Situando la caída del muro de Berlín y de la URSS en los inicios de los años 90 y, por otro lado, el dominó de dictaduras militares que asolaron el continente sudamericano que comenzó a caerse en Argentina en 1983, las izquierdas enfrentaron una serie de dilemas nuevos.
Estaba claro que las aventuras guerrilleras de los 70 y los 80 en varios países (Argentina, Brasil, Uruguay, Perú, Bolivia, Colombia e incluso en Chile) en ningún caso lograron sus objetivos y alcanzaron el poder, al contrario, sufrieron terribles derrotas militares con costos humanos, pero también políticos muy altos. Diferente fue la situación de Colombia, que era el movimiento guerrillero más antiguo del mundo y que enfrentó un proceso de negociación que todavía no ha culminado.
La ola guerrillera, tanto desde el punto de vista político-ideológico como militar, que tuvo en Cuba su principal referencia e impulso, se fue extinguiendo sin alcanzar, en ningún caso, sus objetivos. Los partidos de izquierda de muy diferentes orígenes y tradiciones se definían en muchos casos con relación a la lucha armada, o en su apoyo al «socialismo real», pero había muchas otras diferencias y matices. Fue a partir, precisamente, del fin de la guerra fría, cuando paradójicamente fuerzas de izquierda comenzaron a avanzar en el plano electoral y alcanzaron gobiernos nacionales en Brasil, en Argentina, Bolivia, Paraguay, Chile, Perú, Ecuador, Venezuela y Uruguay. Las diferencias entre las izquierdas de estos países fueron siempre notorias y aumentaron en el ejercicio del gobierno.
Ese ciclo terminó y se produjo un viraje hacia el centro derecha e, incluso, la derecha en diversos países. Muchos analistas estimaron que ese empuje hacia las fuerzas conservadoras, impulsado además por el gobierno de Donald Trump en los Estados Unidos, y también por el tremendo fracaso del gobierno en Venezuela y en Nicaragua, sería de larga duración y posiblemente se acentuarían sus rasgos políticos, pero también económicos y sociales, y se radicalizaría.
A principios de este año, además, inició la pandemia de coronavirus y los parámetros tradicionales fueron embestidos no solo por una grave crisis sanitaria, sino que impactó y está impactando en las economías y en las sociedades latinoamericanas. Y el proceso todavía no ha terminado. La pandemia puso al desnudo mucho más crudamente las grandes diferencias sociales, las carencias en los servicios públicos de salud y le costarán a la región grandes esfuerzos para intentar alcanzar niveles de hace una década.
En medio de todo este proceso, se suceden las nuevas elecciones, un rasgo diferente en el continente, las crisis no desembocaron en los tradicionales golpes de estado que ensombrecieron la región durante un siglo. En este nuevo ciclo de elecciones o de crisis (como Perú y Chile) lo que avanzaron fueron fundamentalmente fuerzas de centro, de centro derecha y en, algún caso, de centro izquierda. Hubo un crecimiento de la moderación.
Esto se observa en las elecciones en Argentina, donde notoriamente Alberto Fernández no es la simple continuidad de los Kirchner; en Bolivia que muestra los importantes matices de Luis Arce con su antecesor, Evo Morales; en las elecciones municipales en Brasil, con un gran crecimiento del centro tradicional y de fuerzas de izquierda nueva, y la caída estrepitosa del PT y de Bolsonaro.
No hablamos de Venezuela, con su puesta en escena de unas elecciones con 70% de abstención, donde el fracaso de fondo es haber precipitado a uno de los países más ricos de la región en la peor crisis de su historia, con la responsabilidad del régimen de Maduro, pero también de una oposición de bajísimo nivel y capacidad de hacer política. Siempre esperando que la solución llegue desde el exterior.
En estos días, se ha producido la muerte de una figura emblemática de la izquierda uruguaya y latinoamericana, el Dr. Tabaré Vázquez. Dos veces presidente de la República, elegido con mayorías parlamentarias y que marcó el inicio y el fin de quince años de gobiernos del Frente Amplio. Su trayectoria en el gobierno, su política económica y social, sus reformas importantes en el sistema tributario, de aduanas, de la salud, de la promoción de inversiones y sus resultados en el plano de la redistribución de la riqueza y del periodo de crecimiento económico más largo de la historia uruguaya, son un balance parcial, pero fundado.
El rasgo más importante de los tres gobiernos del Frente Amplio, incluyendo el de José Mujica (tupamaro), fue el apego a la Constitución y las leyes, que hoy es reconocido a nivel nacional e internacional y que aventaron los temores de sectores de la población y de diversos países. Uruguay figura como una de las democracias más plenas y sólidas institucionalmente del mundo y no solo de la región.
Sin embargo, en octubre y noviembre, en las elecciones parlamentarias y en el balotaje, el Frente Amplio perdió las elecciones por un margen muy pequeño de votos. Pero las perdió.
El gobierno que asumió el pasado 1 de marzo y que, el día 13, tuvo que enfrentar la pandemia, hasta ahora se ha demostrado como un gobierno de centro derecha moderado, con éxitos importantes en la batalla contra el coronavirus, que en las últimas semanas están tambaleando.
Para ganarle las elecciones al Frente Amplio se formó una alianza de cinco partidos. A la cabeza de esta «concertación multicolor» está el Partido Nacional, del presidente Luis Lacalle Pou y la integran el Partido Colorado, que gobernó casi ininterrumpidamente por un siglo y medio, un nuevo partido de fuerte influencia militar, Cabildo Abierto, y dos partidos menores. Lograron agrupar todas esas fuerzas, con diferencias en algunos casos importantes, con un solo objetivo: sacar al Frente Amplio del gobierno.
Tabaré Vázquez, un médico oncólogo de prestigio, nacido y criado en un barrio muy humilde, dirigente de un cuadro de fútbol barrial, emergió en la política con su conquista de la Intendencia de Montevideo, en 1989, a los 49 años. Y ocupó el segundo cargo político en importancia en el país. Fue la respuesta a las exigencias de toda la izquierda de encontrar un nuevo tipo de liderazgo y de capacidad de relacionarse con la ciudadanía.
Vázquez fue el ejemplo, la síntesis del proyecto batllista original de los años 20: un hijo de una familia humilde y de trabajadores, de un barrio de la periferia de Montevideo, La Teja, llegará a ser un profesional de renombre y alcanzará, nada menos que dos veces, la presidencia de la República. Y fue, precisamente, su profesión de médico oncólogo la que fue determinante para su campaña contra el consumo de tabaco, que cambió radicalmente las costumbres en el Uruguay y que, además, le ganó un pleito internacional nada menos que a la compañía Phillips Morris.
En esta columna queremos tomar como ejemplo precisamente sus gobiernos, porque en dos aspectos claves supusieron desterrar los miedos sembrados durante décadas contra la izquierda y los cambios estructurales. El primer rasgo, fue su apego total a la democracia y a las leyes y a la rotación en el gobierno de los diferentes partidos, y el segundo fue una política económica exitosa, sobre todo en su primer gobierno, con el mayor crecimiento de su historia y con el mejor índice Gini de la región. ¿Esto fue moderado o revolucionario?
¿Acaso la definición de revolucionario pasa por la violencia y por un partido único en el poder que se sucede a sí mismo?
Ahora, todos los partidos de izquierda que estuvieron en el poder tienen el reto totalmente nuevo de diseñar y ejecutar una política de alternativa, luego de haber gobernado, cargando con sus éxitos y sus fracasos e, incluso, sus episodios de inmoralidad. Eso incluye a la izquierda que perdió por el menor porcentaje de votos, luego de 15 años de gobernar, y ganó el gobierno de la capital, Montevideo, por séptima vez consecutiva y por más del 50% de los votos. La izquierda uruguaya.
Hay una enseñanza que expresa con ferocidad Montesquieu: «Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder». Y ese es todavía un duro aprendizaje para la izquierda.