Aquel hombre corpulento, con espaldas de fisiculturista y brazos de luchador, ahora muy menguados por efectos de la edad, de rostro agradable y facciones de noble romano, calvo totalmente, sabía que su fama fuera de la Francia del gobierno de Vichy, sometida a los alemanes, se esfumaba totalmente. En ese preciso momento, se sentó sobre su mullido sillón y repasó su vida, mediante recuerdos rápidos y fugaces, salvo en los premios científicos que había recibido, a los que dedicó más tiempo de su pensamiento. Allí estaba lo más resaltante de su vida, que merecía todo ese inmenso esfuerzo que había desarrollado para obtener éxito y reconocimiento mundial.

Comenzó por el Nobel de medicina, el máximo galardón que un investigador podía obtener. Lo ganó en el campo de la medicina y se lo dieron en 1912. Para esa época, sus trabajos en sutura vascular, trasplantes de vasos sanguíneos y de órganos, ya eran reconocidos en el mundo. Era un pionero en este campo y aunque sus experimentos se hicieron en animales, ya se vislumbraba que algún día no muy lejano, podían ser realizados en seres humanos. Lo recibió cuando apenas tenía 39 años, para la época, la persona más joven a quién se le daba tal distinción. Años atrás, por inconvenientes en su país y tal vez, por falta de reconocimiento, así como por condiciones inadecuadas del trabajo de investigación, emigró a América, primero a Canadá y luego a Estados Unidos. Allí, en Chicago, logró perfeccionar el método de sutura termino-terminal de los vasos sanguíneos, en esta ocasión en colaboración con Charles Guthrie. También experimentó con trasplantes de órganos diversos en animales. Fue una actividad frenética, que lo impulso a publicar 22 trabajos científicos en menos de dos años.

Buscando nuevos y mejores escenarios, en 1906 inició labores en el Instituto Rockefeller de Nueva York, en donde continuó y perfeccionó su línea de trabajo que consolidó su fama y aclamación mundial (García Herrera A. L., Moliner Cartaya M., García Moliner A. L.).

También recordó que había sido nombrado comandante de la Legión de Honor de Francia que, como buen francés, le había llenado de orgullo. Creía que era un reconocimiento que bien merecía. Durante la Primera Guerra Mundial, había descrito un método para tratar las heridas de guerra, que se conoció con su nombre y el de Dakin, que colaboró en el mismo. Posteriormente antes de terminar el conflicto armado, incluso llegó a publicar un libro sobre «las infecciones de la piel», esta vez en colaboración con George Dehelly. Todos estos aportes resultaron muy valiosos y, de hecho, fueron acogidos por los servicios médicos de las fuerzas armadas británica y estadounidenses, así como las de otros países participantes.

No podía recordar con precisión todos los premios, condecoraciones, títulos honorarios que recibió, pero entre ellos estaban su nombramiento como miembro de sociedades científicas de los Estados Unidos, España, Rusia, Suecia, Holanda, Bélgica, Alemania, Italia y Grecia. Por su mente pasaron los doctorados honorarios que le habían otorgado las universidades de Belfast, Princeton, California, Nueva York, Columbia, Brown. Aparte de pertenecer a la Legión francesa, recibió la Orden Leopoldo de Bélgica, Gran comandante de la Orden Estrella Polar, del gobierno de Suecia, así otros muchos reconocimientos oficiales de órdenes de España, Serbia, Gran Bretaña y la Santa Sede.

Ahora, en el ocaso de su vida, pensaba que quizás fue un error muy grande haber aceptado, luego de la derrota de Francia a manos de los alemanes, el ofrecimiento que le hizo el gobierno colaboracionista de Vichy, para dirigir la Fundación Carrel para el Estudio del Hombre. Él, en 1938, poco antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, como buen patriota había vuelto a su país natal, siendo nombrado miembro de una misión especial del Ministerio de Salud francés, puesto que ocupó hasta la entrada de los alemanes a París. Pero era demasiado tarde para arrepentirse. Sabía que el triunfo de los aliados se acercaba y aunque pensaba que solamente había dirigido una institución de investigación humanitaria, las consecuencias de no haber enfrentado al régimen traidor de Petain, le serían muy onerosas (NobelPrize.org). Alexis Carrel, dificultosamente se levantó de su sillón y se acercó a la ventana. La noche obscura y fría dominaba la escena y solamente un débil bombillo de luz iluminaba el patio de su casa.

Sus primeros años

Nuestro biografiado nació en Firt-Lés-Lyon en 1873, un 28 de junio, siendo hijo de un comerciante (mercader de seda) que igualmente se llamó Alexis Carrel y de Ann Ricard quien, al perder a su marido a los pocos años de casada, se llevó a su hijo al campo en donde le brindó los primeros estudios. De regreso a la ciudad de Lyon, el niño complementó sus estudios en el colegio jesuita San José de dicha ciudad.

Desde niño deseaba intensamente ser médico y fue un estudiante muy aplicado. Se dice que entrando en la adolescencia practicaba «dando puntadas en papel ordinario con un aguja fina e hilo delgado, de tal manera que las puntadas salían casi invisibles» (Greene, J. E.). En 1889 recibió el título de bachiller en letras de la universidad de Lyon y un año después el mismo grado, pero esta vez en ciencias. Inició sus estudios de medicina y se graduó de médico con honores en la misma universidad en el año 1900. Trabajó inicialmente en el hospital de la ciudad, prestando servicios como profesor de anatomía en el instituto del afamado profesor L. Testut y también de cirugía en su universidad, ya que se había especializado en esta última rama médica. Muy pronto sobresaldría por sus aportes innovativos experimentales y su gran capacidad quirúrgica. Muy pocos años pasarían para darse cuenta de que su alto vuelo exigiría dejar el lar nativo, demasiado «provinciano» en su opinión y trasladarse al exterior, tal cual dimos cuenta en las frases iniciales de esta nota. Las críticas envidiosas de los maestros que no aceptaban sus ideas hicieron el resto para decidirlo a emigrar. Fue una decisión valiente ya que dejar Francia, que tenía un peso específico muy grande en la investigación médica mundial, no era nada fácil, especialmente cuando su nombre, a pesar de las polémicas desatadas alrededor de él, comenzaba a distinguirse. Pero lo hizo y nunca tuvo que arrepentirse de la decisión tomada.

La fama

Su fama internacional como investigador científico y cirujano se inicia durante los dos años en que estuvo en Chicago, al lado del fisiólogo cardiovascular, G. N. Stewart. Allí refina sus aportes sobre la manera de suturar los extremos de las arterias (su famosa sutura vascular por triangulación, que había descubierto durante sus años en Lyon) y realiza intervenciones quirúrgicas sobresalientes. Continua sus experimentos con animales y, a título de ejemplo, lleva a cabo increíbles operaciones de tiroides en perros.

Muy pronto, Simón Flexner, quién en 1910 encabezaría una comisión que transformaría la enseñanza de la educación médica en los Estados Unidos, siendo presidente del Instituto Rockefeller de Investigación Médica, con su política de cazar talentos para llevarlos a su institución, convence a Carrel de trabajar con él. Así, da inicio una asociación que rendirá enormes beneficios a la investigación, especialmente cardiovascular y en el área de trasplantes. Estando en el Instituto, recibe en 1912 la noticia que le han concedido el premio Nobel de medicina. Carrel está en el momento culminante de su carrera como investigador, cirujano y biólogo. Pero el patriotismo de Alexis lo impulsa a regresar a Francia cuando en 1914 da comienzo la desastrosa Primera Guerra Mundial. Su esposa también se inscribe en el ejército francés y es nombrada enfermera jefe. Carrel, con el grado de comandante, y su colega, el británico Enrique Dakin, perfeccionan la famosa solución que llevaría el nombre de ambos, que evita muchas amputaciones al controlar las infecciones. Pero el gran mérito de Carrel en este campo no solamente se debió a su famosa solución. Desarrolló un método que incluía la vigilancia del progreso de la infección, un control bacteriano de la misma y la observación atenta del cierre de las heridas (método de Carrel). Por otra parte «el tratamiento de Carrel» de las heridas contemplaba una debridación amplia de las mismas, la eliminación de todas las partículas extrañas y del tejido muerto, para aplicar luego un minucioso lavado con aplicación abundante de la solución «Carrel-Dakin» (Fernández Teijeiro, J. J.).

Concluido el conflicto bélico regresa al Instituto Rockefeller y reinicia sus experimentos con la conservación de tejidos fuera del organismo, logrando trasplantar tejidos de corazón de embriones de pollo a un cultivo, pudiendo mantenerlos allí durante un largo periodo de tiempo. Estos experimentos tuvieron un impacto muy grande en la opinión pública mundial. Les parecía extraordinario que se pudiese intentar crear tejidos inmortales que sobrevivieran fuera del organismo humano. Carrel publicó innumerables artículos haciendo conocer sus trabajos de experimentación (escribió centenares de trabajos científicos a lo largo de su vida), que incluían, lo realizado desde más antes, como un trasplante de corazón a un perro y otro de corazón y pulmón. El primero realizado en 1905 lo hizo con un reputado colaborador, el fisiólogo Claude Charles Guthrie quien, según para muchos, debió compartir el premio Nobel de medicina por sus aportes en cirugía cardiovascular experimental.

Años después, a principios de los años treinta Alexis Carrel tuvo un colaborador famosísimo, que no pertenecía al mundo de la medicina ni de la biología. El aviador Charles Lindbergh, el primer hombre en cruzar el océano atlántico en un avión. Este conoció a Carrel y le informó de su pasión oculta por la ciencia y que estaba dispuesto a colaborar con él. Aceptado de inmediato, tuvo acceso cuando lo quiso a los laboratorios de Carrel. Lindbergh contribuyó decisivamente a la creación de una bomba de perfusión (un corazón artificial pionero) estéril, que permitía el cambio de líquido para mantener vivos los órganos. Se trataba de un sistema cerrado, como lo es, el aparato circulatorio. Fruto de este trabajo, fue el libro Cultivo de órganos, que publicaron conjuntamente.

El humanista y el ser espiritual

Desde sus primeros años como profesional, demostró aparte de ser un gran médico, investigador, biólogo, sociólogo, también ser un gran escritor con grandes dotes humanísticas. Prueba de ello fue que uno de sus libros, La incógnita del hombre resultó ser uno de los más grandes best sellers de su época, siendo traducido a varios idiomas. En el libro se plantea la dicotomía de lo material y lo espiritual. Algunos otros de sus conceptos contenidos en el mismo son ampliamente polémicos, tanto que contribuyeron quizás —aunado a su decisión de quedarse en la Francia ocupada por los nazis— al ostracismo al que injustamente ha sido sometido después de su muerte.

La crisis espiritual de Carrel, que lo acompañó prácticamente toda su vida, se inició en 1929 durante su primera visita al santuario de Lourdes. El joven médico, ateo pese a que fue educado por una madre muy católica, conoce en el tren a una enferma de nombre Mary Bailly, que agoniza como consecuencia de una peritonitis tuberculosa. Le toca atenderla y proporcionarle morfina para calmar sus intensos dolores. No cree que llegue con vida a su destino, pero sí lo logra y al día siguiente la encuentra igualmente enferma en la gruta, deseando que la introduzcan en la piscina en búsqueda de un milagro, aunque su deteriorado estado general no lo permite. Pero al menos logra que le aplique agua del manantial en su abdomen y en pocos minutos, el atónito Carrel nota como la paciente comienza a mejorar paulatinamente, tanto que al día siguiente cuando la vuelve a ver, la encuentra totalmente curada. A su regreso a Lyon la ve varias veces más y la controló clínicamente por cuatro meses. Poco tiempo después, Mary se convertirá en una Hermana de la Cridad. Se conoce que vivirá 35 años más, ya que falleció en 1937.

Carrel se resistió a creer que la curación de la que había sido testigo era un milagro, pero tampoco podía negar esa curación inexplicable ya que había sido testigo fiel de ella. Admitió sí, que la oración expresada con mucha fuerza y sentimiento de adoración a una divinidad era capaz de producir modificaciones extraordinarias de la enfermedad que podían llamarse «milagros», pero cuya causalidad continuaba siendo inexplicable. Su natural escepticismo le impedía reconocer la intervención de Dios. Pero la llama de la duda lo acompañó siempre y solamente durante los meses finales de su existencia, despejó la incertidumbre, al volver a su religión original.

Es en ese viaje original a Lourdes, cuando conoce a una voluntaria que ayudaba a los peregrinos en su búsqueda de sanación, de nombre Anne Marie Laure Gourlez de la Motte. Se trata de una viuda, madre de un pequeño niño, que realizaba obras sociales, por ser una católica muy devota. Entre ella y Carrel se desarrolla una fuerte amistad que culmina en un matrimonio celebrado el 26 de diciembre de 1913. No tuvieron hijos.

Sus años finales

En 1938, cuando los vientos de guerra comenzaban a soplar en muchas partes del mundo, especialmente en Europa, Alexis Carrel decidió regresar a su patria, que nunca había olvidado. Se podía haber quedado tranquilamente en los Estados Unidos, en donde se reconocía su gloria y era apreciado y admirado. Pero algo superior lo impulsó a dejar esa tranquilidad y cambiarla por un futuro incierto.

En 1940 sucede lo inevitable. Las tropas alemanas arrollan a las divisiones francesas y británicas que se les oponen y entran en París. El mariscal Petain, héroe de la Primera Guerra Mundial decide colaborar con los nazis y se hace cargo de la denominada Francia de Vichy. Invita a Carrel, que había ayudado al gobierno francés anterior a la derrota, a rehacer su deshilachado sistema de salud, a participar como director del Instituto del Hombre. Acepta y la tragedia de su vida se desarrolla violentamente. Los aliados invaden Normandía y pocos meses después entran victoriosos a París. Carrel se encuentra muy enfermo, con insuficiencia cardíaca y es apartado de su cargo. Se le acusa del terrible cargo de «colaboracionista» y la condena puede ser la pena de muerte, como ya ha comenzado a aplicarse a muchos franceses que se aliaron o participaron con el gobierno de Petain. No hubo necesidad de enjuiciarlo. El 5 de noviembre de 1944 fallece como consecuencia de la enfermedad que padecía, no sin antes recibir los santos sacramentos, que había pedido le fuesen suministrados por su amigo, el padre Press. Murió siendo católico y habiendo tenido respuesta a la duda del milagro y de la existencia de Dios que, desde sus años de estudiante de medicina, le había acompañado siempre, como lo manifiesta su propio testimonio, escrito en tercera persona, después de su conversión:

…absorbido por los estudios científicos, fascinado por el espíritu de la crítica alemana, [Carrel] se había convencido poco a poco que más allá del método positivo, no hay certeza alguna. Y sus ideas religiosas, destruidas por el análisis sistemático, lo habían abandonado, dejándole el recuerdo dulce de un sueño delicado y hermoso. Por ello había encontrado refugio en el escepticismo indulgente… La búsqueda de las esencias y las causas parecía vana, solo el estudio de los fenómenos era interesante. El racionalismo satisfacía totalmente su mente, pero en el fondo de su corazón se escondía un dolor secreto, la sensación de ahogo en un círculo demasiado pequeño, esto es, la insaciable necesidad de certeza (Royo Mejía, A.).

Notas

García Herrera, A. L, Moliner Cartaya, M., García Moliner A. L. (2016). Alexis Carrel: los aportes de un gran cirujano. Rev Méd Electrón. Sep-oct.
Greene, J. E. (1978). 100 grandes científicos. México: Editorial Diana, octava edición.
Fernández Teijeiro, J. J. Alexis Carrel. La incógnita de un Nobel. Conferencia Pronunciada en la sesión 274 de la Real Academia de Medicina de Cantabria 29 de noviembre de 2012, al conmemorarse el centenario de la concesión del Premio Nobel a Alexis Carrel.
NobelPrize.org. (2021). Alexis Carrel – Biographical. Nobel Prize Outreach AB.
Royo Mejía, A. La ciencia y la fe se encontraron a los pies de la virgen: Alexis Carrel. Religión en libertad.