Tenía apenas quince años cuando entró al seminario jesuita de Reggio Emilia con la intención de ser sacerdote. De hecho, ya era considerado un joven muy talentoso y poseedor de una gran cultura, pero que, curiosamente, desde siendo muy niño, mostraba afinidad por la naturaleza. Se pasaba el tiempo buscando animales pequeños para conocer su anatomía y llevaba a cabo experimentos con ellos para averiguar su fisiología y, más que todo, para dar respuesta a las múltiples preguntas que se hacía sobre la causa y razón de las cosas. De noche, observaba las estrellas y, después, en la escuela, daba explicaciones a sus compañeros sobre el movimiento de los astros. Cuando vagaba por el monte, trataba de explicarse el nacimiento de los ríos y los nacimientos de agua, desechando los mitos y creencias locales, por no parecerle lógicas y racionales. Cuando lanzaba de manera horizontal piedras al agua, notaba que las de confección plana, rebotaban por trechos y no se hundían, lo que también despertó su curiosidad, tratando de encontrar una respuesta correcta (Paul de Kruif). Era, a todas luces, un niño curioso, con una sed de aprender inmensa. Los idiomas antiguos y modernos no escaparon a su interés, de manera tal que estudió griego y francés. Tenía, para su edad, también conocimientos avanzados de matemáticas, pero su padre, que era abogado, deseaba que siguiera la carrera de leyes. Para no desengañarlo y desobedecerlo, a los veinte años entró a estudiar leyes en la Universidad de Bolonia. Pero su interés y dedicación eran otros, por lo que nunca abandonó la idea de dedicarse preferentemente al estudio y la práctica de las ciencias naturales.
Un episodio intencional, ya que él lo buscó, lo hizo trabar amistad con el célebre científico italiano Vallisneri. Después de varias conversaciones, este último inmediatamente se dio cuenta del conocimiento e interés que tenía el joven por la biología y le dijo que estaba perdiendo su tiempo estudiando para ser abogado y que nunca sería feliz y exitoso ejerciendo esa profesión. El joven le explicó que estaba obedeciendo los deseos de su amado padre, pero el sabio le respondió que hablaría directamente con él para convencerlo de su error. Así lo hizo y tuvo éxito en su cometido, ya que Vallisneri fue tan convincente que el padre, indudablemente un hombre inteligente y nada terco, comprendió su error, dejando que su hijo descontinuara sus estudios de leyes. Mas aún, para despejar cualquier duda, el joven decidió consultar en Bolonia a una pariente, prestigiosa profesora de física y matemáticas de la universidad de dicha ciudad, famosa por su buen juicio, Laura Bassi, sobre la conveniencia de dejar los estudios de leyes e intentar hacer carrera en el campo de la biología. Ella lo apoyó y respaldó totalmente. Así pudo el hijo iniciar estudios de ciencias naturales en la universidad local. Lázaro Spallanzani al fin se sentía libre para seguir la profesión de investigador que siempre había soñado, desde que era un niño en su pueblo natal.
El comienzo
Nació en Scandiano, pueblo del norte de Italia, provincia de Módena, perteneciente a la zona conocida como Reggio Emilia, en 1729. Creció en el seno de una familia acomodada, siendo su padre un profesional de las leyes de reconocido prestigio. Por consiguiente, pudo contar con una educación esmerada, despertando la admiración de sus profesores por su inteligencia y capacidad para el estudio.
A los quince años sintió el llamado divino y solicitó permiso a su padre para entrar al seminario. Allí, paso varios años y recibió las órdenes menores, razón por la cual, en el resto de su existencia, se le reconoció como abate, aunque no ejerció el sacerdocio. Al egresar de la institución eclesiástica, por su vasta cultura, fue nombrado profesor de griego en el Colegio Real.
Liberado, años después, de seguir la carrera de las leyes, ya con el visto paterno, Spallanzani, ingresó a la universidad de Reggio para estudiar ciencias. Para esa época, intelectualmente era ya un superdotado. A los 25 años hizo una traducción de los poetas clásicos y una crítica de la versión italiana de Homero, que fue considerada una obra maestra (Paul de Kruif). Amplió su conocimiento de matemáticas con su prima Laura Bassi y, durante sus estudios teológicos, profundizó en el conocimiento filosófico y teológico. Al finalizar sus estudios de ciencias naturales, ya era reconocido por su gran capacidad como disertante. Antes de cumplir los treinta años, había sido nombrado profesor de la Universidad de Reggio y contaba con una legión de estudiantes que, entusiasmados, asistían a sus clases. Su fama comenzaba a sobrepasar las fronteras locales y, por esa misma época, ya había comenzado a realizar sus experimentos en animales que lo llevarían a alcanzar la gloria.
Sus experimentos
La emperatriz, en conocimiento de los logros de Lázaro Spallanzani como investigador y docente, le solicita personalmente que acepte el cargo de profesor de la Universidad de Pavía en 1768, ofreciéndole recursos y libertad para instalar una cátedra de ciencias naturales, así como la promesa de un museo para esos fines. Se inicia, así, la larga y estrecha relación que tendría el investigador con dicho centro universitario (Jay E. Greene).
Asombra conocer, aún hoy en día, la gran variedad de temas de experimentación que abordó Spallanzani. En primer lugar y por ser el más conocido, figura el origen de la vida. Su famosa polémica con John Turberville Needham, sacerdote irlandés radicado en Inglaterra, figura en los textos de historia de la ciencia. Dedicó mucho interés por conocer, además, la reproducción, la regeneración de los tejidos, la digestión, la percepción sensorial, la circulación, la respiración y hasta llegó a estudiar el vuelo a oscuras de los murciélagos.
Para los pueblos antiguos, la vida surgía de las sustancias inanimadas, siempre que hubiese condiciones ambientales apropiadas. Ya para el año 1668, Redi había logrado descartar estas ideas, demostrando que eran erróneas. Sin embargo, Needham, después de la aparición del microscopio y la visualización de los microorganismos, trató de demostrar experimentalmente que estos se producían espontáneamente en medios orgánicos. Spallanzani refutó magistralmente estas ideas repitiendo los ensayos de laboratorio de Needham, para demostrar que, si se prolongaba el periodo de calentamiento y además se cerraba al fuego totalmente los frascos de vidrio para impedir la llegada de aire del exterior, las sustancias o el caldo depositado, no daban origen a vida alguna, lo que si sucedía de nuevo al abrir los frascos, exponiéndolas al aire exterior.
En 1765, sacó a la luz pública el «Ensayo de observaciones microscópicas referentes al sistema de la generación de los señores Needham y Buffon» y, tres años después, publicó otro texto en donde se ponían en entredicho los argumentos y la experimentación llevada a cabo por el sacerdote irlandés, aupado por un personaje francés muy singular, como lo fue el conde de Buffon, hombre rico que hacía ostentación de sus conocimientos científicos pese a que nunca le gustó acercarse a los laboratorios. Entre ambos trataron de popularizar la teoría de la «fuerza vegetativa» como poder engendrador de la vida, pero ya los experimentos de Spallanzani la habían lanzado al basurero de la historia.
También son célebres sus experimentos para demostrar la capacidad de algunos animales para regenerar parte de sus cuerpos una vez que fueron seccionados, llegando incluso a trasplantar la cabeza de un caracol sobre el cuerpo de otro (Xavier Bellés). Posteriormente, se dedicó a estudiar el aparato circulatorio, publicando un trabajo que tituló «De la acción del corazón en los vasos sanguíneos», dividido en seis capítulos, en los que describe sus observaciones hechas mediante autopsias realizadas a salamandras acuáticas, donde detalla las características de los vasos, las características del movimiento de la sangre y su relación con las contracciones del corazón, siendo este el motor impulsor, dependiendo la velocidad de la sangre, también del grosor del calibre de las arterias. Igualmente, discutió en esta obra el origen de las burbujas gaseosas dentro de los vasos, demostrando que siempre procedían del exterior (Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E.).
Bastante tiempo antes de que se descubrieran las enzimas de la saliva y el jugo gástrico, Spallanzani probó, inclusive experimentando sobre sí mismo, en ocasiones poniendo en riesgo su propia vida, que la digestión, más que un proceso mecánico, era eminentemente químico. Llegó a anticiparse al descubrimiento de la pepsina, realizado por Shwann en 1836 (Jay E. Greene).
A partir de 1669, la emperatriz María Teresa de Austria le ofreció a Spallanzani la cátedra de Historia Natural en la Universidad de Pavía y custodio del museo del mismo nombre. Allí trabajaría hasta su muerte. En 1780, publicó «Disertaciones de física animal y vegetal». La primera parte la dedicó al aparato digestivo, como acabamos de ver. La segunda aborda el estudio de la reproducción, especialmente en el caso de anfibios como ranas, sapos, salamandras, etc. Llegó no solamente a la descripción del proceso, sino que también logró realizar fecundaciones artificiales. Le faltó reconocer el papel importantísimo de los espermatozoides, ya que los consideró como una especie de parásitos.
El sabio también se ocupó de la ecolocación de los murciélagos, logrando demostrar que, pese a quitarles la visión, aun así, eran capaces de evitar obstáculos durante el vuelo y cazar insectos. Finalmente, en las etapas finales de su existencia, se dedicó a investigar la respiración, tratando de demostrar lo que hoy es sabido, que los tejidos de los cuerpos convierten el oxígeno en dióxido de carbono.
Su crueldad con los animales
Para llevar a cabo sus experimentos, Spallanzani sometió a los animales a extremas crueldades que el refiere minuciosamente en sus escritos, cuando infligiera, por ejemplo, graves mutilaciones a los sapos machos, buscando interrumpir su copulación con las hembras. Él mismo las describe como «bárbaras», olvidando que un religioso como él, San Francisco de Asís, había considerado a los animales, como nuestros «hermanos menores». (Walter Ledermann).
Sus últimos años
Lázaro Spallanzani tuvo tal distinción en las ciencias naturales que, con justa razón, fue llamado el «biólogo de los biólogos», pero fue un hombre tan bien dotado intelectualmente, que perfectamente pudiera haber sido un excelente abogado, un sacerdote que hubiera escalado fácilmente en la jerarquía eclesiástica o también un erudito, entre los más grandes.
Durante su vida y especialmente en los últimos años, recibió honores de todo tipo. En las mejores universidades se le rendía pleitesía y las diversas sociedades científicas le consideraban el más sabio de su época. Federico el grande le escribió largas cartas y, con su propia mano, le nombró miembro de la Academia de Berlín. Viajó por varios países europeos, especialmente con el fin de obtener objetos y muestras para su querido museo de Historia Natural de Pavía. La muerte le llegó a los setenta años, finalizando el siglo XVIII (1799).
Notas
Bellés, X. (2008). Lazzaro Spallanzani (1729-1799). Maestro de la biología experimental. Boln. SEA, no. 43, p. 468.
de Kruif, P. (2006). Cazadores de microbios. México: Editores Mexicanos Unidos. Primera edición.
Greene, J. E. (1978). 100 grandes científicos. México: Editorial Diana.
Ledermann, W. (2020). Leyendo a Spallanzani hoy en día. Rev Chilena Infectol. 37 (1), pp. 64-68.
Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E. (2004). Biografía de Lázaro Spallanzani. En Biografía y vidas. La enciclopedia biográfica en línea. Barcelona, España.