No pretendo erigirme en Crono, personificación del tiempo cronológico, secuencial, medible, conductor de la rotación de la tierra y los cielos y promotor de la creación del universo. Tampoco en Kairós, símbolo del tiempo oportuno, de la inspiración que nos induce a conseguir el momento adecuado para un evento en particular. Mucho menos en Aión, emblema de la eternidad, del tiempo circular. Yo apenas soy un simple mortal que me apasiono por la magia del tiempo y tengo una convicción.
El tiempo ha dado, y sigue dando, mucho de qué hablar. No hay filósofo que se precie que no haya abordado el tema, desde aquellos que lo asocian con algo externo, hasta quienes lo relacionan con lo más íntimo de cada persona. Lo mismo sucede con los científicos, quienes han desarrollado diversas teorías que incluso llevaron a definir la unidad de medida de tiempo, el segundo, y lo conciben como un recurso. Otros lo definen de acuerdo con la teoría de la relatividad, haciéndolo depender del sistema de referencia que se use y del observador. En ambos bandos no faltan quienes afirmen que el tiempo, sencillamente, no existe… es una ilusión.
Mi convicción me lleva a concluir que «el tiempo soy yo». Y esta afirmación no tiene nada que ver con la filosofía o la ciencia. Es, más bien, de orden práctico. La primera vez que esta idea me vino a la mente fue en una ocasión en que llegué muy temprano a un evento y me senté a esperar y a pensar. En esos días tenía el empeño de buscar una definición del tiempo que me sirviera para mis cursos, ya que no me identificaba con alguna en particular, aunque la tendencia era pensar que era un recurso interno. De repente, con la ayuda de Kairós, tuve una inspiración, tomé una libreta y escribí esta frase que reproduje anteriormente en mi artículo, «El recurso más escaso», en este mismo portal. La frase dice así:
El tiempo no es el tic tac de las agujas del reloj, un instrumento que solo intenta medir el paso de nuestra existencia. No es un calendario ni una fecha plasmada en él, que solo nos sirven para recordarnos lo que fue o lo que pretende ser. No es el pasado porque ya no es, no es el futuro porque no ha sido, ni el presente porque deja de serlo de inmediato. No es el instante fugaz ni la espera interminable. El tiempo eres tú, soy yo, es cada uno de nosotros en la medida en que solo tiene sentido mientras existimos. La vida se mide en unidades de tiempo y la cuenta, inexorablemente, tiene un principio y un final. Antes, somos un sueño, después un recuerdo, y el tiempo pertenece a los que permanecen.
La primera consecuencia práctica de mi convicción, y acá coincido con algunos filósofos y científicos, es que el tiempo no es algo externo sino muy íntimo de cada uno de nosotros. San Agustín lo define como una extensión del alma. Cuando enseño a una persona o a un grupo a «administrar su tiempo», lo primero que intento es que asuman esta premisa. Nadie puede hacer nada con el tiempo más que medirlo. El día siempre tendrá, según los relojes, la misma cantidad de horas, la hora la misma cantidad de minutos y lo mismo para todas las unidades de tiempo. El tiempo no se acaba a menos que acabemos nosotros. El tiempo no es corto ni largo, es lo que es. El tiempo no lo arregla todo, somos nosotros y nuestro entorno quienes lo hacemos. Es muy cómodo atribuir la culpa a alguien o a algo y el tiempo ha sido una víctima, convertida en excusa, para argumentar nuestros incumplimientos, nuestros desaciertos. Hay incluso quienes definen al tiempo como un enemigo.
Quien asume esta premisa, «el tiempo soy yo», se libera de inmediato de los viejos paradigmas que lo limitan y lo disocian de la verdadera razón de la «pérdida de tiempo». Charles Darwin nos da una pista en este sentido cuando afirma que «si aún pierdes horas de tu tiempo es que aún no sabes lo que realmente vale la vida», mientras que Michael LeBoeuf es más directo cuando sostiene que «…perder el tiempo significa perder tu vida». La RAE también asocia los dos conceptos, tiempo y vida, cuando define a esta última, en una de sus acepciones, como el «tiempo que transcurre desde el nacimiento de un ser hasta su muerte o hasta el presente». Es decir, para que exista el tiempo debe existir un ser, una vida, que le dé sentido.
Cuando nos liberamos de los viejos paradigmas estamos en disposición de enfocarnos en el verdadero responsable del tiempo, que no es más que cada persona en particular. Por eso es preciso concluir que el tiempo no se puede administrar. Nos administramos a nosotros mismos para lograr lo que nos proponemos y el tiempo solo es una unidad de medición, una referencia, que nos ayuda a definir nuestros objetivos. Cada uno de nosotros es el verdadero recurso. Acá habría que preguntarse si las empresas, a través de la función de «Recursos Humanos», contratan a las personas o al tiempo de las personas.
Si insistimos en definir al tiempo como un recurso, es fácil llegar a la conclusión de que podemos considerarlo como el más democrático, porque se nos da a todos por igual. Cada día tiene 24 horas, exactamente iguales, para todos. Sin embargo, cada ser humano tiene una percepción distinta y original de él. El tiempo pareciera llevar un ritmo lento cuando somos jóvenes y se va acelerando a medida que nos adentramos en los años postreros. Algunas culturas tienen una noción ralentizada del tiempo, mientras que otras tienden a la vorágine. Los momentos agradables se abrevian y los desagradables se alargan. La espera nos desespera y la actividad nos acelera. Algunas horas parecen minutos y algunos minutos parecen horas. En fin, cada ser humano, dependiendo de su cultura, su visión particular del tiempo y sus diferentes circunstancias, hacen que el tiempo transcurra de una forma muy diferente al resto de sus semejantes. El tiempo es particular para cada uno, a diferencia del que miden los relojes, que está normalizado.
Hagamos una analogía con un recurso con el cual todos nos podemos identificar con facilidad: el agua. No cabe duda de que el agua es un recurso que podemos ver y palpar. Lo podemos almacenar y de hecho lo hacemos cuando construimos gigantescas represas o lo guardamos en un envase. Podemos modificar su estado físico, sin afectar su estructura molecular, cuando la enfriamos hasta el punto de solidificarla o la calentamos hasta evaporarla. La podemos combinar con diferentes elementos para producir bebidas o productos de distintos usos. Podemos extraerla de las profundidades de la tierra o de algunos productos de origen animal o vegetal cuando los deshidratamos Podemos decidir cuándo usarla y cuando no.
Con el tiempo no tenemos la capacidad de hacer nada parecido a lo que hacemos con el agua o cualquier otro recurso físico. Solo podemos medirlo usando las unidades que hemos creado para tal efecto. El tiempo como unidad de medida, entonces, no es un recurso sino una referencia. Por ejemplo, si vamos a construir un camino de dos kilómetros en un mes, tanto la longitud como el tiempo lo usamos como unidades de medida referenciales para constatar si cumplimos con el objetivo propuesto.
Insisto en que mi convicción es solo de orden práctico. Nuestra vida se mide en tiempo y mientras vivamos, debemos usar el recurso «yo» y usar el reloj y los calendarios solo como una referencia. Ella nunca será responsable de un atraso, de un incumplimiento. Deshagámonos, entonces de los falsos paradigmas que nos condicionan y asumamos que solo nosotros somos los responsables de conducir nuestros asuntos. El tiempo es una referencia más que debemos poner en su lugar.
El día que se me acabe el tiempo, el tiempo dejará de existir y cada ser humano que permanezca seguirá siendo dueño y señor de sí mismo, de su propio tiempo. Pero yo no me enteraré. Solo seré un recuerdo, un legado, un ejemplo de alguien que uso el tiempo a su manera porque él mismo era su tiempo. Luego, tengo la certeza de que ingresaré en otra dimensión, donde lo que llamamos tiempo no tiene importancia.