Pier Paolo Pasolini, escritor rebelde, juzgado por escándalo público, homosexual confeso, marxista, polemista feroz. Su incesante actividad y su creatividad excepcional desencadenaron polémicas intelectuales que acabarían provocando reacciones atrozmente virulentas.
Acoplados a veloces arquitecturas en las que lo contemplamos, imaginándonos entrando y saliendo de bocas de metro o edificios abandonados tras lo que parece una guerra nuclear, y desde donde se ponen en marcha los ritos cotidianos: como el despertar que sigue a un letargo continuado durante toda la estación, para, a continuación, vestirse y asumir en estos elementos estructurales gestos dibujados con una caligrafía deliberada a fin de mostrar de la forma más discordante e irónica la futilidad de los motivos, en donde las figuras masculinas, casi iconográficas, aparecen obsesivas como la única resistencia con que oponerse al vacío.
Es preciso mantener una mirada atenta sobre su cine, el cual desempeña un papel muy importante, especialmente por lo que se refiere a la calidad de las sensaciones. Idéntica impresión me dejan sus Escritos corsarios.
El fracaso de los mitos revolucionarios, junto con la propia diversidad psico-sexual erigida como baluarte ante la despersonalización del individuo en una sociedad, una civilización consumista, la pasión persistente, todo lo que componía su retórica, lo generó su asesinato y su asesino.
Viéronle degollar a una paloma chupar su sangre luego dícenme persignose.
Dos años después de llegar a Roma, los muchachos de los suburbios poblaban gran parte de su existencia. El universo romano se convertiría en el centro de su creación:
Por ellos, mis compañeros, los hijos dispersos en turbas maravillosas por los montes y los valles, por las calles y las plazas, mantengo encendida la llama de mi vida.
Pasolini se entregó a los ojos y a la boca de todos, escandalosamente, presentándose ante los demás como un ejemplo obsceno que merecía ser mortificado con el martirio.
Y así, una mañana de domingo, llamada también un domingo de fango tras una noche lluviosa, el cuerpo del poeta fue encontrado mostrando signos de haber sido brutalmente «asesinado en una pista de tierra del Idroscalo (pequeño barrio pesquero ostiense, a las afueras de Roma), muy cerca de la Tor San Michele de Ostia».
Cuán diferente resulta esta imagen de aquella otra que nos muestra a una especie de joven Rimbaud de la provincia friulana que decide, un amanecer de invierno, poner rumbo a su destino, la Roma barroca, la Roma imperial, la gran urbe con sus enormes palacios aristocráticos, la Roma Capital, aquella Roma de Fellini que se extiende sin planificación alguna, anárquica y caótica, hacia la periferia, Centocelle, Tiburtina, Appia, Flaminia; que se propaga como un fuego contra el cielo. La misma Roma que, por una de esas contradicciones del destino, hoy también recibe el nombre de Pasoliniana.
Rostros de piel oscura, anhelos de periferia.
Su asesino podría ser el verdadero protagonista de este relato, ya que lo asesinó por una causa colectiva. Una especie de presagio.
Y esto se comprueba en las pocas fotos que se publicaron en la prensa del día siguiente, una cara desfigurada, la nostalgia de su mirada perdida y aquella profunda «rabia de poesía en el pecho».
Dícenme dijéronle criminal depravado dícenme decíanle.
Lo que transforma el mundo es el instinto, la vehemencia que, a través del médium, trasmite el acontecimiento temporal, transforma todo en drama o suceso. Narrativas suspendidas en las que nada está definido, paisajes abismales, pero también ruptura temporal de la narración, la tragedia y el sentido lúdico de la historia se entremezclan en una amalgama que confiere a la visión una singularidad prodigiosa.
Recorrer zonas periféricas para finalmente retornar al caparazón del que se salió una vez para vivir un mundo mínimo, glacial, marmóreo, casi metafísico. Todas las sensaciones y gestos mancomunados a la hora de concebir un terreno sobre el cual los estratos más heterogéneos pueden comprenderse dentro de esta emotividad desencadenada. Y es precisamente la emotividad —y, sobre todo, la reivindicación absoluta de dicha emotividad, entendida casi como una metafísica— el elemento que podría constituir la característica de semejante conjunto de visiones.
Una de esas sombras que deambulan por la noche bajo los faroles refregándose chupándose besándose rociando de semen la flor de esperma el color oscuro de la luna.
Él se halla a la búsqueda de ese ángel perdido, la quintaesencia de la inspiración, la que le sugiere la narración, recordándole su esencia, pero también la que le permite canalizar su vivencia y transformarla. Como anhelando subrayar la historia de nuestro pasado reciente y sus consecuencias.
Emerge así una visión del mundo que pasa a través de una concepción eminentemente formal y que, debido a su fuerte estilización, constituye la síntesis ideal; como si estuviéramos en una novela de Bolaño, parece solamente uno de tantos lugares en que un mal persuasivo y subterráneo accede a la superficie entendido como una mirada al vacío, en el abismo.
Quedará lo dorado en el asfalto que dejó el paso del martirio.