más superador del asunto: «Los escritores latinoamericanos deberíamos dedicarnos a analizar otras cuestiones más importantes que afectan nuestra lengua, entre ellos, la alta tasa de analfabetismo que soporta la región». O, como planteara el colombiano Gabriel García Márquez: «¡Juvilemos la hortografía! [Debemos] hacerla más humana, afable, familiar… que se busque fin a ese tormento que padecen los hispanoparlantes desde la escuela».
En realidad, la pregunta de fondo debería a apuntar a lo que señala Benedetti, o más aún, al meollo que está en juego en todo esto: ¿hasta dónde son necesarias esas tediosas reglas ortográficas? ¿Qué agregan ellas de verdaderamente positivo a la vida?
Seguramente decir esto traerá como reacción inmediata una andanada de críticas (viscerales en muchos casos) defendiendo a capa y espada la ortografía (una coma hace una gran diferencia: «Estoy de puta madre» no es lo mismo que decir «Estoy de puta, madre»). El debate, por cierto, no es nuevo.
De hecho, circula por allí un Manifiesto contra la Ortografía, donde se llama a su olvido para «dejar que todos podamos tener el derecho sagrado de escribir como nos dé la real gana y no como los académicos de la lengua española, en uso de su anacrónico y monárquico poder quieren que escribamos».
Ahora bien: tomando la posición de quienes la adversan (que además de García Márquez son otros muchos buenos escritores): ¿qué aportaría en el rótulo «hasen» en lugar de «hacen»? ¿Habría más «livertad» si la escribimos con b alta? ¿Dejaríamos de «horinar» en la calle si el rótulo fuera escrito sin h? ¿Más revolución si el documento oficial dice «gobierno»? ¿Para qué se mantiene la ortografía?