Para el (casi) octogenario presidente Joe Biden el gran dilema es concentrar su atención en lo doméstico y procurar ordenar el país, o repetir la obsesión de perseguir la primacía internacional, liderar el mundo y seguir ahondando su propio declive, en una situación crítica exacerbada por la pandemia y el acto sedicioso trumpista del 6 de enero.
Descontextualizar los acontecimientos del Capitolio, como han intentado e intentan casi todos los medios de comunicación hegemónicos, nos aleja de la posibilidad de comprender los que sobrevendrán en el próximo futuro.
Lejos de su lema de campaña, America first, después de la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos no solo no está primero, sino que es hoy un país abatido, profundamente desunido y alarmantemente desigual. El asalto al Capitolio por los supremacistas blancos es la evidencia de que el problema no está en China, sino que es interno, señala el catedrático argentino Juan Gabriel Tokatlian.
Insurrectos, terroristas domésticos, golpistas y otras etiquetas fueron aplicadas a las hordas trumpistas que obligaron a huir y esconderse a casi todos los 535 legisladores federales del país y al vicepresidente Mike Pence. La gran interrogante fue qué paso con la seguridad de uno de los edificios supuestamente más protegidos del país, sobre todo después de las nuevas medidas implementadas a partir del 11 de septiembre de 2001.
El asalto al Capitolio por grupos pro-Trump, cual película de Hollywood, esconde años de producción y financiamiento previo para consolidar la puesta en escena de una narrativa simbólica que le diera visibilidad y legitimidad a la extrema derecha norteamericana, que ha sido financiada y exaltada por el discurso supremacista y de odio, señala Anahí Arizmendi en Hinterlaces.
En una campaña de recaudación sin precedentes en ese país, Trump se hizo de doscientos millones de dólares en su causa contra «el fraude electoral» a través del Comité de Política de Liderazgo PAC y su organización Save America, organizaciones recaudadoras legales y con pocas regulaciones. El paramilitarismo blanco asaltó el símbolo del poder estadounidense para anunciar que jugará un papel fundamental en los años por venir.
El dinero se suma a la ya cuantiosa fortuna de Trump para financiar su próxima elección presidencial y la carrera política de sus adeptos; así como para destinar recursos a la unificación de grupos de milicias de extrema derecha, que ahora se constituyen en su ejército privado, cuya presentación en sociedad cuestionó el sistema de seguridad y dejó en evidencia las contradicciones de un modelo político, económico y social agotado, añade.
Los estadounidenses no parecen compartir un destino común y viven en un momento poshegemónico. Y esto no es coyuntural; es estructural y es producto de un complejo entramado de fenómenos sociales, económicos y políticos. Trump logró horadar la democracia desde adentro y deteriorar la credibilidad del país en el exterior.
Además de unas bancas en la Cámara Baja, el sistema político no les da voz ni representación a los jóvenes demócratas multirraciales, multiétnicos y multinacionales, y el sistema económico no les da trabajo ni salud. Su radicalización en el corto y mediano plazo está casi garantizada, señalaba ya seis meses atrás el analista estadounidense Forrest Hylton.
Pero igual que en los años 70, la pregunta es si estos jóvenes de clase trabajadora y media precarizados pueden pasar de la protesta y la revuelta a la organización política y la transformación social en un momento de crisis sistémica profunda, frente a enemigos cada vez más violentos y fuera de la ley. El problema mayor, indica, es que la imaginación radical estadounidense sigue atada a algunas narrativas imprecisas sobre los años 60 y tiende a invisibilizar la cuestión de clase.
Esta no tiene representación mediática ni política por fuera de la campaña de Bernie Sanders. Una visión histórica cargada de mitos y una voluntad catártico-terapéutica impide, por ahora, construir la ansiada «coalición imposible» de los trabajadores pobres de las diferentes «razas» y orígenes nacionales.
Lo cierto es que con Trump o sin Trump, el llamado «populismo de derecha» tiene buenas posibilidades de seguir prosperando en EE. UU. (y en Europa). El problema sustantivo real es el abandono del estado de bienestar por parte de los poderes fácticos de Occidente, luego de la derrota de la URSS y de la izquierda prosoviética mundial, derrota que derivó en el roll back a la concentración de poder económico y político, neoliberalismo mediante.
La paralela deslocalización de industrias, de procesos tecnológicos en el sector servicios, la financiarización de la economía, entre otros, han afectado el empleo estable y bien remunerado y pulverizado sus referentes sindicales y políticos.
La crisis social así generada en casi todos los países «desarrollados» no tiene salida política por causa del «apón», mediático y represivo, aplicado a los movimientos progresistas por parte del establishment, mismo que, a su vez, respalda organizaciones de extrema derecha xenófobas, racistas, supremacistas, misóginas, para neutralizar aquellos y, a la vez, brindar una válvula de escape.
Para algunos analistas, el intento de golpe del 6 de enero sirvió para demostrar músculo, en cuanto a la capacidad de Trump, desde la oposición, de interferir con la agenda Biden-Kamala, mantener compacto y movilizado al «núcleo duro» y que este mantenga hegemonía sobre la mayoría de la base republicana, de cara a las elecciones del 2024.
Dada las correlaciones de fuerza, lo más probable es que Biden siga utilizando como una herramienta importante de política (exterior, por lo menos) tácticas de guerra encubierta como la del ISIS. Y Trump utilizará la información que logre recopilar para atacar a partir de esos fakes, utilizando con fines partidarios y de ventaja personal la información privilegiada…
Obviamente sería muy complicado para Biden una oposición de este tipo y que, además, mantenga apoyo de calle en un contexto de crisis económica post-covid. Y aunque tenga plateada una reforma fiscal que redimensione las rebajas otorgadas por Trump, no está claro su alcance y su impacto real en cuanto a mejorar servicios para las grandes mayorías (salud, desempleo, etc.) y relanzar empleo (inversiones en infraestructura).
Trump parte de la presuposición de que la derecha demócrata no permitirá a su izquierda (Sanders, Ocasio-Cortez, etc.) jugar ningún papel relevante que pueda posicionarla cara a las elecciones del 2024 y que, por consiguiente, su «populismo de derecha» terminará siendo el único referente político para la creciente masa de «perdedores».
Otros analistas consideran que Trump no tiene «agenda política», que su narcisismo es patológico y que los eventos de principios de enero son un total boomerang. Señalaban que Trump «deja de ser hoy mismo: su cuenta de Twitter fue suspendida», «el Partido Republicano lo está abandonando en tropel, allí no hay plan alguno», mientras los megaempresarios del Business Roundtable pedían su renuncia y que Pence asumiera por lo que quedaba del periodo...
Obviamente, lanzar loas a la democracia estadounidense es una falta de respeto. Presidentes como Kennedy, Nixon, Carter, Ford, Clinton, Reagan o Bush, padre e hijo, con todos los matices, se han saltado preceptos democráticos como la no intervención, el derecho de autodeterminación o el respeto a los derechos humanos, señala Marcos Roitman. Y, durante sus administraciones, han utilizado mecanismos poco ortodoxos, democráticamente hablando, como avalar la tortura, crear noticias falsas, contratar mercenarios o desvalijar países enteros de sus riquezas. Sin despreciar la persecución a periodistas y aplicar la censura en las informaciones sobre las actividades de espionaje en su propio país o a sus aliados.
Los grupos derechistas armados han matado a más personas en EE. UU. que cualquier otro grupo terrorista desde 2001. El FBI ha advertido que el terrorismo de la derecha es la mayor amenaza para la paz interna del país. La derecha y sus fuerzas de choque, los grupos armados supremacistas, han atacado a los congresos de los estados e incluso al gobierno federal por años. Trump siempre se negó a condenar las acciones violentas de la derecha y alentó a estos sectores para que tomen acciones contra el Congreso.
Un editorial del diario mexicano, La Jornada, señala que el magnate ha perdido por completo el contacto con la realidad y de que su confesa aversión a perder lo lleva a decisiones disparatadas y atrabiliarias que, cuando quien las toma está al frente de la máxima potencial militar del planeta, pueden, además, ser extremadamente peligrosas.
Coalición contra China
Numerosos informes y estudios sugieren que Washington buscaría alcanzar una «coalición de voluntarios» (coalition of the willing), pero esta vez en contra de China. Biden, como vicepresidente, acompañó a Obama en la idea de que China era más que un competidor temporal y parsimonioso.
Cabe recordar que, entre 2011 y 2012, Obama adoptó un conjunto de medidas para «reequilibrar» la política exterior y de defensa—usualmente más concentrada en el Atlántico y Medio Oriente— en lo que se conoció como la Estrategia Pivote (Pivot Strategy) para el Asia-Pacífico. Buscó reforzar la contención de China, robustecer los lazos diplomáticos, comerciales y militares con los aliados del área y, de ser factible, revertir la proyección de poder de Beijing.
Mientras, el designado Secretario de Estado, Antony Blinken, y la designada Subsecretaria de Defensa, Kathleen Hicks, fueron arquitectos de la Estrategia Pivote. La pregunta es, si después del intento de golpe del Día de Reyes, se acercará Biden a los republicanos más halcones para mostrar que él no es blando frente a Beijing.
Durante la campaña de 2020, Biden publicó una nota en Foreign Affairs («Por qué Estados Unidos debe liderar nuevamente») donde indicaba que su país «debe ser duro con China», que es clave construir una «coalición de democracias» para hacerle frente y anunciaba la convocatoria a una Cumbre sobre la Democracia.
Inmediatamente, la Universidad de Harvard publicó un trabajo sobre la viabilidad y practicidad de una OTAN del Pacífico («Asia Whole and Free? Assessing the Viability and Practicality of a Pacific NATO»). El think tank Atlantic Council produjo un informe («An Allied Strategy for China») en el que sugiere que Washington encabece una alianza de países afines en el que el grupo de democracias denominado D-10 (Estados Unidos, Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, Canadá, Corea del Sur, Australia y la Unión Europea), a los que se sumarían otros miembros de la OTAN, incorpore a «socios informales» (como India, Suecia, Brasil, Finlandia, Indonesia, Filipinas, Vietnam, Singapur y Emiratos Árabes Unidos) en una coalición contra China. Otros expertos proponen profundizar el llamado Diálogo de Defensa Cuadrilateral entre Estados Unidos, Australia, India y Japón iniciado en 2007 y que algunos invocan como la potencial OTAN de Asia.
Por otra parte, el almirante Craig Faller, al frente del Comando Sur, no deja de repetir que China es un «actor maligno» al que Latinoamérica debe repeler. Después del asalto al Capitolio, ¿es factible que los países más cercanos a EE. UU. sigan confiando en la capacidad de Washington de consensuar una estrategia internacional hacia China?, se pregunta Tokatlian. Todo indica que Joe Biden y el llamado establishment, antes de meterse con China, deberían ser firmes con los estadounidenses: atacar la crisis política, social, económica, de empleo; atemperar la polarización social y racial, ofrecer canales de participación a las minorías y a la juventud. Exorcizando el «peligro amarillo» no se resuelve el problema. Solo se posterga (y empeora) el desenlace.