La vida es misterio; la luz ciega y la verdad inaccesible, asombra.
(Rubén Darío)
Soles, estrellas, rayos, hombres, dibujos, tejidos, animales, plantas, rocas, lunas... Todo puede servir para alimentar a un símbolo. Y, genéricamente, el símbolo siempre aunará dos realidades: una conocida y otra no desconocida, pero tampoco conocida, y aunque no es lógico, tampoco importa. Sí importaría para poner un satélite en órbita o para operar a una persona, pero en el ámbito del símbolo, lo alógico es fundacional. Este absurdo (etimológicamente, «lo que nos deja sordos», aquí, a la lógica de las palabras), expresa la posibilidad de otra forma del ser. Una forma que deja de lado el conocimiento positivo reemplazándolo por un albur. El hombre contemporáneo no juega a la ruleta con su espíritu —que es, quizás, el ámbito más propicio para tentar al azar—, sino que desprecia la libertad de los hados y prefiere la estéril certeza de tautologías y silogismos. Es la seguridad que da el quedarse, intelectualmente, anclado en el mismo sitio. Es buscar la perdurabilidad a través de la inmovilidad en lugar de buscar la riqueza del fluir acompañando la dinámica del mundo. Por eso —pensaba Gregory Bateson— si fuéramos a elegir las cosas más exitosas del planeta por su durabilidad, elegiríamos a las rocas y no a la vida, cuya estrategia no es renunciar al cambio sino acompañarlo en su impermanencia... y es por esta causa que existe la muerte: se elude el tiempo simplemente cambiando... transformándose, por ejemplo, de hombre en lúgubre y voraz gusano.
La ciencia queda también atrapada por este recurso de pobre éxito por falta de riesgo: por ejemplo, la ciencia —explica Bateson— nunca comprueba nada. De la mano de Thomas Kuhn entendemos que toda «verdad científica» lo es en una comunidad científica y bajo un paradigma dado: «Un paradigma no es simplemente una rama determinada de conocimiento que se aprende explícitamente, sino que incluye todo el conjunto de técnicas, posturas y planteamientos que se absorben durante la preparación y aprendizaje de cada científico» (David Peat, Sincronicidad, 1974). Cambia el paradigma y cambia la verdad. ¿Y la ciencia explica? No: solo cuenta lo que ve... ve, por ejemplo, que siempre que A, entonces C y establece una ley. Lo que llama «explicación», es decir lo que ve —métodos científicos por medio— y donde puede ocurrir que se observa que A da C no sin antes dar B, y entonces nace la nueva definición: «A que da B que da C». ¿Se explicó algo? No: todo sigue siendo decir lo que se ve: lo que está implicado en la continuidad natural, el continuum analógico del universo, al que asisten los sentidos. Solo ve y cuenta lo que vio con muchas más palabras que las de un zapatero, pero mientras el zapatero puede aferrase a su zapato, el científico no puede aprehender su «objeto»: no lo puede des/implicar, ex/plicar... porque no hay «cosas», sino constructos de nuestra ecología cognoscitiva... sobrecrecida cuantitativamente en la ciencia, pero sin superarse cualitativamente.
Por su parte, la repetición de un efecto tecnológico (por ejemplo, que cada vez que apretemos cierto botón siempre pase lo mismo) crea la ilusión de verdad científica por reiteración, pero solo se trata del resultado de una simplificación de causas y efectos, que le da al mundo tecnológico la «fuerza» de la roca, pero no la riqueza de lo vital. Por otra parte, si hay alguna belleza en la ciencia es porque hay belleza en el mundo que ve («mundo» quiere decir «hermoso»), pero esa belleza no le pertenece al discurso... para eso está la poética: un salto cualitativo vedado al pensar científico que puede usar metáforas para una mejor comprensión de un sistema de relaciones, pero debe desecharlas en un concilio de científicos a la hora de contar lo que ha visto, de lo contrario haría literatura y no praxis. El conocimiento científico se queda así en el llano... discursivamente, al mismo nivel de cualquier zapatero.
¿Dónde queda, entonces, ese mundo al que llamaríamos «profundamente» real? Cada vez más lejos si vamos por el camino del conocer. Nuevas formas de ciencia, para colmo, vienen esmerilando la «solidez» de los objetos científicos: la Teoría de la Comunicación, la de Sistemas, la Cuántica... Lo conocido se disuelve, mientras el «hombre histórico» actual (el que vive a pleno la certidumbre de un mundo al que fue empotrado violenta y angustiosamente), se sigue sintiendo afortunadamente atrapado por la rústica simpleza de «lo que es»... a pesar de que aquí y allá le surjan islas de dudas. Pero a esa prisión él accede voluntariamente porque es lo único que los sistemas educativos fueron capaces de enseñarle: que debe ser «algo» o «alguien» y no desvanecerse en el fluir del todo... especialmente porque «el todo» no paga impuestos.
Acepta la esclavitud de su libertad, con aquellas «dudas» incluidas, y siempre aceptando la fatalidad de su existencia: toma a lo real como definitivo y a sus «sueños» —los personajes del escenario ilimitado de su libertad mental y espiritual— como fantasmas que se le cruzan caprichosamente por el escenario fijo de lo institucionalizado que aprendió en la escuela. Pero para soñar es menester estar dormido... y si quizás despertara, ni los sueños más atrevidos le harían falta porque ya debería saber que está, es y actúa según lo que él y su mundo —no el que lo rodea, sino el que lo libera— es. Lo abandonarían las angustias de los anhelos, deseos y urgencias injustificadas del «hombre histórico».
Conocimiento, arte y símbolo
El símbolo presenta a la mente una realidad construida desde su entorno social, llamándola, simplemente, «vida cotidiana» que no es sino un molesto rosario de ofuscaciones del momento, elevadas a la categoría de un entorno socialmente activo, pero adecuado y complaciente. Sin futuro. Irrelevante. Y entendida esta situación, lo social no merece más atención que la mínima necesaria para ver en qué luz está el semáforo. Preocuparse por sus devaneos —siempre tras intereses políticos, se sea o no consciente de ello— se le da al medio social cotidiano una entidad que no tiene per se. Escribió José Olives Puig: «La verdad no la construye el pueblo, ni la gente de la calle, ni el uso social, ni ninguna malévola clase, ya que todas estas entelequias relativamente existentes son engañosas fantasmagorías que nos distraen de lo auténticamente creador». El arte disuelve el conocimiento vulgar y reabre las compuertas por las que mana el alimento del espíritu creador. El símbolo, a continuación, nos conduce de la mano, cual «hermano terrible» en la iniciación masónica, hacia la luz ilimitada fuera de la prisión: hacia la libertad del ave convertida, ahora, en constelación: verdaderamente libre y por ello, incomprensible.
Arte y símbolo involucran integralmente nuestra vida, mostrándole la eternidad de su naturaleza inicial y que la «vida cotidiana» se hubo de encargar de ocultar con capas de hollín de lo escolarmente correcto. La vida, liberada, difundirá en el símbolo reapareciendo, generación tras generación, como mito. Así, el arte ayuda al hombre a comprender de qué lado de las rejas está, pero como herramienta sensorial que induce el goce estético, no libera plenamente.
El arte es a la ciencia, como la fe lo es al conocimiento: lo conocido se descompone en la fe: se cree en lo que no se ve. El arte descompone los esquemas mentales hasta darnos la fluidez mental que permite escurrirnos como el viento por entre los barrotes. Pero el símbolo, por su lado, se enanca en el arte para informarnos del mundo más allá de la prisión: no se trata solo de abandonar la celda personal, sino de dejar atrás la prisión cultural.
El símbolo es al arte como el saber lo es a la fe. En el saber ya no hay duda posible: se sabe lo realmente ignorado (la ignorancia metódica socrática). Cuando se sabe, la fe es superada. En el símbolo, el arte se trasciende a sí mismo y sin abandonar el goce estético, nos brinda toda la verdad que somos capaces de abarcar en la intimidad de nuestra vida, sin ser absorbidos por aquello universal que ocurre más allá del símbolo y que haría desaparecer nuestro yo. Mientras el conocimiento vulgar nos deja hambre de trascendencia, el arte nos la da de comer... pero es el símbolo el que nos enseña a sembrarla. La idea que blande el símbolo moviliza al entendimiento, pero no obliga. No tiraniza la mente, antes bien —como la poesía o la buena religiosidad— es un universo absoluto donde las oposiciones se identifican. El símbolo seduce, induce y conduce. Sugiere sin decir. Menta sin nombrar. Crea su mundo de particular, ensortijada y bella lógica, sin abarrajar nuestra libertad. El símbolo reubica nuestra mente y corazón en el punto justo donde el cosmos se renueva, y lo hace renacer en aquel que lo está descubriendo en su novedad. Nos libera de la tiranía de una consciencia que renuncia a las pretensiones de un conocimiento acumulativo; un conocimiento que ignora que ignora. Para recibir al símbolo hay que estar dispuesto a que ocurra en nosotros la cábala (del hebreo kibbel: recibir): debemos desaferrarnos a la estridencia y tomarlo como una suerte de suave y potente evangelio: un mensaje bueno y creador.
Soles, estrellas, rayos, hombres, dibujos, animales, plantas, rocas, lunas... todo cabrá y mutará en el mundo categórico y abisalmente humano del símbolo, donde, con Jung, se expresará libremente la vida y el sentido misterioso que esconde lo inexpresable.