Guatemala, «corazón del mundo maya», es conocida internacionalmente por sus riquezas arqueológicas, por atesorar las huellas de una civilización que asombró al mundo por su dominio de las matemáticas y la astronomía, o por las elegantes y misteriosas edificaciones oportunamente guarecidas, a través de los siglos, bajo el manto protector de la selva profunda. La posibilidad de experimentar in situ esta confrontación entre el tiempo, el territorio y la historia de un continente, podría ser, por sí sola, el motivo de un viaje fascinante. Pero, si usted es un entusiasta de la excursión y la aventura, un amante de la contemplación de las bellezas naturales, o un inquieto gourmet, ávido de nuevas experiencias culinarias, Guatemala se convertirá, además, en una fuente inagotable de nuevas e inesperadas experiencias. A ello podríamos sumarle con toda justicia las bondades del carácter afable de los guatemaltecos —o Chapines, como les gusta llamarse—, su predisposición a la charla animada y, sobre todo, a la transmisión de la sabiduría popular y de un acervo cultural milenario que sobrevive, intacto, inspirando tanto a nativos como a visitantes y curiosos.
Mi travesía por Guatemala me llevó, tras una breve escala inicial en la capital, a un recorrido de varios días por el departamento de Las Verapaces (o «Vera Paz», que en latín significa «verdadera paz»), una región montañosa en el centro del país dividida administrativamente en dos municipios: Alta Verapaz, cuya capital es Cobán, y Baja Verapaz, con Salamá como ciudad cabecera.
Fue en Ciudad Guatemala donde conocí, el primer día, la gastronomía típica del país: una reunión de los más diversos sabores, especies y procedimientos de cocina, que surge como fusión de las ricas tradiciones culinarias de los pueblos mayas y de aquellas heredadas de las diversas regiones de la península ibérica. Para los que venimos de ciudades con un paladar y un gusto mediado tantas veces por el abuso de muy pocas especies clásicas o por el consumo diario de alimentos industrializados, la cocina típica guatemalteca ofrece un verdadero festín, no solo por la diversidad de sus platos sino por el desfile de nuevas fragancias y sabores hasta entonces desconocidos.
En el céntrico barrio de Cayalá —una nueva urbanización cuya arquitectura neocolonial respeta el espíritu de la ciudad tradicional—, el restaurante Guatemala Espectacular ofrece, por ejemplo, no solo una gastronomía privilegiada sino una variada programación de espectáculos folclóricos para el disfrute de los comensales. Ahí pudimos degustar —recién salido de las manos expertas del Chef Renato Méndez y la instructora Ilieana Cifuentes— el exquisito pepián guatemalteco, un cocido típico que combina la carne de pollo con papas, cebollas, zanahoria y un abanico de especies locales y otras tradicionales como el chile guaque, el chile pasa, el cilantro, el ajonjolí y ejotes (o habichuelas), añadidas estas, a gusto del comensal. El pepián tiene un sabor intenso, singular y delicioso, y produce un efecto de reconfortante satisfacción. Su elaboración suele ser minuciosa pues las especies deben dorarse previamente en una sartén (lo cual garantiza que no mezclen su sabor, o que lo pierdan), para luego diluirse en la batidora antes de añadirlas al caldo durante su cocción.
De Ciudad Guatemala a Cobán, en Alta Verapaz, hay un poco más de cuatro horas de viaje en auto. Lejos de ser un viaje tedioso o agotador, el recorrido nos permitió conocer directamente la belleza cambiante de la geografía en la zona, así como una parte del modo de vida de sus habitantes. De los primeros paisajes de piedra caliza y colores ocres, poblados de una vegetación semiseca conocida como el chaparral espinoso —uno de los siete ecosistemas de Guatemala—, el auto se fue adentrando en las serpentinas ascendentes de la carretera para alcanzar las zonas más elevadas de la Sierra de las Minas, con sus valles y quebradas impresionantes, tapizadas con una vegetación de un verde intenso, muy poco común. Y así, entre charlas y breves paradas-descansos en las que pudimos, de pasada, recorrer un depósito natural de obsidiana —piedra sagrada e importante herramienta de corte para los antiguos mayas—, llegamos a los parajes del Bosque nuboso en la zona de Baja Verapaz, llamado así por el característico manto húmedo de niebla blanca que parece envolver la cima de los cerros más altos, produciendo cada tanto una llovizna muy fina, casi imperceptible, que los habitantes del lugar denominan con la simpática onomatopeya de «chipi-chipi».
En este refugio de la selva profunda habita el hermoso quetzal —Kukul para los mayas, o Quetzalli en náhuatl, que significa «sagrado», «precioso», o el de la «cola larga de plumas brillantes»—, el ave nacional de Guatemala. Una especie en peligro de extinción, el quetzal (Pharomachrus Moccino) encontró en el Biotopo Mario Dary Rivera —nombrado así en honor a su fundador, el biólogo ambientalista y rector de la Universidad de San Carlos— un hábitat seguro y un área oportunamente protegida contra los peligros de la deforestación y la extinción de su biosfera vital. Esta interesante reserva ecológica ofrece al público, no solo la oportunidad casi única de avistar esta exótica ave, sino la posibilidad de sumergirse —una experiencia inolvidable— en los laberintos exuberantes de la selva húmeda tropical. En este recinto de frescor y aire puro, la flora y, en general, la obra de la naturaleza adquieren una dimensión sobrecogedora y entrañable. Abundan las orquídeas y las bromelias, así como enormes helechos arborescentes circundados por diminutas cascadas y riachuelos que el cerro derrama generosamente sobre la tierra. Los musgos y líquenes tapizan las rocas y las diferentes especies de árboles —robles, nogales, cipreses— parecen entrelazarse al infinito y ascender hacia la luz, en una coreografía espontánea, imposible de descifrar.
Unos pequeños senderos oportunamente construidos con materiales naturales llevan al caminante de un lado a otro dentro del Biotopo, subiendo la montaña y, luego, tomando un merecido descanso en las bajadas. Desafortunadamente, no pudimos avistar esta hermosa ave de larga cola verde escarlata y pecho rojizo, aunque sí alcanzamos a escuchar su canto en la lejanía. Las posibilidades de observarlo aumentarán decididamente en las horas del amanecer o del atardecer cerca de los árboles de aguacatillo —sus frutos preferidos— y entre los meses de febrero a mayo, que corresponden a su etapa reproductiva. Pero en el interior de este espacio de serenidad y asombro introspectivo, pudimos percibir las mil y una voces que pueblan los silencios de la selva, un privilegio que le es negado habitualmente al ciudadano de las grandes urbes. En cierto momento, un ejército de cigarras comenzó a improvisar una suerte de sinfonía épica y magistral, que aumentó su intensidad in crescendo hasta disolverse progresivamente, en la quietud y el anonimato de la selva.
(Sinfonía de cigarras en el Biotopo del Quetzal. Grabación: Adriana Herrera y Willy Castellanos)
El final del día nos sorprendió en Cobán —que en Q’eqchi’ significa «La ciudad entre las nubes»—, donde encontramos refugio en las habitaciones de La Posada de Cobán, un confortable y pintoresco hotel de arquitectura colonial, ubicado a una cuadra del centro de la ciudad, capital del municipio de Alta Verapaz. Mientras desayunábamos al día siguiente en una de las galerías techadas del hotel, nos sorprendió la elegancia y la belleza del atuendo típico de la muchacha que nos atendió. Ella vestía un exquisito y tradicional huipil (o blusa), finamente tejido en hilos blancos —el color de la ciudad de Cobán para estas prendas—, combinado con un corte (o falda) azul, decorado con motivos geométricos de varias tonalidades; ambas, confecciones artesanales de una belleza y complejidad de realización dignas de elogiar. Los huipiles, por ejemplo, varían en diseños y colores según las tradiciones de cada región y son prendas por lo general muy costosas de producir, no solo por los materiales que se emplean sino por las habilidades, la paciencia y el trabajo minucioso que requiere su confección. «Es mucho más caro —nos comentó un simpático conductor, a modo de broma— casarse con una mujer ‘de corte’, que con una que use ropa normal». Lo cierto es que en Cobán observamos muchas mujeres de todas las edades vistiendo con orgullo las prendas tradicionales. El blanco intenso de sus hermosos huipiles contrasta, oportunamente, con la tez cobriza de sus pieles y con el negro azabache de sus largas y lacias cabelleras.
Cuando comienza la conquista española de Guatemala en 1524, los pueblos mayas de la etnia Q’eqchi’ se agrupaban principalmente en los municipios actuales de Baja y Alta Verapaz. Las sucesivas expediciones enviadas por el conquistador Pedro de Alvarado (tristemente recordado por la masacre de Tóxcatl en Tenochtitlán) para apoderarse de Tezulutlán —o la «tierra de guerra», como entonces se conocía a la región—, enfrentaron severos reveses frente a la resistencia de los indomables Q’eqchi’s, liderados, entre otros, por el legendario «cacique de caciques», Aj Pop O’ Batz’. Pero la colonización definitiva de la región no llegaría con la espada y la armadura sino bajo el símbolo de la cruz y el evangelio de los Dominicos de Fray Bartolomé de las Casas. A través de los años, estos lograron desplazar a los militares-conquistadores para imponer, en alianza con los caciques locales, la Pax Dominicana o «verdadera paz»1 que da nombre al departamento.
Muchas de estas historias y tradiciones mayas se entrelazaron, entre tantas otras experiencias, cuando visitamos las Grutas del Rey Marcos y conocimos a Diego Fernández y a su familia, un magnífico conversador y anfitrión, copropietario de la finca Cecilinda en el poblado de San Juan Chamelco. Hoy día, la finca es un parque de piscinas naturales y un espacio idóneo para la aventura, el descanso o el contacto directo con la naturaleza exuberante del lugar. Sus terrenos están situados en un pequeño valle rodeado de verdes cerros de los que descienden en cascadas o riachuelos, las aguas cristalinas de los manantiales vecinos. Pero cuando Oscar Fernández —abuelo de Diego— compró el terreno, su proyecto de vida era la agricultura y especialmente, el cultivo del maíz y el café. Caminado un día por la ladera del cerro, Oscar encontró un agujero de mediano tamaño en la tierra del que salía un soplo continuo de aire muy fresco. «Esta tierra no solo es hermosa —le comentó a su hijo Iván, en broma— sino que viene además con aire acondicionado incluido». Un tiempo después, tras un largo período de intensas y constantes lluvias, las paredes del orificio cedieron en sus bordes y del interior del cerro comenzó a brotar cuesta abajo, un torrente de agua fresca. El diámetro de la abertura fue ampliado por Oscar y sus ayudantes en 1998, quienes descubrieron finalmente la entrada a la caverna. Desde entonces, tres generaciones de la familia han trabajado en la causa común de convertir el lugar en un concurrido foco turístico para el disfrute de todos.
Son muchas las leyendas que circulan en torno a las Grutas del Rey Marcos, rodeándola de un aura de misticismo y de un carisma difícil de evadir. Estas son portadoras, a través de los siglos, de la cosmovisión de los mayas Q’eqchi’ y su profunda comunión espiritual con la tierra y los elementos naturales. De hecho, las zonas altas de la finca son lugares habituales de rezos y plegarias en tiempos de cosecha —una práctica milenaria que sobrevive en las zonas rurales—, donde los pobladores le piden permiso a la tierra para cultivarla y le agradecen, posteriormente, la bondad de los favores concedidos. A estas ceremonias se les conoce como Mayejak y suelen también ejecutarse como invocación espiritual contra la propagación de enfermedades contagiosas, o contra las sequías y las hambrunas. Pero las cavernas, especialmente, son arquetipos esenciales en la mitología maya que las considera como «puertas hacia el mundo subterráneo» o Xibalbá (según el Popol Vuh de los antiguos Quichés) donde habitan los Señores del Inframundo. Este relato ancestral, presente en los sustratos de la memoria colectiva, alimenta a todas luces la leyenda de la gruta que una anciana de la zona le contó a Oscar Fernández en cierta oportunidad. Según ella, en la cueva vivían seres diferentes, capaces de predecir el futuro y moverse con la ayuda de las estrellas. Eran dioses aseguró la anciana, y su rey se llamaba Marcos.
La animada conversación que sostuvimos con Fernández nos sirvió de preámbulo para adentrarnos en la historia de la gruta, mientras los laboriosos chefs de La Cecilinda —Dafne Milián, esposa de Diego, y Fredy Cuc— terminaban de preparar un delicioso k’aquik, el cocido típico de la región. A diferencia del pepián, el k’aquik se elabora con carne de pavo en la forma de un caldo espeso al que se le añaden especies locales y tradicionales, previamente doradas en el sartén. Este lleva diferentes tipos de chiles como el pasa, el huaque y el cobanero, así como pimientos y tomates, xamat, hierbabuena y ajo, entre otros. El k’aquik suele acompañarse con arroz, aunque en nuestra mesa no faltaron los tamales y otros deliciosos bocadillos preparados con viandas y hortalizas locales. Después de un breve descanso, nuestros anfitriones nos obsequiaron una típica y energizante infusión de cacao caliente —la bebida sagrada de los mayas—, servida en unos pequeños guacales finamente decorados con motivos geométricos de varios colores.
Las Grutas del Rey Marcos se encuentran en lo alto de un cerro contiguo, por lo que el ascenso hacia la entrada será el primer reto que todo visitante encontrará si viene de los búngalos. Una buena forma física sin duda lo ayudará, aunque el trayecto puede realizarse en pequeñas y oportunas paradas hasta llegar a la meta. Una vez ahí, los servicios del parque le ofrecerán botas altas de caucho y un casco blanco como el que usan los constructores. Por el interior de la gruta fluye un río subterráneo cuyo nivel suele variar según la intensidad de las lluvias, así que las botas le servirán para franquear los depósitos de agua que se presenten en el trayecto. El pasadizo de entrada es relativamente cómodo y transitable hasta un punto en el que se reduce como un embudo, requiriendo de una suerte de coreografía corporal —una pierna y la cabeza primero, el cuerpo después— para traspasarlo. Pero cualquier esfuerzo merecerá la pena. Una vez franqueado el obstáculo, se abrirán dos amplias y majestuosas galerías dividas por un río que corre inquieto, hacia un destino imposible de precisar.
En este espacio de asombro y contemplación ante la obra de la naturaleza, el agua y su carrera incontenible ha esculpido —a través de los siglos—, un repertorio de formas inusitadas, de una increíble belleza. Como una selva de campanarios góticos invertidos, las estalactitas parecen descender hacia nosotros, en una lluvia compacta y desafiante. Algunas son largas, anchas y profusas en detalles, como la cera derretida de una vela o como pináculos de catedral. Otras son esbeltas o hasta muy finas, y atraviesan el espacio como puntas de lanza. Las estalagmitas, en cambio, tienen otra apariencia o tal vez, en un sentido figurado, otro «temperamento geológico». Más anchas, rechonchas y estables en su base, pululan y se elevan como los edificios de una gran urbe, en figuraciones y tamaños que varían caprichosamente: desde las más altas y macizas —por tanto, las más antiguas— hasta otras pequeñas y recientes que semejan incipientes burbujas petrificadas en el piso del lugar.
Cruzando el río hacia la galería contigua, se encuentra un espacio amplio cuya aura y fisionomía rinden honor a su nombre: El santuario. La caverna continua hacia otras áreas que, por razones de seguridad, se encuentran cerradas al público. En las últimas décadas, las Grutas del Rey Marcos se han convertido en un lugar privilegiado para la investigación geológica y, especialmente, para el estudio de la evolución climática de toda Mesoamérica. Científicos de la Universidad de San Carlos de Guatemala —así como de otros prestigiosos centros internacionales—, han visitado la gruta, colectando especímenes que fueron luego sometidos a las más modernas técnicas de investigación. Una de las estalagmitas estudiadas, por ejemplo, resultó tener nada menos que 102 mil años de antigüedad.2 Y esta percepción de un tiempo inconmensurable que nos contiene, pero que escapa por su magnitud a los límites de la imaginación, es una de las sensaciones que se experimentan cuando el guía anuncia que apagará la luz por un minuto, como un momento de introspección. En ese instante, no alcancé a recordar la leyenda del rey Marcos ni otras tantas historias. Solo escuchaba, absorto, el bramido del río en su andar, imaginando sus hilos infinitos o sus derrames más simples, labrando, gota a gota, la escultura perfecta del rey Marcos. Un mundo de formas y tonalidades ocres que parece evocar las palabras de Alfonso Reyes cuando afirma, rescatando la antigua sabiduría oriental: «El espíritu de la vida duerme en el mineral, sueña en el vegetal, despierta en el animal, y se hace consciencia en el hombre». La evidencia de estas palabras me acompañaría en los días subsiguientes durante mi travesía por la tierra de los Q’eqchi’s, y desde entonces, sospecho, nunca me abandonará.
Notas
1 Piel, J. Sajcabajá, muerte y resurrección de un pueblo de Guatemala. En Conquista, control y gobierno de las Tierras Altas de Guatemala en el siglo XVI. Capitulo I. Centro de estudios mexicanos y centroamericanos.
2 Chavarría Robles, O. I. (2017). Estudio de la dinámica y evolución climática de Mesoamérica a partir del registro elemental de alta resolución espacial de estalagmitas desarrollado en las Grutas del Rey Marcos, San Juan Chamelco, Alta Verapaz. Trabajo de graduación. Universidad de San Carlos de Guatemala.