En el año 2013 aterricé en Chicago, Estados Unidos, para seguir un doctorado en literatura latinoamericana. Llevaba conmigo una obesa maleta azul en la cual había conseguido encajar unos tres o cuatro libros. Me daba mucha pena, pues por esa época era uno de esos fetichistas que adoran oler y acariciar sus volúmenes cuidadosamente adquiridos. Sin embargo, me consolaba diciéndome: ¿para qué vas a cargar con toda tu biblioteca si en cinco años volverás al Perú? Este razonamiento no me convencía del todo, pero bueno, no tenía otra alternativa.
Me alegré de dicha decisión cuando tuve que mudarme, por primera vez, de una habitación en la residencia universitaria a un departamento compartido fuera del campus. Y es que para entonces ya había ido acumulando una serie de pequeños objetos necesarios para mi vida cotidiana. De modo que ya no era solo mi enorme maleta azul lo que tenía que cargar conmigo, sino algunas cajas más. Por eso, para esta mudanza, tuve que pedirle ayuda al buen amigo que sería mi roommate. Si hubiera traído más libros de Perú, reconocí en ese momento, esto hubiera sido más trabajoso.
El lugar adonde me mudé era un departamento de tamaño mediano que, con el pasar de los meses, fui poblando con más y más objetos. Entre ellos, ya se imaginarán cuáles. Y es que había empezado a experimentar, por esa época, la maravilla de la compra de libros físicos vía Amazon. Empecé a adquirirlos de una manera muy discreta, comenzando por un ejemplar de 1984, esa angustiante distopía fabulada por George Orwell. No quería comprar demasiados libros, pensando en la siguiente mudanza, pero era tan fácil pedirlos desde la computadora… estaban tan baratos… llegaban tan pronto a la puerta de mi casa…
No era de extrañar que poco a poco fueran acumulándose sobre mi escritorio, y en cajas de cartón, diversos libros de cuentos, novelas, textos de crítica literaria, ensayos. Así, hasta que un día tuve una iluminación. En ella, me vi, meses después, traspirando copiosamente por el peso de las cajas de libros que iría llevando al camión de mudanza. Me vi, además, volviendo al Perú con cuatro maletas atiborradas de ellos.
Por fortuna, a esta visión le sucedió el recuerdo de las decenas de hombres, mujeres y niños que había visto con e-readers y tablets en la mano, leyendo concentradamente en el tren, en el bus, en cafeterías, en parques e incluso mientras iban caminando. ¿No eran esos aparatos la mejor solución para ahorrar espacio y alivianar las mudanzas? Sí, pero leer ahí no sería lo mismo, no habría esa magia del contacto con el papel, con su aroma. Finalmente, luego de meditarlo mucho, dejé de lado mis prejuicios fetichistas y me animé a darle una oportunidad a los libros digitales. Ordené por Amazon un compacto Kindle negro de seis pulgadas.
Quedé encantado. Se trataba de un dispositivo ligero, fácil de transportar y elegante. Daba gusto tocarlo, sostenerlo en la mano y hasta, ¡oh fetichistas del mundo!, olerlo. Además, la pantalla de tinta electrónica hacía muy cómoda la lectura. Por si fuera poco, la tienda virtual era muy variada y bastaba con un clic para que el libro de mi elección se descargara de inmediato en mi dispositivo. Lo primero que leí allí fue una antología de cuentos de Franz Kafka. Y la experiencia fue idéntica a la lectura tradicional, tanto así que esa noche tuve pesadillas con la insólita máquina asesina inventada por el genio de Praga en el relato «En la colonia penitenciaria». Me quedó claro, entonces, que de ahí en adelante leería principalmente en mi Kindle.
He escrito —principalmente— porque de vez en cuando me ganaba la nostalgia por los libros tradicionales y compraba uno que otro. El caso es que esta combinación de experiencias con ambas modalidades de lectura me llevó a confirmar una sospecha que ya tenía: la de ser, en realidad, un fetichista de la lectura. Es decir, que para mí lo importante siempre ha sido leer donde sea y como sea, sin que me preocupe demasiado si este acto lo realizo en un libro tradicional o en un e-reader.
Sí, tal vez los soportes tengan cierta influencia al momento de comenzar una lectura, pero a medida que se va avanzando en ella es el talento del escritor o la escritora el que determina el disfrute de una obra. Hay libros de hermosa portada, fino papel y estupenda diagramación que, a medida que uno va recorriendo sus páginas, empiezan a deslizarse de nuestras manos por su insipidez. Y están también los otros, aquellos de portada sosa, papel barato y diagramación endiablada que, sorprendentemente, albergan obras inolvidables.
En ese sentido, creo que quienes piensan que la lectura en libros tradicionales es superior a aquella que se hace en los e-readers no entienden del todo dónde se produce el goce de la lectura o, en todo caso, están atados a un fetichismo limitante. Personalmente, pienso que los dispositivos de lectura, tradicionales o modernos, son tan solo las pistas de despegue de un viaje cuyo destino final se alcanza en el espacio invisible de la imaginación personal. En resumen: los que de veras amamos la lectura podemos despegar desde donde queramos.
Hablando de despegar, cuando en junio de 2018 mi vuelo partió del aeropuerto internacional OʼHare de Chicago, rumbo a Lima, yo ya era doctor y llevaba unos cuantos libros en mis dos maletas (había regalado y vendido varios). Iban conmigo también más de un centenar de e-books discretamente almacenados en un sensacional Kindle Paperwhite. Sentí que, si cabe la expresión, había evolucionado como lector. Nada tan cierto como que los viajes tienen el poder de hacernos cambiar de ideas fuertemente arraigadas, de señalarnos nuevos horizontes, es decir, de agitar nuestras alas hacia lo desconocido.