Era Madrid y era fines de 1985. Eran las cinco de la tarde y yo estaba en la casa del poeta Luis Rosales, visitándolo por primera y última vez. Le llevaba una carta de mi padre, el poeta nicaragüense Ordóñez Arguello. Se habían conocido décadas atrás, allá por los años 50 o 60, en algún encuentro de escritores.
En los tiempos de antes se usaba presentar a los hijos vía epistolar, enviándolos con un documento o carta de anuncio, una suerte de emisarios de tierras lejanas. El año de 1985 no era, desde luego, los tiempos de antes, era solo el fin del siglo XX, pero mi padre y Rosales sí lo eran un poco, gente del tiempo de antes, acostumbrados al protocolo y a las buenas maneras. Y así llegué yo esa tarde, a mis 25 años, como un emisario medioeval, desde el otro lado de los mares y con una carta en la mano.
Rosales, recuerdo, era un hombre delgado y había en su porte mucho de dignidad antigua y triste. Sonreía, pero su mirada parecía velada por el recuerdo o las distancias, tal vez por horrores o agravios recibidos o infligidos (yo intuía las razones, según explico después). Tal sucede con ojos que han vivido mucho, o que, al menos, han sentido mucho y que —además— han transcurridos largos años o décadas dentro de los libros y en las imaginaciones. He visto algunos ojos así en mi vida. No muchos. Supongo que así eran los ojos de Borges que vivieron distintas vidas a pura lectura, ojos acuosos, lejanos, como una botella de trementina verde, mirando al infinito.
El poeta Rosales y su esposa me invitaron a un té con buñuelos (recuerdo claramente, tantos años después, que eran buñuelos y no olvido a la mujer de Rosales explicándome con su sonrisa comedida que estaban calientes, y que en la esquina había una pastelería magnífica, y que también tenía alfajores; la memoria del ser humano es tramposa y se regodea por años, décadas, con detalles insignificantes, y en otras ocasiones olvida hechos o datos cruciales y decisivos…) En fin, Rosales y su esposa sirvieron la mesa con mantel y cubiertos de plata, como hacía la gente de antes cuando, simplemente, había que tomar té y recibir un invitado.
Rosales fue en verdad uno de los mejores poetas que había tenido la generación del 27, pero no era común verlo en las antologías de poesía española que yo leía desde adolescente en América Latina. La razón era simple: Rosales se quedó y escribió en la España franquista. Quizá no le hizo campaña al régimen directamente, no fue un propagandista, pero se quedó, no enfrentó a Franco, no encontró, como Lorca, la muerte en la carretera a Granada, o no salió al atropellado exilio a México o Argentina, como Alberti, como Buñuel, como León Felipe. O como el gran don Antonio Machado, de más edad que todos ellos, de la generación anterior, quien tuvo que huir a Francia a encontrar la muerte en Colliure, en fin, una dolorosa historia de la cual todos hemos leído desde siempre.
Rosales no, Rosales se quedó en Madrid. Hizo el juego, pecó por omisión. Por eso no se hablaba mucho de él en los círculos de poesía de América Latina y España. Un manto de silencio, transparente pero opaco como una lluvia gris, cubría su nombre. ¿Rosales? «Es un muy buen poeta», decían muchos, y después callaban. Nunca fue un poeta que arrastrara multitudes, ni sus versos los aprendieron de memoria los muchachos, como sucede con García Lorca, con el propio don Antonio Machado, o, del otro lado del Atlántico, como les sucedió a varias generaciones con Neruda, con Vallejo o con el Cardenal de los Epigramas, poemas que todos los muchachos de entonces memorizábamos para enamorar mujeres. Pero era un gran poeta, sobre todo, admirado por otros poetas. Algunas personas que leerán estas líneas no saben que Rosales y Neruda fueron buenos amigos, casi hasta final, a pesar de sus grandes diferencias políticas.
En fin, estábamos tomando el té y, de repente, sonó el teléfono. La cara de Rosales se puso muy sombría y esperé, de inmediato, alguna mala noticia. Y así fue. «Murió Tierno», dijo Rosales. Se refería a Enrique Tierno Galván, en ese momento alcalde de Madrid, un gran profesor de filosofía, uno de los principales pensadores de esa España de fin del siglo XX, y muy querido también por la gente de la calle, por el pueblo liso y llano de Madrid. Había sido el traductor de Wittgenstein al idioma español y uno de los principales ideólogos del PSOE en el exilio y de la resistencia democrática contra el franquismo. Uno de los casos más asombrosos de cómo un gran intelectual podía conectar con todo el mundo, con la gente de a pie, desde los jóvenes punk y los macarras, los señores mayores de bastón y boina, hasta los artistas y los tenderos de los mercados callejeros. Rosales y su mujer se volvieron a ver con tristeza y me dijeron que irían a la vela de Tierno Galván, que ya estaban anunciando por la TVE, que si quería acompañarlos. Todo sucedió en muy poco tiempo.
El té se quedó frío en la mesa. Pocos minutos después me vi caminando con ellos calles abajo, en un Madrid desbocado que empezaba a llenar la ciudad, las gentes en busca del sepelio que —según recuerdo— era cerca de la Plaza del Sol, en los edificios de la Alcaldía. El entierro de Tierno de Galván fue el más concurrido que jamás haya visto Madrid, quizá un millón de personas inundaron la ciudad. Cruzando la Calle de Alcalá, a unos cien metros de Sol, de repente vi a la distancia a otro gran poeta, el gaditano Rafael Alberti, a quien también yo había visitado unas semanas antes, de la misma manera, en mi extraño y estrafalario papel de emisario de la América lejana, llevándole una carta de mi padre. Ni siquiera imaginé lo que sucedería segundos después.
Alberti era casi lo opuesto a Rosales. Una tromba, un hombre alto con una voz todavía estruendosa y una melena larga ya envejecida, un gaditano que arrastraba consigo la fuerza de su ciudad, de sus puertos, de sus olas, de sus bares y de sus vírgenes y marineros. A diferencia de Rosales, era un hombre de izquierdas, quien había luchado contra Franco y sufrido el exilio en Argentina, en Italia y en otros lugares del mundo.
Y caminábamos por la acera con Rosales y de repente, casi tropezamos con Alberti. Los dos poetas se miraron y recuerdo vívidamente cómo Alberti —un hombre que tenía fama de iracundo, y explosivo— lo pensó algunos segundos, y después extendió su brazo y lo puso sobre el hombro de Rosales. Probablemente tenían años o décadas de no dirigirse palabra, alejados por las ideologías, por la fractura del franquismo, esa llaga que partió aún más a las dos Españas de siempre.
Ese brazo extendido brevemente (no duró más de cuatro o cinco segundos) de Alberti sobre el hombro de Rosales, ese intercambio de miradas, fue una especie de armisticio o de perdón. El poeta republicano perdonaba al poeta palaciego que se quedó en Madrid, y la clave de todo era ese luto que embargaba a la ciudad entera por la muerte de Tierno, el viejo profesor de filosofía que había logrado que el gran valor de la cultura y la palabra se extendiese al pueblo, a la ciudad entera.
Una fuerza mayor que la antigua herida de la Guerra Civil volaba esa noche sobre los cielos de Madrid, como aquel ángel de la película de Wim Wenders, Der Himmel über Berlin (El cielo sobre Berlín), y llenaba de dolor, pero también de armonía, paz a todos sus habitantes.
(Este artículo se publicará próximamente en «El libro de las pequeñas teorías».)