Es una historia triste, en un período triste, en un país triste…e injusto. Es la historia de Mario Acuña, «el Mariachi», como lo apodaban sus amigos. Podía ser un delincuente: no lo era. Podía ser un alcoholizado: no lo era. Podía ser un mendigo: no lo era. Y aunque hubiese sido todas esas cosas, no merecía haber quedado en estado vegetal tras la paliza impartida por Carabineros de Chile, el brazo represor de las denominadas «fuerzas de orden».
La historia parte hace poco más de un año, una cálida noche de primavera, el 23 de octubre de 2019, en un barrio popular de Buin, un pueblito cerca de Santiago, la capital chilena. En ese momento, en todo Chile arreciaban las protestas que pedían una sola cosa «equidad», hecho que el gobierno de derecha encabezado por Sebastián Piñera no podía tolerar, ya que el sistema neoliberal que rige en el país se basa, justamente, sobre la inequidad.
Para tratar, inútilmente, de evitar las manifestaciones de protesta que se extendieron rápidamente por todo el país y en las que participaron miles de personas, el gobierno sacó a la calle todo el contingente represor e instauró el toque de queda, funesta reminiscencia de la dictadura que gobernó Chile durante 17 años, desde 1973 a 1990, tras el golpe de estado del general Augusto Pinochet.
Pero la gente que no vivió el período más brutal de la represión pinochetista no tenía miedo de este elemento restrictivo, el toque de queda, y salía a protestar sin miedo. Eran manifestaciones, en general pacíficas, donde las armas eran cacerolas y sartenes. La mayor parte de las veces, sobre todo en los barrios periféricos, los vecinos no se alejaban demasiado de sus casas, porque además salía a la calle toda la familia.
Mario Acuña, de 47 años estaba ahí, cerca de su casa en la avenida Bajos de Matte de la población Jorge Washington. Su familia, que también había participado en la manifestación, prefirió volver a la casa después de darse cuenta de que un auto de Carabineros, con todas las luces apagadas, se acercaba disparando perdigones a quemarropa; pero al llegar a la casa se percataron de que Mario no había vuelto con ellos.
Poco después, lo vieron llegar tambaleante, ensangrentado y con claras señales de haber recibido una paliza. Al ver el estado de su sobrino, Paola Martínez se alarmó, pero tampoco la familia se atrevió a llamar una ambulancia, por dos razones: temor a las represalias y no contar con salvoconducto para transitar en toque de queda; aunque, en realidad, la razón de más peso era la primera: el miedo. Solo lo recostaron cuidadosamente en un sofá. Aún consciente, y con voz entrecortada e inaudible, le dijo a su tía «me pegaron tres pacos». Fueron las últimas palabras que los familiares escucharían de la boca de Mario.
Al mediodía del 24 de octubre, al darse cuenta de que Mario aún no se levantaba, fueron a verlo a su pieza. No solo no reaccionaba, sino que sufría convulsiones a raíz de la fiebre altísima. La familia lo llevó inmediatamente al hospital de Buin, pero las condiciones eran tan graves que fue necesario trasladarlo al Hospital Barros Luco, donde estuvo 4 meses en coma con serio riesgo vital.
Pocos días después de la paliza, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) presentó una querella en el Juzgado de Garantía de San Bernardo por el delito de homicidio frustrado en contra de los Carabineros que estuvieron involucrados esa noche. También la familia, poco después, presentó otra acción legal de las mismas características. La Fiscalía de San Bernardo estableció un recurso de protección para la familia de Mario y los vecinos que lo ayudaron, debido a que los días siguientes del hecho fueron amedrentados por policías de civil, que más de una vez fueron a casa de la tía de Mario, preguntando por él, que cómo estaba, que habían sabido que había habido una riña, etc.
La certeza de que era policía de civil la tuvieron porque en una de estas «visitas» había una funcionaria del INDH que los obligó a identificarse: «Han llegado hasta el domicilio de la víctima y de los vecinos, vehículos civiles con hombres vestidos de civil a levantar información sobre lo sucedido, quienes indican ser funcionarios de Carabineros de Chile. Hasta ese momento la familia de la víctima ni siquiera había presentado una denuncia formalmente ante el Ministerio Público, lo cual se aprecia por la población como una forma de amedrentamiento», señala el documento presentado por el Instituto de Derechos Humanos.
Mario Acuña, era una persona ni mejor ni peor que sus amigos del barrio: realizaba trabajos esporádicos, le gustaba la música, adoraba a su perro «Chichu» y, a pesar de la depresión tras la separación, hace 7 años, de la madre de sus hijos (Javiera de 22 años, Kevin de 20 y Brayan de 18), hecho que por un momento lo indujo a «ahogar sus penas en alcohol», desde el año 2019 se había echado los pesares a la espalda y vuelto a su talante alegre que todos conocían.
Hasta el estallido social de fines de 2019, Mario trabajaba como temporero en las haciendas agrícolas de su región. Todos los días, junto con un grupo de otros trabajadores se subía al furgón que lo llevaría hacia la Laguna de Aculeo donde recolectaba fruta, para luego embalarla en la frutícola respectiva. Como se ve, ni maleante, ni mendigo, sino un hombre que se las rebuscaba para lograr una vida más o menos digna.
Después de los cuatro meses en el hospital Barros Luco, el regreso de Mario a la habitación que ocupaba donde su tía fue traumático, ya que bien se puede entender que la casa de una familia de modestas condiciones no es ideal para acoger a un enfermo de tal gravedad.
Pero la solidaridad fue más fuerte y, poco a poco, se ha ido acondicionando, como cuenta a WSI Mariana San Martín, amiga de la familia: «hoy Mario está con tratamiento multidisciplinario atendido por profesionales de la salud voluntarios, y mantenido gracias a donaciones, rifas, beneficios que hacemos entre todo el grupo de apoyo que lo está apoyando».
Solamente al principio, la Municipalidad de Buin donó algo de dinero para poder ampliar la pieza donde vivía, agrega Mariana, «pero después desaparecieron de la vida de Mario, como también otras instituciones del estado que podrían haberlo ayudado. En realidad, el Estado ha tratado de ‘invisibilizar’ el caso«, subraya. «Incluso el INDH que, en un principio había apoyado la querella, también se había alejado, aunque ahora, tras el clamor del entorno solidario que se ha ido creando han vuelto».
Curiosamente, si bien algunas instituciones han tratado de dejar este caso sin visibilidad, las fuerzas represoras no lo han olvidado, y el solapado amedrentamiento sigue, con policías de civil en actitud siempre amenazante rondando fuera de la casa. A un año de la paliza, y gracias a la labor solidaria de profesionales voluntarios de la salud, Mario se ha ido recuperando en forma muy leve: cognitivamente comprende gran parte de lo que sucede en su entorno, se ubica espacial y temporalmente, reconoce a las personas que lo rodean, lograr apenas mover su mano izquierda y, mediante los ejercicios y la terapia, se está tratando de que logre, por lo menos, sentarse en una silla neurológica, lo que «para el estado en que está sería un tremendo avance», dice Mariana.
«Habrá también que ver alguna forma para que se comunique, porque a raíz del daño cerebral no podrá hablar nunca más: respira a través de una traqueotomía y se alimenta a través de una gastrostomía. Además, sufre espasmos que son dolorosos, producto de la espasticidad y cuando los dolores son demasiado fuertes, trata de enrollarse todo y su cuerpo no responde», continúa Mariana.
«Ya nos dijeron que nunca más volverá tampoco a caminar, ni a controlar esfínteres. Todas estas funciones se perdieron a raíz de los golpes recibidos, pero tenemos la esperanza que pueda ir recuperando algunas funciones básicas. Si logramos que en este país se haga justicia y reparación, Mario podría lograr cierta autonomía, aunque siempre muy limitada», concluye.
A pesar del «bajo perfil del caso», siete meses después de los hechos, el 18 de mayo del 2020, el Consejo de Defensa del Estado se querelló por el delito de apremios ilegítimos, «que originaron lesiones gravísimas en perjuicio de Mario Acuña». Según el diario en línea alternativo La Voz de los que sobran, que tuvo acceso a los documentos judiciales, «el furgón policial Z-7076, de la 15° Comisaría de Buin llegó al lugar a las 23:15 horas. A bordo se encontraban el capitán Juan Rosales, el cabo primero Richard Quiroz, el cabo segundo Henry Cuellar, y los carabineros Jonathan Neira, Antonio Lastra y Fabián Vergara».
El documento explica que mientras el capitán Rosales disparaba los perdigones, centrando a dos personas, otros tres tripulantes del auto policial, el cabo segundo Henry Cuellar, y los carabineros Jonathan Neira y Antonio Lastra alcanzaron a Mario en una plazoleta, golpeándolo, a pesar de sus súplicas. Solo detuvieron la paliza al ver que había perdido el conocimiento. Pero ni lo arrestaron, ni menos lo socorrieron. Lo dejaron abandonado a su suerte.
A pesar de que el Consejo de Defensa del Estado había solicitado, como primera diligencia, las citaciones a declarar ante el Ministerio Público en calidad de imputados del capitán Juan Rosales Apablaza, del cabo primero Richard Quiroz Muñoz, del cabo segundo Henrry Cuellar Vega, y de los funcionarios Jonatan Neira Chaparro, Antonio Lastra Marguito y Fabián Vergara Campos, solo el capitán Rosales compareció el 15 de septiembre ante el fiscal Gamal Massú.
Su declaración, de tres páginas es un himno a la omertà (palabra en italiano que significa pacto de complicidad entre los integrantes de la mafia para celar su responsabilidad, un verdadero pacto de silencio): el oficial parte diciendo que su accionar, es decir el hecho de haber disparado y actuado con violencia se debió a que habían sido agredidos «letalmente». Se supone que un oficial de carabineros debería conocer el significado de la palabra «letal», pero al parecer no es así.
Sin embargo, ni siquiera eso es lo peor: la malvada absurdidad de la declaración es cuando Rosales afirma desconocer la identidad de los nombres de los policías que golpearon a Mario Acuña en la plazoleta.
«Yo estaba distante a unos 10 metros de esa escena y veo que el caballero se logra poner de pie y de ahí posteriormente él cruza la calle Bajos de Matte, hacia el oriente y nosotros embarcamos el vehículo policial […] Yo ordeno abordar el vehículo», dijo textualmente. Y la falacia no se queda ahí, ya que incluso llegó a afirmar que tampoco les había preguntado a los funcionarios lo que había ocurrido, solo si «se encontraban bien».
El siete veces ex primer ministro italiano ya fallecido, el democratacristiano Giulio Andreotti, católico practicante, solía afirmar que «al pensar mal se comete pecado, pero se acierta». Pienso mal: creo que el capitán Rosales mintió a la justicia y, por extensión, al pueblo chileno para ocultar su delito. Y hasta ahora, al parecer, ningún otro uniformado ha declarado y todos siguen en servicio.
Y mientras Mario se debate en su limbo vegetal, la represión no ceja: hace menos de una semana un disparo a quemarropa dejó ciego de un ojo a Felipe Ávila, cuyo delito había sido grabar una manifestación de protesta que, después de un año del estallido social hasta ahora cuenta con más de 400 víctimas de trauma ocular, de las cuales más de un centenar han quedado ciegas de un ojo.
¿Mario había cometido un delito? Sí, probablemente, salir sin salvoconducto en toque de queda. ¿Qué sucedería en un país democrático y de derecho ante semejante falta?: probablemente una multa, ni siquiera una detención, pero jamás la verdadera tortura sufrida por este hombre cuyo crimen más grave, imperdonable en una sociedad neoliberal, era ser pobre.