Hoy día se habla mucho de la necesidad de generar una «Psicología latinoamericana». La propuesta parece muy progresista: asentaría en una visión nacionalista, antiimperialista, anticolonial. Propiciaría una construcción que intenta alejarse de los modelos emanados de los centros imperiales, desarrollando algo propio, con características nacionales, o incluso locales.
Dicho así, desde una posición progresista, de izquierda, nadie podría estar en desacuerdo. La consigna sería fomentar un pensamiento propio, descolonizado, no amarrado a la imposición de los llamados —tendenciosamente— «países centrales», la «metrópoli», lo cual evoca épocas de abierto colonialismo de siglos ya pasados (pero aún vigentes en lo ideológico-cultural).
No caben dudas de que Latinoamérica, como parte de lo que hoy día llamamos Sur global, anteriormente designado como Tercer Mundo (América Latina, África, grandes sectores del Asia), es un territorio diezmado por el capitalismo global. En este caso, más claramente aún, por el imperialismo desplegado por la gran potencia capitalista que es Estados Unidos. El país norteño mantiene a la región latinoamericana como su virtual «traspatio», su zona natural de influencia. En otros términos: su reaseguro. Aquí encuentra todas las materias primas necesarias para su desarrollo industrial (minerales diversos incluidos los estratégicos, biodiversidad de las pluviselvas tropicales), así como petróleo, enormes reservas de agua dulce, mano de obra extremadamente barata —para instalar maquilas en la zona, o esperando el flujo de migrantes irregulares, a quienes explota de forma inmisericorde—, teniendo aquí un mercado cautivo para sus productos —bienes y servicios—, que recorren el área desde el Río Bravo hasta Tierra del Fuego. Igualmente, la región latinoamericana mantiene una deuda externa técnicamente impagable, que pone a toda el área en una situación de dependencia y postración casi absoluta, de la que se beneficia la gran banca privada, operativizada por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Si esto no fuera poco, la dependencia se consolida más aún con las más de 70 bases militares instaladas en la región, en muchos casos violando normas del derecho internacional, arrogándose Washington la posibilidad de hacer y deshacer allí a su antojo como si se tratara de su propio territorio.
La dependencia económica y política, entonces, se afianza a través del continuo, sistemático y bien planificado bombardeo ideológico-cultural. La gran mayoría de imágenes audiovisuales, las noticias difundidas a través de la prensa, las pautas que fijan la Internet y sus redes sociales, la forma de ver y entender el mundo, diversas modas y patrones de consumo, están marcadas por un pensamiento hegemónico, que se mueve cada vez más desde los países donde asientan los grandes megacapitales que dominan globalmente hacia el Sur, la «periferia».
Hoy día, esas pautas las fija Estados Unidos. Latinoamérica, como su lugar de «reserva natural», sigue sus pasos. Lo cual se agrava por otra herencia histórica. Toda América Latina, donde existían grandes civilizaciones tanto o más desarrolladas que las europeas o las asiáticas al momento del choque de americanos y europeos —incas, aztecas, anteriormente mayas—, por varios siglos sufrió la sangrienta invasión de españoles y portugueses. Las secuelas de ese supuesto «encuentro» de civilizaciones, que tuvo lugar a partir del siglo XVI, y que no fue precisamente encuentro, sino «encontronazo», choque despiadado, invasión, siguen patéticamente presentes. Para justificar la explotación económica a la que los pueblos americanos se vieron sometidos, los conquistadores españoles y portugueses impusieron una visión racista despiadada. Los «educados» europeos llegaron a «civilizar» a estos presuntos pueblos bárbaros, atrasados, casi subhumanos. Con eso quedaba «explicada» la «obra civilizatoria» y, por supuesto, la consecuente explotación. Así, por ejemplo, en el siglo XVI el español Juan Ginés de Sepúlveda pudo decir sin la menor vergüenza:
¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?1
Para lograr esa dominación del «Nuevo Mundo», estos conquistadores forjaron la ideología de la sumisión. Sentirse aborigen, nativo de estas tierras, indígena, pasó a ser mala palabra, carga vergonzante. La «blanquitud» se impuso como símbolo del desarrollo. Europa pasó a ser el referente —obligado a latigazos. Después de largos años de colonia, que marcaron a fuego las sociedades latinoamericanas, la llegada de las «independencias», a inicios del siglo XIX, no modificó sustancialmente las cosas. La cultura sumisa ya estaba instalada. El continente europeo siguió siendo visto como el «progreso», en tanto las civilizaciones americanas —para esa ideología que fue tomando forma en los siglos XVII, XVIII y XIX— representaban el «atraso». Había que «mejorar la raza», por eso el cruce con «blancos» pasó a ser sinónimo de «avance social».
Para muestra, lo dicho por un presidente argentino, Domingo F. Sarmiento, en 1876, representante del más puro espíritu genuflexo ante lo europeo:
¿Lograremos exterminar a los indios? …Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. …Así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado.2
No queda la más mínima duda de que, en la actualidad, Latinoamérica sigue sufriendo el yugo colonial. Como dijera Eduardo Galeano:
Aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors.3
En otros términos: aunque con los siglos cambian las formas, la sustancia se mantiene: la metrópoli controla sus colonias. El control se da en todos los ámbitos, también en lo académico, en lo intelectual, en la producción científico-técnica.
Sucede que con el capitalismo triunfante que se va imponiendo en el mundo después del Renacimiento, todo se globaliza. En realidad, la hoy tan «de moda» globalización no comenzó con la caída del Muro de Berlín en 1989, como malintencionadamente se arguye, cuando el «mundo libre» vence a la «tiranía comunista», sino la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra desde la nave insignia de la expedición de Cristóbal Colón. El fenómeno no es nuevo.
La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido por la colonización de California y Australia y la apertura de China y Japón.
Anunciaba Marx en 1858.4
La globalización, el «redondeo» del mundo, se impone con los capitales surgidos en Europa, alimentados con la explotación de la mano de obra esclava africana llevada a América, continente al que se le diezma su población nativa (por condiciones inhumanas de trabajo) y de donde se extraen (roban) materias primas, que manos obreras europeas convertirán en mercaderías que se distribuirán por todo el planeta, dados los avances de las comunicaciones que van teniendo lugar en la modernidad (navegación a vela, ferrocarriles, posteriormente navegación a motor). Ese capitalismo globalizado se impone, y hoy día, siglo XXI, ya ha cubierto absolutamente todos los rincones del orbe. En su marcha, arrastró civilizaciones milenarias, imponiendo modos de pensar y consumir surgidos desde los centros imperiales: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Flandes (hoy Bélgica, Holanda y Luxemburgo), luego Estados Unidos. Impuso, además, sus distintos saberes, su ciencia, sus conceptos de la vida, su ética. Se globalizó el capital (que es una relación social de producción); se globalizó, por tanto, la cultura.
Colonización ideológico-cultural
Siglos de dominación han dejado profundas huellas. Como dijo la lideresa indígena boliviana Domitila Barrios de Chungará: «Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro».5 En otros términos: existe una autorepresión, un autosometimiento, por lo que la misma población latinoamericana padece un «sentimiento de culpabilidad». En esa dimensión se inscribe la trágica maldición de Malinche: «todo lo que viene de afuera es mejor». El made in… es ya una garantía de calidad. El miedo a sentirse latinoamericano —por tanto: «atrasado», «primitivo»— está instalado.
En el ámbito académico todo ello resalta notoriamente. La producción de conocimiento propio, nacional, local, parece una herejía. El saber, al menos en esta parte del mundo llamado «occidental y cristiano» donde Latinoamérica está incluida, es patrimonio de los centros imperiales: ayer Europa, hoy Estados Unidos. Del Asia y del África, donde también hay saberes ancestrales muy importantes, o actuales desarrollos descomunales (China, Japón, India), no nos llega prácticamente nada. Saberes tradicionales, milenarios en muchos casos, o producción nativa contemporánea latinoamericana, es vista con desconfianza por el discurso dominante. Pero lo peor es que esa desconfianza ¡viene de los mismos latinoamericanos en muchos casos! Aunque se intente levantar lo propio y pueda enorgullecer alguna estrella que brilla en solitario —hay varios Premios Nobel en la región—, esos largos siglos de dominación y colonialismo cultural hacen que se siga apreciando lo extranjero como sinónimo de calidad. El malinchismo, sin ningún lugar a dudas, está todavía muy hondamente arraigado.
Es en la dimensión universitaria donde esto se puede apreciar con palmaria claridad. Según lo expresa sin tapujos el sociólogo venezolano Vladimir Acosta
…uno de los grandes problemas de las universidades latinoamericanas es que son unas universidades colonizadas, dependientes, subordinadas a una visión derechista, globalizada, eurocentrista, blanca y gris de mirar el mundo. Son universidades donde los saberes se disocian, se fragmentan, justamente para impedir una visión de totalidad, y para hacer del estudiante que se gradúa, que egresa como profesional, un profesional limitado, con una visión burocrática profesional, orientada en lo personal a hacer dinero, y en la visión que se tiene a encerrarse dentro de un marco profesional sin tener conocimiento de su identidad, de su historia y de su compromiso con su país.6
El circuito de la educación superior, lugar por excelencia desde donde se produce el conocimiento científico-técnico, en las universidades latinoamericanas repite el esquema de dominación que rige para todo el subcontinente. No hay que perder de vista, sin embargo, que las universidades, aunque gocen de autonomía, son instituciones del sistema. Para decirlo más claramente: de allí sale el personal técnico capacitado que habrá de encargarse de las tareas profesionalizadas de las sociedades modernas, los cuadros que irán a conducir las burocracias estatales, y también surge el nuevo conocimiento en sus institutos de investigación, hoy por hoy cada vez más ligados al ámbito empresarial. Por tanto, es algo quimérico pensar que de las casas de estudio superior salga un pensamiento crítico antisistémico.
Sucede, sin embargo, que en el campo de las llamadas Ciencias Sociales (sociología, antropología, psicología, historia, semiótica, y quizá algunas otras), su desarrollo y la investigación llevan muy fácilmente a una visión crítica de las cosas. Ello no es forzoso, pero sí muy posible. Reflexionar sobre la dimensión humana (lo ético, la cultura, el quehacer artístico o filosófico) nos confronta rápidamente con complejidades y paradojas distintas al campo de las Ciencias Naturales, también llamadas «exactas». En lo humano-social no hay exactitudes a la vista. Entender los intrincados, por siempre enmarañados vericuetos del poder, del deseo, de la adaptación o la desadaptación social, de la locura o la violencia, del machismo o del racismo, no se agota en ecuaciones matematizables. Por ello es muy posible —no obligado, pero sí muy posible— que la universidad en su dimensión de estudios sociales promueva la actitud crítica, incluso rebelde.
En su conjunto, sin embargo, las universidades son un engranaje del sistema capitalista, y trabajan para mantenerlo, no para destruirlo. Por ello es muy difícil, cuando no imposible, que de ellas surja una visión revolucionaria de las cosas. En todo caso, sí puede intentar surgir, pero como institución no puede ir más allá de lo que le fijan sus límites constitucionales. Si décadas atrás, en los años 60 y 70 del siglo XX, cuando los aires parecían traer sustantivos cambios en Latinoamérica y el mundo, se veía la universidad como un bastión de lucha social, las represiones furiosas y sanguinarias de las décadas de los 70/80, más las políticas neoliberales que luego privatizaron todo lo público, la terminaron convirtiendo en un «enemigo» derrotado. «Nosotros, como Ejército, durante la guerra teníamos tres prioridades de descabezamiento: el Triángulo Ixil en Quiché, los Cuchumatanes en Huehuetenango y la Universidad de San Carlos, cueva de guerrilleros»,7 pudo decir con total tranquilidad un exoficial del Ejército de Guatemala en charla pública. Ese esquema se repitió en toda Latinoamérica en estos últimos años. La represión, más las políticas privatizadoras, empobrecieron la educación pública universitaria.
Hoy día, ya bien entrado el siglo XXI, la tendencia dominante es poner la investigación de las universidades al total servicio del mercado, llegando así a la noción de «universidad empresarial», donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio concebida desde el lucro y donde se va esfumando la idea de desarrollo social, de extensión y servicio comunitario. Todos estos procesos de privatización, impulsados básicamente desde los países que marcan el rumbo —las potencias capitalistas—, llegan a la región latinoamericana, donde se copian y repiten modelos. El imperialismo cultural sigue cada vez más vigente.
¿Es posible plantearse una «ciencia latinoamericana»? En sentido estricto: no. No, porque las ciencias, los conceptos fundamentales que las sostienen, no tienen patria. Pero sí es imprescindible impulsar procesos de descolonización de los saberes para buscar desarrollos propios, nacionales, por fuera de las lógicas imperiales. La cuestión es que ningún país capitalista, en el actual orden global, puede oponérsele realmente a las decisiones impuestas por los megacapitales que marcan el rumbo, liderados por Estados Unidos. Dentro de ese esquema de dependencia económico-política y científico-tecnológica del Sur hacia el Norte, la experiencia nos muestra que solo un proyecto socialista, como Cuba, está en condiciones de plantearse alternativas.
La isla caribeña, con muchas décadas de desarrollo socialista, tiene una ciencia propia. En muchos aspectos destaca, pero en uno tiene un liderazgo reconocido mundialmente: la biotecnología. El Instituto Finlay, Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología —CIGB—, es un referente en la materia de gran altura a nivel mundial. De hecho, la misma Organización Mundial de la Salud reconoce la excelencia de su vacuna contra el COVID-19 «Soberana 02», única de todas las vacunas que también tiene eficacia pediátrica, y único país del Sur que está en condiciones de elaborar esos productos. ¿Cómo logró la revolución socialista eso? Porque hay un proyecto de nación nuevo, alternativo, donde las universidades y los institutos de investigación responden a un modo que se distancia de los centros imperiales. Ahora bien: la biotecnología cubana, ¿aplica conceptos cubanos para la producción de sus vacunas? No. Los elementos científico-técnicos en juego son los mismos que utilizan las multinacionales capitalistas (Pfizer, Johnson & Johnson, etc.), o el instituto Gamaleya de Rusia, para obtener un determinado resultado. La diferencia estriba en el proyecto político que sustenta esas acciones investigativas. Se investiga científicamente, ¿para fortalecer a la empresa privada lucrativa o para lograr avances humanos, a distribuir solidariamente en forma equitativa?
¿Hay una ciencia «latinoamericana»? No. La ciencia, en cualquiera de sus modalidades, de sus facetas y posibilidades, constituye un saber que se pretende general, que tiene alcances y efectos universales. Que puede cambiar, por supuesto, que no es una verdad inmodificable, como las religiones (la actual física cuántica supera la física newtoniana) pero que tiene validez más allá de fronteras nacionales. Los conceptos de inercia, números primos, gravitación, átomo, plusvalía, ecuación diofántica, inconsciente, masa, energía cinética, isótopo, lucha de clases, enlace químico, fractales o razón áurea, por mencionar algunos, no tienen color nacional. ¿Hay protones latinoamericanos? ¿Homeostasis africana quizá, o fotosíntesis europea? Son conceptos que sirven para «aprehender» el mundo y actuar sobre él. ¿Cómo lograron los socialistas cubanos llegar a una vacuna útil universalmente? Del mismo modo que los estadounidenses, rusos o suecos: para el caso, trabajando sobre los ácidos nucleicos, proteínas y el sistema inmunológico. La diferencia está en el proyecto humano en que tal trabajo se enmarca: para generar ganancias empresariales o como bien para la humanidad.
¿Puede haber una ciencia latinoamericana? Pregunta quizá mal formulada. Puede, y debe, haber un proyecto latinoamericano que se aleje de la dominación imperial fijada por el capitalismo global que desarrolle saberes no vistos como negocio. ¡Eso es lo que hace Cuba socialista! Eso es lo que hace, en definitiva, un planteo socialista.
¿Hacia una Psicología latinoamericana?
En el campo de las Ciencias Naturales (física, química, biología, matemáticas, astronomía, geología, y seguramente más de algún etcétera), saberes que otorgan conocimientos pretendidamente exactos y rigurosos —por eso se les llama ciencias «duras»— no hay lugar, o se intenta reducir al máximo, el lugar para la incertidumbre. Las leyes, ecuaciones y fórmulas con que miran el universo —para luego actuar sobre él modificándolo, «El trabajo es la esencia probatoria del ser humano» dirá Hegel y retomará Marx8— no se prestan a mayores discusiones. Esas leyes cambian, por supuesto (la física newtoniana se complementa por la física cuántica, pues aquella no alcanza para entender ciertos procesos), pero en el momento en que son operativas, ofrecen verdades indiscutibles. En su arranque, presentan una dureza, un rigor que el campo del saber en lo humano-social no tiene.
Por el contrario, el campo de las Ciencias Sociales (¿estas serán ciencias «blandas» entonces?) el equívoco está siempre presente desde el inicio. ¿Quién tenía razón: Adam Smith o Carlos Marx? ¿Las neurociencias o Freud? ¿Por qué se pueden levantar edificios conceptuales sobre paradigmas tan diversos uno del otro, siendo operativos ambos? La econometría capitalista funciona —la empresa privada es un hecho, y no le va tan mal—; y también la explicación del materialismo histórico —lo que permitió las primeras experiencias socialistas en la historia, definitivamente exitosas. Las neurociencias, al menos en cierto ámbito de lo humano, son operativas —piénsese en los condicionamientos continuos a que somos sometidos: publicidad de todo tipo, manejo de masas. Y también lo es el psicoanálisis. «¡Sí, el psicoanálisis cura!»,9 escribe como combativo título de uno de sus libros un connotado psicoanalista como Juan David Nasio, ofreciendo con lujo de detalles ejemplos de esa realidad palpable. ¿Quién toca más profundamente la verdad?, ¿cuál de los modelos da más en el blanco?: una actividad pretendidamente «rigurosa» como las neurociencias, o algo que, para muchos epistemólogos (Mario Bunge, por ejemplo), no pasa de la charlatanería barata, como el psicoanálisis. Lo ideológico (la explicación que damos del mundo), lo subjetivo, el deseo humano en definitiva (búsqueda interminable que nunca puede encontrar un objeto que lo sacie completamente), siempre está presente de un modo decisorio en este orden de saberes, también llamados, con mucha pertinencia: ciencias humanas. Las ciencias exactas no dejan mayor espacio a lo subjetivo, a la imprecisión; las sociales sí.
Si a las ciencias naturales se las toma por «duras», por exactas, dado su grado de precisión y predictibilidad, las ciencias sociales están en desventaja en relación con esos modelos. Hoy vivimos en un mundo dominado crecientemente por tecnologías cuánticas, y el mismo nos resulta totalmente seguro, ordenado, casi indubitable. Nos fiamos mucho de él: todas las computadoras se basan en la física cuántica de semiconductores, los rayos láser llevan la información de nuestras comunicaciones a través de fibras ópticas de las que no dudamos, los Sistemas Globales de Posicionamiento —GPS, por sus siglas en inglés— haciendo uso de relojes atómicos y una complejísima red de satélites geoestacionarios y estaciones terrestres, permiten nuestro desplazamiento por el mundo. Si la física newtoniana permite miles de vuelos de aviones diariamente, y ahora llegar al planeta Marte, a partir de la física cuántica la humanidad dispone hoy de un acervo de bienes y servicios inimaginables años atrás, de uso generalizado (transistores: con los que un campesino en la profundidad de las montañas puede escuchar su radio; placas fotovoltaicas que permiten la generación de energía no contaminante, resonancia nuclear magnética utilizada en diagnósticos biomédicos, fisión nuclear para la obtención de energía eléctrica, etc.). La tabla periódica de los elementos permite, entre otras cosas, estar leyendo este opúsculo en este momento (el coltán con que se elaboran los semiconductores de nuestras computadoras, teléfonos inteligentes o satélites artificiales, puede dar estos maravillosos resultados a partir de los conceptos que abrió la química; nadie la discute, y nadie tampoco diría que esa es una ciencia de origen no-latinoamericano por haber sido magistralmente sistematizada por el ruso Dmitri Mendeléyev). En otros términos: el saber que otorgan estos cuerpos científicos es confiable. Y apátrida.
No ocurre lo mismo en el campo de las ciencias sociales: ahí no parece haber tanta «confiabilidad». Dos economistas, hablando de la situación económica de una misma sociedad, pueden decir cosas diametralmente opuestas. No hay tal precisión, tal exactitud. ¿Qué veía Adam Smith y qué veía Marx? Ello depende del punto ideológico en que se colocan: progreso ilimitado del capitalismo y supuesta felicidad universal, o explotación inmisericorde de la clase trabajadora.
El campo de la Psicología, seguramente como ninguna otra actividad de este complejo y problemático ámbito de las ciencias sociales, muestra una diversidad tan grande de escuelas y orientaciones que puede desorientar. En realidad, continúa siendo una ciencia en construcción. En tal sentido, definitivamente es problemática. Más aún: quizá nunca deje de serlo, abriendo continuamente complejidades, porque su mismo objeto de estudio es complejo y problemático. Pero, ¿qué estudia en realidad la Psicología?: el por siempre problemático y complejo, casi inasible, errático y muchas veces impredecible e irracional comportamiento humano. Que, dicho de otro modo, es el estudio de un eterno malentendido, de un conflicto por siempre actuante, de una dinámica que rebasa absolutamente el instinto biológico, la voluntad y las «buenas intenciones».
En la Psicología, como intento científico, conviven teorías elaboradas académicamente con saberes que provienen del sentido común. Aunque en realidad asistimos más a esto último, explicaciones desde la observación empírica, desde la descripción superficial de lo observable y no producto de una construcción crítica. En todo caso, se está ante una mezcla conceptual difusa, donde la apelación a la «buena voluntad» y a la conciencia tiene tanta importancia como la descripción no problematizante de «hechos». En otros términos: el sentido común —que es siempre una construcción profundamente ideológica, por tanto, acrítica— se impone.
Es por todo lo anterior que la Psicología, desde su posible fecha de nacimiento —localizada en 1879 en el laboratorio experimental de Leipzig impulsado por Wilhelm Wundt— a la fecha, continúa siendo un campo vago, por no decir confuso, donde se entrecruzan las más antitéticas formulaciones, dando lugar a un abanico de prácticas verdaderamente llamativo. Pueden ofrecerse como acciones psicológicas tanto un test de inteligencia (¿por qué no decir «prueba»?, ¿será eso el colonialismo cultural?), como una dinámica rompehielos que más parece un juego de niños que una praxis científica, una entrevista con polígrafo para selección de personal como la preparación para el combate de un soldado, una masiva campaña mercadológica como la consejería matrimonial, por mencionar solo algunos de los posibles campos de intervención. No hay dudas de que ahí entra de todo un poco; y eso es lo llamativo justamente: se está ante una ciencia que nunca termina de definirse claramente, que permite las actuaciones más diversas, que abre la puerta a todo tipo de acciones, todo lo cual obliga a profundizar sobre la seriedad epistemológica en juego.
Por ejemplo, la guerra psicológica «busca generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente; requiere una evaluación previa de las vulnerabilidades del oponente y suele basarse en tácticas, armas o tecnologías innovadoras y no tradicionales», puede decir un estratega militar como Steven Metz.10 ¿Eso es Psicología? Sí, definitivamente. Esto entra en el ámbito académico y se enseña sin vergüenza en cualquier academia militar.
«Se produce una reducción significativa y temporal de la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de privación de la percepción»,11 como conclusión obtenida luego de varios experimentos, a partir de los cuales la recomendación dada por este psicólogo a la CIA: Donald Hebb, fue cómo lograr un mejor «lavado de cerebro» en detenidos/torturados. ¿Eso es Psicología? Sí, definitivamente. Esto entra en el ámbito académico, y muchos psicólogos trabajan denodadamente en estos aspectos.
«Una agencia de publicidad próspera manipula los motivos y deseos humanos y engendra una necesidad de bienes desconocidos o inclusive rechazados hasta entonces entre el público», dirá Ernest Dichter,12 adalid de la llamada investigación motivacional. En esa sintonía, en el departamento de Psicología de la BBDO —una de las agencias publicitarias más grandes del mundo— se podrá decir: «Lo que hace grande a este país [Estados Unidos] es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda».13 ¿Eso es Psicología? Sí, definitivamente. Esto entra en el ámbito académico, y cada vez llama a más practicantes a sumarse a estos rumbos.
«La activación prolongada de una región del cerebro llamada estriado ventral está directamente relacionada con mantener emociones y recompensas positivas. La buena noticia es que podemos controlar la activación del estriado ventral, lo que significa que disfrutar las emociones más positivas está en nuestra mano», informan Aaron S. Heller y asociados.14 ¿Eso es Psicología? Sí, definitivamente. Esto entra en el ámbito académico. No está demás decir que el prestigio científico de que hoy gozan las neurociencias (cuestionable, sin dudas) las coloca en lo más alto del pedestal. Pero no hay que olvidar que están financiadas, en muy buena medida, por la corporación farmacéutica internacional. ¿Negocio tras el «rigor científico»?
«Si usted quiere, puede, Todo depende de usted, Ser exitoso es una cuestión de actitud, No se estrese, maneje adecuadamente su ansiedad, ¡Sea positivo!, ¡Eleve su autoestima! Tú eres lo que eliges ser hoy día, no lo que antes elegiste ser. ¡Sé resiliente! ¡Supérate! ¡Deje atrás el pasado y mire con optimismo hacia adelante!», preconizan las muy a la moda técnicas de autoayuda y Psicología positiva. ¿Eso es Psicología? Sí, definitivamente. Esto entra en el ámbito académico, y los libros de autoayuda o cualquier cosa que se ofrezca con el prefijo «psico» tiene amplia aceptación (técnicas psico-energéticas, psico-masajes, psico-relajación, psico-yoga, psico-reiki, etc.)
«Psicoanálisis es el nombre: 1. De un método para la investigación de procesos anímicos inaccesibles de otro modo. 2. De un método terapéutico de perturbaciones neuróticas basado en tal investigación; y 3. De una serie de conocimientos psicológicos así adquiridos, que van constituyendo paulatinamente una nueva disciplina científica», dirá Sigmund Freud en 1922.15 ¿Eso es Psicología? No en sentido estricto, pero en cierta forma, aunque sea denigrándolo, el psicoanálisis entra tangencialmente en el ámbito académico de la Psicología. Se lo suele poner como «una técnica» psicoterapéutica más, quitándole su carácter subversivo, borrando la concepción revolucionaria que inaugura sobre el sujeto humano. Pero lo practica el gremio psicológico.
«Si pretendemos que la Psicología contribuya a la liberación de nuestros pueblos, tenemos que elaborar una Psicología de la liberación. Pero elaborar una psicología de la liberación no es simplemente una tarea teórica, sino primero y fundamentalmente práctica. Por eso, si la Psicología latinoamericana quiere lanzarse por el camino de la liberación tiene que romper con su propia esclavitud. En otras palabras, realizar una psicología de la liberación exige primero realizar una liberación de la Psicología», dice Ignacio Martín-Baró.16 ¿Eso es Psicología? Sí, definitivamente. Esto entra en el ámbito académico, es fuente inspiradora para muchos practicantes de la Psicología, viendo así la misma como una herramienta para el trabajo político y la liberación social.
La psicología de la educación «es una disciplina aplicada que estudia los procesos psicológicos (cognitivos, afectivos, interaccionales/intersubjetivos, discursivos, etc.) como consecuencia de la participación de distintos actores involucrados (por ejemplo agentes educativos, docentes, padres de familia, alumnos y aprendices, etc.) en procesos y prácticas educativas», nos informa Gerardo Hernández Rojas.17 ¿Eso es Psicología? Sí, definitivamente. Esto entra en el ámbito académico, y existe un amplio campo de trabajo para esta rama. Hoy día casi todo centro educativo cuenta con algún psicólogo/a.
Como puede verse, esto que se llama Psicología da para todo. Allí, sin ninguna vergüenza ni complejos de falta de rigor académico, pueden entrar desde consejos bienintencionados a técnicas para torturar, desde recomendaciones para «controlar» la masturbación a modelos de mercadotecnia para manipular a potenciales compradores, no faltando apelaciones a la organización comunitaria para impulsar cambios políticos, psicotécnicas metamórficas, relajación tapping-pampering asociadas a psico-caricias activas, selección de personal en empresas para devenir nuevos y eficientes «colaboradores» y no quejosos trabajadores, desde un prestigioso «psicólogo social» que se precia de «no haber atendido un paciente individual ¡nunca en la vida!» a un sacerdote que, apelando a la Teología de la Liberación (que terminó pidiendo perdón al papa en el gesto del padre Ernesto Cardenal arrodillado ante el sumo pontífice en Managua) y llamando a la fe cristiana de un dios de la vida, supone que la Psicología puede ser un factor de cambio político, desde académicos que experimentan con ratas en un laberinto para llevar las conclusiones allí obtenidas al terreno humano a practicantes bienintencionados de la Psicología que atiborran los escenarios postcatástrofes naturales para «ayudar en lo que se pueda» con primeros auxilios psicológicos.
¿Por qué esta Torre de Babel? ¿Por qué esto no sucede en ninguna de las llamadas ciencias exactas? O, más aún, ni siquiera en otras regiones de las ciencias sociales. Evidentemente la Psicología plantea un interrogante: ¿es realmente una ciencia?
La definición de manual de «ciencia» nos habla de un conocimiento científico riguroso en la medida que hay objeto y método. Definición algo precaria, por cierto, que escamotea lo principal: siguiendo una visión epistemológica crítica, más profunda que una mirada positivista y ramplona (por ejemplo: Bachelard y La formación del espíritu científico o Heidegger en su seminario La pregunta por la cosa), podemos decir que hay ciencia en la medida en que hay concepto fundante, pregunta teórica que abre un nuevo campo del saber:
La grandeza y la superioridad de la ciencia natural en los siglos XVI y XVII depende de que aquellos investigadores [Galileo Galilei, Nicolás Copérnico, Isaac Newton] eran todos filósofos; entendían que no hay meros hechos, sino que un hecho lo es solo a la luz de un concepto fundado y, en cada caso, según el alcance de una tal fundamentación. La característica del positivismo en el que estamos insertos desde hace decenios —y ahora más que nunca— es pensar, en cambio, que puede arreglárselas solo con hechos y más hechos, mientras que los conceptos son únicamente un recurso de emergencia que de algún modo se hacen necesarios, pero con los cuales uno no debe entretenerse demasiado, pues eso sería filosofía.18
Esa es la simplista idea que se difunde de ciencia, equiparándola con tecnología: sería ciencia, según esa noción, lo que se hace en un laboratorio, la medición estricta, la prueba que controla todas las variables. En otros términos: la observación de «hechos». Pero en realidad hay saber científico solo en la medida que aparece un concepto que «organiza» el mundo. Los «hechos» no existen si no es una dimensión humana que los instaura como tales, dándoles una determinada significación. Los conceptos científicos, es decir, alguna de las construcciones que antes mencionábamos: inercia, números primos, gravitación, átomo, plusvalía, ecuación diofántica, inconsciente, masa, energía cinética, isótopo, lucha de clases, enlace químico, fractales o razón áurea, son justamente eso, «construcciones», elaboraciones que permiten actuar sobre la realidad corpórea, sobre la dimensión humana. El laboratorio viene después del concepto fundante. O no viene. ¿Se puede negar que el materialismo histórico o el psicoanálisis den en el blanco? Seguramente porque sí dan, y de un modo certero, se los vive declarando muertos.
En esto que se da en llamar Psicología precisamente faltan los conceptos. Hay datos empíricos, descripciones emanadas del sentido común, buenas intenciones, pero faltan «construcciones teóricas». Quizá la única elaboración conceptual sostenible —y no la obtención de conclusiones luego de una prueba con sujetos de experimentación, o la proclama de una Psicología «nuestramericana» bienintencionada— es lo que formulara Freud: el inconsciente. Eso sirve para entender —y actuar en relación con— la conducta humana. Con este concepto fundante, Freud inaugura un campo de sentido nuevo, profundo, operativo, que desbanca de una vez la visión biologista de lo humano (por lo que seríamos producto de «instintos» innatos) o la aristotélico-tomista que sigue rigiendo en Occidente centrada en la noción de Conciencia y Yo autónomo y racionalmente voluntario (nociones ambas con las que se maneja toda esa parafernalia de escuelas y tendencias psicológicas).
Es a partir de ese edificio conceptual al que le dio forma original este médico austríaco, que hoy puede disponerse de una teoría del sujeto que permite operar en esa dimensión de la subjetividad. A partir de la idea de inconsciente —Lacan en 1964 dirá que los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis son ese mismo, más pulsión, repetición y transferencia— hoy podemos entender de una manera nueva lo humano. El sujeto es producto de una construcción histórica que no decide «voluntariamente». «Nadie es dueño en su propia casa», puede expresar Freud. Esa alienación fundamente —que se complementa con la alienación aportada por la revolución teórica que abre Marx, alienación social, trabajo alienado— implica que somos lo que somos en tanto producto de una historia que se nos escapa, que nos antecede y nos constituye. Nadie elige voluntariamente ser rico o pobre, nadie elige voluntariamente su identidad sexual, nadie elige el idioma que habla como lengua materna: somos producto de una sobredeterminación previa, de una carga histórica que nos constituye. «Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla», dirá Lacan.19
En tal sentido Lacan, retomando la elaboración teórica iniciada por Freud, puede delinear la forma en que los humanos somos, ¡no en términos psicopatológicos! sino como forma de ser, de entrar en el mundo de la cultura, no pudiendo escapar a alguna de ellas. Hoy día el manual de trastornos psiquiátricos usado en mayor medida en Latinoamérica es el producido por la academia estadounidense —y financiado por la gran corporación farmacéutica. Allí aparecen 216 «cuadros» de personalidad; en alguno de esos encajamos todos. Pero es importante aclarar que esa promoción infinita de «formas de ser» responde más a la apetencia de la industria farmacológica por vender medicamentos que a una auténtica vocación científica. De paso, no omitamos decir que las hoy «reputadas» neurociencias se inscriben en esa lógica. Los humanos nos humanizamos, empezamos a ser sujetos humanos insertos en una cultura, en una historia, en un mundo de símbolos humanos, solamente de tres maneras. Eso lo aporta el psicoanálisis, y distintos estudios etnográfico-antropológicos lo reafirman. Nos construimos, nos hacemos, nos humanizamos solo en esas tres formas: 1) entramos en ese mundo llamado «normal» y somos uno más de la serie (neurosis: la normalidad implica siempre una cuota de angustia y algún síntoma o inhibición manejables. La amplísima mayoría de seres humanos somos eso: adaptados, normalizados), 2) no entramos, y se vive en un mundo propio (psicosis: nuestro deseo no se dirige hacia fuera, sino que está completamente volcado hacia dentro, de ahí los delirios o alucinaciones; se vive encerrado en sí mismo con gran dificultad de ser uno más normalizado), y 3) se ingresa a medias en el orden simbólico (perversiones: se «juega» a estar normalizado, pero se cojea en ese andar). El desarrollo de esta visión de lo humano, posibilitado por estos conceptos de «estructura psicológica» (neurótico «adaptado», psicótico «en otro mundo», perverso «transgresor»; esto se repite en toda cultura) constituye un salto cualitativo en relación con la mirada psiquiátrica estigmatizante, a la biología que no puede entender las «rarezas» de la conducta emocional, al sentido común y religioso. ¿Es una teoría eurocéntrica porque la formuló un austríaco y la profundizó un francés, o es un logro conceptual válido en todo lugar? El estudio de los ácidos nucleicos que posibilitaron a Cuba producir la vacuna Soberana 02, ¿es eurocéntrico? ¿Eso constituye imposición teórica?
La declaración de «imperialismo cultural» y de eurocentrismo que rige en la academia, es válida, absolutamente veraz. Más aún: ¡es impostergable! De todos modos, hay que ver esa dependencia en el marco histórico más abarcativo de una dependencia multifacética. Cada niño que nace en Latinoamérica ya tiene una deuda con los organismos crediticios internacionales (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional) de no menos de 2,500 dólares. Eso, sin dudas, ya condiciona su vida futura. La dependencia está en absolutamente todos los sectores, definitivamente, también en lo científico-técnico. La academia formal, lugar por excelencia de la investigación, muestra a las claras esa dependencia. Pero los conceptos científicos —que, sin duda, también son ideológicos— no tienen color nacional. Tiene color nacional la práctica política en que se despliegan: políticas imperiales, o posiciones de sumisión, o apoyo al libre mercado, tal vez iniciativas revolucionarias. Eso, y no la producción intelectual, es lo que hay que reivindicar en su esencia transformadora, como proyecto de cambio. La química, la astronomía, la arqueología o la Psicología no son, en sentido estricto, revolucionarias. No son ni lo pueden ser. Tal vez, exagerando en esta línea, podría decirse que sí hay dos formulaciones con pretensión científica que sí son revolucionarias, porque revolucionan todo el edificio conceptual previo: el materialismo histórico y el psicoanálisis.
Se habla muchas veces de la necesidad de crear un «Psicología latinoamericana». Hay allí un claro grito contra el imperialismo cultural que seguimos sufriendo en los países del Sur, Latinoamérica incluida obviamente. Este subcontinente, parte de eso que, un tanto imprecisamente, se llama región «occidental y cristiana», desde hace ya más de cinco siglos es una colonia pobre de las potencias imperialistas, otrora Europa, ahora Estados Unidos (con Asia, gran potencia cultural hoy día, en crecimiento espectacular retomando un lugar histórico de vanguardia, no hay mayor contacto de momento, y por tanto dependencia). La subordinación se aprecia en todos los ámbitos: el científico-intelectual-académico es uno más de ellos. Es por eso que, como una reacción antiimperialista, se levantan banderas de afirmación de identidades propias. Ahora bien: ¿es ello posible en el ámbito científico? Es deseable —y sin dudas absolutamente necesario— construir una dimensión académica, una política educativa y trabajadores científico-técnicos comprometidos con las causas nacionales, con pensamiento propio, sin estar mirando siempre la «fuente de sabiduría» externa, que construyan saberes locales para beneficio de sus realidades nacionales, no para el lucro de capitales foráneos.
Debe apostarse por la creación de trabajadores con compromiso social, con una ideología antiimperialista, volcados a no repetir patrones de sumisión hacia la metrópoli, apuntando decididamente a favorecer la práctica pública (en todos los ámbitos) y no la iniciativa privada. Pero no podemos ser ingenuos y pensar que la universidad dentro de los moldes capitalistas puede permitirlo alegremente (recordar la cita del militar guatemalteco). La academia formal es una institución más del sistema; de ahí difícilmente pueda salir la revolución social. Como difícilmente (o, mejor aún: ¡en absoluto!) pueda lograrla una práctica psicológica que se diga «liberadora», con el mote de «latinoamericana». La liberación es una práctica política, revolucionaria, y la dan las masas en su movimiento. No se ve cómo la Psicología —ni ninguna ciencia— pueda enarbolar esa transformación social. Lo importante es el proyecto político-ideológico que moviliza a los trabajadores científicos. Se puede trabajar para mantener el sistema, o para transformarlo. Pero la transformación no está en los conceptos científicos propiamente dichos, sino en el proyecto político en el que se montan. Podemos trabajar para desarrollar una ciencia nacional, como hicieron los cubanos que inventaron su vacuna Soberana 02, o para beneficiar a las empresas que lucran. El nudo de la cuestión no está en el saber técnico-científico: ¡está en la ideología que lo subtiende!
Sin embargo, queda la pregunta: ¿acaso alguna ciencia tiene patria? ¿Se puede desarrollar, por ejemplo, una matemática latinoamericana, o una mineralogía etíope? ¿Quizá una biología hondureña, una lingüística afgana o una química canadiense? Se entiende el pedido —el grito de guerra, si se quiere— de rechazar el imperialismo en cualquiera de sus facetas, pero la búsqueda —seguramente bienintencionada— de una Psicología con sabor latinoamericano no puede prosperar como tal. Podemos buscar formar psicólogos críticos, que vean el «imperialismo» como «fase superior del capitalismo» e intenten trabajar contra eso; pero con la Psicología difícilmente pueda cambiarse la situación. ¿Psicología latinoamericana para rechazar lo que viene de Europa o de Estados Unidos? Hay prácticas con carácter psicológico en mucho de lo que se hace en el día a día en Latinoamérica, sin dudas: grupos de autoayuda, abordajes comunitarios, saberes ancestrales que ayudan a paliar angustias varias. Todo eso, efectivo sin dudas, puede entrar en el campo amplio de la Psicología. ¿Eso es lo latinoamericano? La pregunta sería: ¿por qué un grupo puede ser efectivo para mitigar el sufrimiento psicológico? ¿Qué «concepto» lo explica? Hablar, ventilar las penurias puede ayudar a reducir malestares; pero eso es válido universalmente.
Está claro que en el pedido de reivindicación de saberes tradicionales (campesinos, de ascendencia afro, populares, que no entran en el territorio de lo académico) hay una clara posición político-ideológica con sabor antiimperialista; en esa lógica es que se puede hablar de una visión «nuestroamericana», para la Psicología o, en general, para cualquier expresión que rechace la penetración imperial. Más allá de la dificultad conceptual de mantener esa denominación —¿América es nuestra?, pero… ¿de quién?, ¿de los pobres o de los propietarios...? «Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas», decía Atahualpa Yupanqui—, puede ser útil levantar ese nombre como consigna, como estandarte de lucha. «Nuestra América» en defensa de la invasión extranjera. Más aún: Abya Yala, el nombre utilizado por el pueblo guna para denominar este territorio, en tanto forma de reivindicar lo autóctono en rechazo a la conquista extranjera.
Pero podemos —o debemos— ir más allá de un cambio de nombre. Rechacemos el imperialismo y el modo de producción que lo genera. Decir Abya Yala en vez de Latinoamérica puede ser un paso, ¿por qué no? De todos modos, entendiendo ese posicionamiento de base, hablando ya en términos conceptuales, epistemológicos: ¿cómo es posible un saber psicológico latinoamericano, o si se quiere «nuestramericano» o «abyayalense»? ¿La reivindicación de la oralidad? Pero ¿no es eso lo que hace el psicoanálisis justamente? Se expresa que el saber psicológico —en muy buena medida se dice eso del psicoanálisis— es algo de origen eurocéntrico, inaplicable en nuestras tierras. De ahí la necesidad de construir saberes propios. Ahora bien: ¿por qué no se dice lo mismo de, por ejemplo, la física? («Ese es un invento de Newton, un inglés, inaplicable en nuestras tierras americanas»). O de las matemáticas («Esa es una creación de los egipcios antiguos, no sirve en América Latina»). ¿Y el álgebra? Eso es de origen árabe: ¿no nos sirve entonces? ¿Qué decir de la cibernética quizá? («Eso nació en Estados Unidos y no nos sirve en Latinoamérica»). El problema real estriba en que, con ese pedido de una Psicología latinoamericana, no se puede ir más allá de una consigna. ¿Cómo la viabilizamos luego? ¿Qué significa eso en términos concretos? Cuidado con confundir práctica política revolucionaria con producción científica; van en paralelo, pero cada una tiene su especificidad. En todo caso, y de un modo más productivo: ¿cómo nos sacamos de encima la dominación imperial en su conjunto?
Cerremos con palabras de Marx, dichas en 1850, más válidas hoy que nunca:
No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva.20
Notas
1 Ginés de Sepúlveda, J. De la justa causa de la guerra contra los indios. Citado por Dussel E. (1993). 1492, el encubrimiento del otro. Madrid: Nueva Utopía.
2 Sarmiento, D. (1876). Periódico El Nacional. 25 de noviembre. En O’Donnell, P. Breve historia argentina. De la Conquista a los Kirchner. Buenos Aires: Aguilar. Libro electrónico.
3 Galeano, E. (1980). Las venas abiertas de América Latina. México: Siglo XXI Editores.
4 Carta de Marx a Engels fechada en Londres el 8 de octubre de 1858. Marx y Engels: Correspondencia seleccionada. Moscú: Editorial Progreso.
5 Barrios de Chungará, D. en Sánchez-Ostiz, M. (2008) Cuaderno boliviano. Libro electrónico.
6 Acosta, V. (2009). En Colussi, M. Entrevista al Profesor Vladimir Acosta. «Universidades con una visión distinta: no la visión del billete sino de la solidaridad».
7 Comunicación personal.
8 Marx, C. Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Versión digital.
9 Nasio, J.D. (2017) ¡Sí, el psicoanálisis cura!. Buenos Aires: Paidós.
10 Metz, S. En Bartolomé, M. (s/f) Las guerras asimétricas y de cuarta generación dentro del pensamiento venezolano en materia de seguridad y justicia.
11 Hebb, D. (1949). The organization of the behavior. Nueva York: Wiley.
12 Dichter, E. (1964). Handbook of consumer motivation. Nueva York: Mc Graw Hill.
13 Colussi, M. (2021). Mercadotecnia, o la venta de ilusiones. En Revista electrónica C4.
14 Heller, A. S., Fox, A. S., Wing, E. K., McQuisition K. M., Vack, N. J. y Davidson, R. J. (2015). The Neurodynamics of Affect in the Laboratory Predicts Persistence of Real-World Emotional Responses. Journal of Neuroscience, 22 julio, 35 (29) 10503-10509.
15 Freud, S. (1991). Psicoanálisis y teoría de la libido. En Obras completes. Volumen 18. Buenos Aires: Amorrortu Editores.
16 Martín-Baró, I. (2006). Hacia una psicología de la liberación. En Psicología sin Fronteras, Revista Electrónica de Intervención.
17 Hernández Rojas, G. Una reflexión crítica sobre el devenir de la psicología de la educación en México.
18 Heidegger, M. (2009). La pregunta por la cosa. Madrid: Palamedes Editorial.
19 Lacan, J. (1990). Seminario XXIII: El sinthome. Barcelona: Paidós.
20 Marx, C. (1848). Discurso en la Liga de los Comunistas. En Obras completas. Tomo IV. Buenos Aires: Ediciones Cartago.