Las chilenas y chilenos estamos orgullosos —y con razón— de las joyas culturales que hemos producido en la música, la pintura, la literatura, la poesía, la escultura, el teatro, el cine y otras artes. Se me vienen a la memoria los nombres de innumerables creadores que se han elevado a nuestro Olimpo y que han pasado a ser nuestros grandes o inmortales. La lista es larga y voy a ser seguramente muy injusto al olvidar algunos. ¿Con quién partir? Con una olvidada, Rebeca Matte, escultora, primera mujer en ingresar a la Academia de Bellas Artes de Florencia, lugar donde en el palacio Pitti se guardan y exhiben varias de sus obras; un músico, Claudio Arrau, otro inmortal que grabó su nombre en la historia de los grandes intérpretes clásicos. Violeta Parra, compositora, poetisa y cantora popular, que se nutrió de la gente sencilla de nuestros campos y dejó para siempre las más bellas canciones; lo mismo su hermano Nicanor, con los antipoemas, artefactos y los versos del Hombre Imaginario. Gabriela Mistral, quien bajó del valle del Elqui con su poesía a alimentar las almas errantes de mujeres y hombres. Matta, solo Matta, como le gustaba lo llamaran omitiendo sus primeros nombres y segundo apellido, quien, con su pintura alucinante y culta nos sumerge en otra dimensión de la vida y de los sueños. Sergio Larraín, con sus fotografías bañadas de realidad, quien se recluyó silenciosamente entre nuestras montañas del norte, sin buscar ni pedir nada. De Roberto Bolaño podemos decir que, si la humanidad llega al año 2666, será celebrado en todo el universo terrenal y virtual, por la solidez de su obra que en parte cambió el giro de la literatura. Andrés Pérez remeció el teatro chileno desde las entrañas en una época sembrada de terror y miedo, con su infinita creatividad, valentía e imaginación y a quien se le negó un espacio por él descubierto en la Quinta Normal. Alejandro Jodorowsky, el Jodo, quien desde Tocopilla salió al mundo para leer el Tarot en la gran mano de la humanidad, revolcándonos con sus películas de culto eterno. Raúl Ruiz, con guiones y cámaras lejos del presente mundano, pero con imágenes bañadas de realidad. Cómo no voy a nombrar al sublime poeta de las pequeñas y grandes cosas, Pablo Neruda, quien llena los espacios de la vida con sus contradicciones y la lluvia del bosque chileno. Vicente Huidobro, con su poesía que rompió con los moldes tradicionales y con una sociedad conservadora a la que despreció y fue castigado. Huidobro entró con paso decidido, de pequeño dios, en este Olimpo chileno para recordarnos que para nacer hay que romper con tu propio mundo.
Escribo estas líneas luego de haber visitado en un día de fines de febrero, la tumba y la casa-museo de Vicente Huidobro que se conserva en Cartagena, hoy un balneario popular, degradado en su arquitectura, calles y entorno natural. Llegar hasta su casa no es fácil; casi sin indicaciones y por calles abandonadas. Recorrí el museo que fue inaugurado en 2013 y es un poco como entrar en el pasado, sin ninguna de las técnicas museísticas y audiovisuales contemporáneas. Sin una cafetería donde sentarse. Conversé con el guía, quien estaba feliz de recibir dos visitantes. Explicaba muy bien y conocía la obra, trascendencia y los objetos de Huidobro, pero para las instalaciones, montaje y pequeños tesoros que podrían ser presentados como se hace en el siglo XXI, ni un sonido, sin la voz del poeta, ninguna animación.
Solo hay 400 metros desde la casa-museo hasta su mausoleo; un camino de tierra sembrado de basura, plástico, latas de cervezas, y botellas hasta el lugar donde el poeta reposa frente al mar, que debiera ser un espacio para pensar en la inmensidad de su obra y del cual se espera que estuviera bien mantenido, con flores, alegría y versos. Ahí encontramos un pequeño grupo de peregrinos culturales con quienes compartimos nuestros lamentos e impotencia. En lugar de comentar sus poemas o la vida de Huidobro, uno se pregunta ¿dónde está el Estado chileno? ¿Dónde está —con ese pomposo nombre— el Ministerio de las Artes y las Culturas? Simplemente no está, es pura ausencia. Es cierto que los diferentes gobiernos han invertido en infraestructura cultural, pero faltan recursos, determinar prioridades y gestión. Seguimos frente al dilema de la sociedad chilena: ¿son los privados o el Estado quienes deben honrar y proteger el patrimonio artístico y cultural de la nación? Si las familias de Huidobro, Neruda, Parra, Arrau y tantos otros, no se preocuparan de establecer una fundación, ¿el Estado se haría el leso y pasarían simplemente al olvido?
Pablo Neruda, Nicanor Parra y Vicente Huidobro están en nuestro Olimpo y reposan para la eternidad, separados por pocos kilómetros, frente a la inmensidad del océano Pacífico. Descansan bajo el susurro de las olas y la fuerza del mar que tanto amaron. Así fue como Huidobro pidió ser enterrado en su ataúd de manera vertical. La cultura nunca ha estado efectivamente entre las prioridades de los diferentes gobiernos. La mejor prueba de ello es el porcentaje que se gasta del PIB y que hoy llega al 0.4%.
La lógica económica parece estar ausente. La rentabilidad social de invertir en la llamada Ruta de los Poetas, mejorando caminos, calles, fachadas, preservando el ambiente e instalaciones, por cierto, que tendría un efecto multiplicador y que beneficiaría a esas degradas comunidades costeras que viven en gran parte del turismo. Ello no exigiría un presupuesto planetario, sino una buena planificación, coordinación y gestión de recursos por parte de las autoridades. Claro, ello requiere entender de una vez la importancia de la cultura y de preservar el patrimonio, pero se requiere lo más difícil, la voluntad política.