Las declaraciones del embajador estadounidense en entrevista con el diario Expresso del 26 de septiembre ofenden a los portugueses y violan los códigos diplomáticos. Amenazó que los Estados Unidos dejarían de considerar a Portugal como un aliado en cuestiones no solamente económicas, sino también de seguridad si Portugal adoptara (así sea parcialmente) la tecnología 5G de Huawei. Sabemos que este es el estilo agresivo de injerencia en los asuntos internos de los países vasallos o «repúblicas bananeras». Las declaraciones del embajador, sin embargo, tienen un tiempo y un contexto precisos.
Como el objetivo geoestratégico de Estados Unidos es debilitar o desmantelar la UE (comenzó con el Brexit), para obligar más fácilmente a los países europeos a alinearse en la nueva guerra fría —la guerra contra China— Portugal es el objetivo exacto, no solo porque se considera uno de los eslabones débiles de la UE, sino también porque presidirá la UE en los próximos meses. Las autoridades portuguesas han reaccionado de la única manera posible, pero las grandes decisiones son de la UE. ¿Qué decisión tienen que tomar? Europa se enfrenta a una bifurcación decisiva: o se fragmenta o profundiza su integración. El análisis que propongo se basa en la idea de que la integración es mejor que la fragmentación, suponiendo que solo es posible profundizar la integración respetando la autonomía de cada país y democratizando las relaciones entre ellos.
No viene al caso mirar aquí toda la larga tradición histórica que conecta a Europa (especialmente el Mediterráneo) con China e India, miembros del mismo supercontinente, Eurasia, donde surgió la Edad de Bronce que dio lugar a la primera revolución urbana, unos tres mil años antes de nuestra era. Es suficiente con recordar que, durante muchos años, ha habido comercio y tecnología en esta región y que, si en ciertos períodos prevaleció Occidente, en otros prevaleció Oriente. Esta alternancia pareció romperse a partir del siglo XV con el péndulo apuntando a la región europea. Con la expansión bloqueada por tierra por el Imperio Otomano, Europa se convirtió en el lugar de nacimiento de los imperios transatlánticos que tuvieron sucesivamente como protagonistas a Portugal, España, Holanda, Francia e Inglaterra durante un largo período que terminó en 1945 (en el caso de las colonias de Portugal, en 1975). Desde entonces, el único imperio digno del nombre ha sido el de los EE. UU. Hace unos años se ha hablado del declive de este imperio y del surgimiento del imperio chino, aunque sea discutible si China ya es (de nuevo) un imperio. Durante varios años, estudios de los servicios de inteligencia de los EE. UU. (CIA) han previsto que China en 2030 será la primera economía del mundo.
Todo nos lleva a creer que nos enfrentamos a un imperio descendiente y a un imperio ascendente. La pandemia ha llegado a dar una nueva intensidad a los signos que apuntan a esto. Entre ellos señalo los siguientes. En primer lugar, China fue una de las principales economías del mundo durante varios siglos hasta el comienzo del siglo XIX. Representaba entonces del 20% al 30% de la economía mundial. Desde entonces, su declive comenzó y, en 1960, China representó solo el 4% de la economía mundial. A partir de la década de 1970, China comenzó a resurgir y hoy representa el 16%. La pandemia ha hecho aún más evidente que China es la fábrica del mundo, mientras Donald Trump vocifera contra el «virus chino»,
El personal médico y de enfermería está esperando ansiosamente la llegada del nuevo suministro de material de protección personal de China. Los estudios de dos grandes bancos alemanes, el Commerzbank y el Deutsche Bank muestran que China recuperará las pérdidas del PIB causadas por la pandemia a finales de este año, mientras que Europa y Estados Unidos seguirán enfrentando una severa recesión. El peso del consumo interno de China en el PIB es ahora del 57.8 por ciento (en 2008 fue del 35.3 por ciento); es decir, un peso cercano al de los países más desarrollados. Se ha escapado de los medios occidentales que, ante la intensificación de la guerra fría por parte de los Estados Unidos, China propone adoptar una política de mayor autosuficiencia o autonomía que le permita seguir exportando al mundo sin depender tanto de las importaciones de alta tecnología. Entre los países europeos, Alemania puede ser una de las más afectadas, junto con Japón y Corea del Sur.
La imagen que nos llega de los Estados Unidos es casi lo contrario de todo esto. El extraordinario dinamismo de los Estados Unidos a finales de la década de 1940 y en las dos décadas siguientes ha desaparecido hace mucho tiempo. Históricamente inclinado a considerar la guerra como un medio para resolver conflictos, Estados Unidos ha estado gastando en aventuras militares la riqueza que se podría invertir en el país. Desde 2001, el gasto militar ha ascendido a 6 trillones de dólares. Recientemente, el expresidente Jimmy Carter lamentó que en 242 años de existencia Estados Unidos solo había estado en paz durante 16 años. Por el contrario, desde la década de 1970, China no ha estado en guerra con ningún país (aunque haya tensiones regionales) y se estima que, hoy en día, produce tanto cemento en tres años como Estados Unidos a lo largo del siglo XX. Mientras China construye una gran clase media, Estados Unidos la destruye. Los tres estadounidenses más ricos tienen tanta riqueza como los 160 millones de estadounidenses más pobres.
En el ranking de libertad de prensa del World Press Index, Estados Unidos ha estado cayendo y ahora ocupa el puesto 45 (varios países europeos están en la cima de la tabla, Portugal ocupa el décimo lugar y China el puesto número 177). La conducta política de Donald Trump es lo opuesto a todo lo que hemos aprendido de positivo de los Estados Unidos y ahora corre el riesgo de poner al país al borde de una guerra civil. Pero, por peligroso y caricaturado que sea, Trump no es la causa del declive de Estados Unidos, es más bien un producto de esto.
Europa (especialmente la que tiene la mejor tasa de desarrollo humano) se ha beneficiado de la apertura de China al comercio internacional y de las relaciones pacíficas que se han establecido desde entonces entre Estados Unidos y China. Estos hechos han eximido a la UE de tener una verdadera política exterior. Todo indica que este período ha llegado a su fin y que Europa se verá obligada a elegir. Europa, históricamente muy violenta, tanto internamente como mundialmente, no tiene velas imperiales hoy en día y parece querer preservar un patrimonio creíble de defensa de los valores democráticos, la convivencia pacífica y los derechos humanos. Los imperios siempre son malos para las regiones que están sujetas a ellos. Se puede decir que las regiones que no pueden disputar el poder imperial ganan más al aliarse a un imperio ascendente que a un imperio descendiente. Pero, por otro lado, nada nos garantiza que el imperio chino sea mejor para los europeos que el imperio americano. La única manera de preservar los valores de la democracia, la convivencia pacífica y los derechos humanos parece ser mantener una autonomía relativa hacia ambos. Solo esta relativa autonomía permitirá a Europa profundizar su integración discutiendo los términos de su inserción en la nueva era, que parece ser menos una nueva era de globalización que una era de muros tecnológicos (y muchos otros muros no menos peligrosos). Esto significa que ningún país europeo debe ser chantajeado.
La experiencia internacional de la última década nos dice que China acepta la idea de una autonomía relativa y que, cuando es necesario, sabe retirar sus ánimos expansivos. Por el contrario, las presiones muy poco diplomáticas en curso son una advertencia de que los Estados Unidos no aceptan la idea de autonomía relativa. Si Europa no sabe resistir, estará iniciando un doloroso viaje hacia su fragmentación.
(Traducción de Bryan Vargas Reyes)