Durante la semana de las olimpiadas me he emocionado y he llorado mucho, pero de felicidad. Ha sido increíble ver a los y las deportistas darlo todo por el podio y conocer la historia de superación de cada uno: como se enamoraron a su disciplina, como han entrenado durante la pandemia, confinados en casa, o los sacrificios que hicieron sus familias.
Mi país, Italia, nos ha regalado momentos míticos e inolvidables, como la medalla de oro de Marcell Jacobs, el hombre más rápido del mundo o el abrazo que selló dos oros, el de Mutaz Essa Barshim de Qatar y Gianmarco Tamberi de Italia.
Estos momentos olímpicos me han hecho pesar la relación que he tenido y que tengo ahora mismo con el deporte.
Todo se remonta a mis clases de educación física en el colegio que fueron un completo infierno; todas las veces que tenía esta asignatura encontraba la manera de escaquearme. Revisando mi diario, tengo un gran número de justificantes donde mi madre avisaba al profesor que yo no podía hacer deporte porque estaba indispuesto. La mayoría de las veces era mentira, pero era porque me generaba ansiedad solo pensar a la clase de educación física.
Tuve que aguantar todo tipo de burlas durante la clase, que si tenía «pluma», que si no era demasiado masculino para el deporte, que mi ropa deportiva no era la que tenían los demás porque no eran de ningún jugador de futbol, pero era lo suficientemente de marca para que no me la rompieran como hacían con otros que a lo mejor llevaban algo rosa. Todo esto bajo la mirada indiferente de algún profesor de educación física que, para no trabajar demasiado, solo nos hacía jugar al futbol, que era lo que querían los chicos.
Cada vez mi autoestima se veía mermada y mi odio hacia el deporte aumentaba cada año.
También intenté apuntarme a algún deporte fuera del colegio, pero fue pasar por la misma pesadilla.
Además, en Italia el único deporte socialmente aceptado es el futbol, sufrías bullying si practicabas cualquier deporte o actividad física diferente; si además era algo relacionado con el baile ni te cuento.
Luego estaba el momento del vestuario, el «no me mires», «sé que te gusto, marica»; el miedo a que se viera que me gustaba alguien de la clase.
Todos estos malos recuerdos condicionaron la relación que tenía con el deporte como adulto.
Pero después de pensarlo mucho, después de haber hecho las paces con mi pasado, y después de encontrar fuerza y motivación decidí darle otra oportunidad al deporte. Y ahora, a los treinta años, encuentro que me encanta practicarlo, disfruto con él y además estoy en perfecta forma física. Y tanto me lo he tomado en serio que me sigue un entrenador personal, el mismo que cada vez se asombra de mis resultados.
O sea que a mí en verdad siempre me ha gustado el deporte, lo que no me gustaba era pasarlo mal por culpa del bullying que sufría. Cuántas cosas me he perdido.
Ahora me encuentro con que, a lo mejor, si esto no hubiera pasado, me hubiera podido dedicar profesionalmente al deporte, o tal vez haber sido oro olímpico. Pero esto nunca lo sabré.