El 4 de septiembre de 1970, en plena Guerra Fría, se escribió una página inédita en la historia de Chile y de la izquierda mundial: Por primera vez, en un lejano país del Tercer Mundo, pero con una sólida democracia, triunfaba en las elecciones presidenciales un candidato marxista apoyado por una coalición de izquierda —la Unidad Popular— cuyo eje central eran los partidos socialista y comunista. Era la cuarta vez que Salvador Allende participaba como candidato. Lo había hecho en 1952, 1958, 1964, hasta lograr la mayoría de 36.63% en 1970, imponiéndose al candidato de la derecha tradicional, Jorge Alessandri, que obtuvo 35.29% y al de la democracia cristiana, Radomiro Tomic, con un 28.08%. La mayoría relativa obtenida fue ratificada en el congreso nacional con el apoyo de la democracia cristiana y los votos en contra de los partidos de la derecha. Así, el candidato de la Unidad Popular asumió la presidencia de Chile el 04 de noviembre de 1970. El mandato de 6 años que debía cumplir fue interrumpido por el golpe militar de 1973, que impuso una sanguinaria y corrupta dictadura encabezada por el general Augusto Pinochet, que se extendió por 17 años.
El triunfo de Allende fue celebrado en todo el mundo progresista que vio un camino diferente para efectuar las grandes transformaciones sociales sin recurrir a la lucha armada. Era romper con la concepción leninista sobre la toma del poder por la clase obrera y su vanguardia política, para imponer la dictadura del proletariado. Allende sostuvo que se podía triunfar usando la misma democracia burguesa y señalaba que la revolución chilena sería «con sabor a empanadas y vino tinto», es decir un camino propio, de acuerdo con nuestra realidad, tradición democrática y características culturales: la llamada «vía chilena al socialismo». Sabía que sería extremadamente difícil. Conocía bien a la derecha oligarca, clasista, agraria, apegada a la tierra, reaccionaria, aliada al capital extranjero y a los Estados Unidos, en especial. Sabía que haría lo posible por impedir la pérdida de sus granjerías y privilegios. Estados Unidos, que había entregado millones de dólares durante la campaña electoral, para evitar la victoria de la izquierda, declaró de inmediato la guerra encubierta al gobierno elegido democráticamente.
El programa que habían propuesto Allende y la Unidad Popular al pueblo de Chile era revolucionario: medidas sociales, económicas y políticas para transformar el país. Entre otras, la nacionalización del cobre y las riquezas básicas, de la banca, la expropiación de las grandes empresas, profundizar la reforma agraria, entregar medio litro de leche a cada niño y niña; se amplió el ingreso a la educación, a las universidades, se creó una casa editorial, la mítica «Quimantú», que alcanzó a imprimir 250 títulos y 10 millones de libros en menos de dos años. El proceso buscaba la transformación pacífica de la sociedad chilena, de un capitalismo subdesarrollado hacia un socialismo, de manera gradual, que fuera expandiendo y conquistando el apoyo mayoritario de los sectores medios.
Las últimas elecciones se realizaron en el mes de marzo de 1973, es decir, casi 6 meses antes del golpe militar, en un escenario dramático por los efectos del boicot económico estadounidense, alta inflación, desabastecimiento de alimentos y productos básicos, acciones de sabotaje de la derecha y los propios errores de un gobierno revolucionario. Se sumaba una campaña de prensa de los sectores conservadores que buscaban aterrorizar el país, encabezados por el principal periódico, El Mercurio. La democracia cristiana chilena se unió mayoritariamente a la derecha en un pacto electoral para buscar un resultado que le diera los 2/3 del congreso para destituir legalmente a Allende. No lo lograron. La participación electoral fue muy elevada alcanzando al 81% de los inscritos, donde Unidad Popular obtuvo el 44.03% de los votos y la derecha el 55.70%, lejos del resultado que esperaban. Ello aceleró las presiones y los preparativos del golpe de estado que pondría fin al sueño de Allende, de Unidad Popular y de la izquierda mundial.
El destino del gobierno del presidente Allende había sido decidido en Washington, durante la campaña electoral chilena, por el gobierno de Richard Nixon y su asesor de seguridad nacional, posteriormente secretario de Estado, Henri Kissinger, como ha quedado demostrado en las investigaciones del mismo senado estadounidense o en los documentos desclasificados de la CIA e, incluso, en las declaraciones del entonces embajador en Santiago. El tema no era Chile, como lo explicó Kissinger a Nixon, si no el ejemplo que representaba para democracias desarrolladas como Italia o Francia, con grandes partidos comunistas y naturalmente, para otros países de América Latina. Ese era el grave peligro y el motivo central para iniciar la guerra encubierta al inicio del gobierno de Allende: bloqueo económico, embargo del cobre, financiamiento de los partidos de la derecha y de los medios de prensa opositores, atentados terroristas y convencer a las fuerzas armadas que rompieran la tradición democrática.
Fueron mil días del gobierno de Unidad Popular, con absoluta libertad de prensa, de información, de asociación sindical; sin restricción alguna a los partidos políticos, con el parlamento y los tribunales de justicia en funciones, con una juventud mayoritariamente comprometida con los cambios y con Allende como figura central. Se dirigió a la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York, en 1972, para denunciar la intervención estadounidense y del capital transnacional en Chile, siendo ovacionado de pie, como pocas veces se ha visto. Allende, con su muerte en el palacio de gobierno, La Moneda, y su discurso final, de denuncia, valentía y consecuencia, defendiendo un proceso democrático y negándose a abandonar el país o a rendirse, escribió para siempre su nombre en la historia de Chile, de la izquierda y el progresismo mundial.
El ejemplo de «la vía chilena al socialismo» fue y sigue siendo motivo de estudio. En la política italiana tuvo consecuencias directas que movieron al líder comunista Enrico Berlinguer, a pocos días después del golpe en Chile, a proponer el llamado «compromiso histórico», un entendimiento de gobierno con la democracia cristiana destinado a garantizar la estabilidad política del país. El acuerdo no era del agrado de los Estados Unidos ni tampoco de la Unión Soviética. Contó con el apoyo incondicional de quien fuera dos veces primer ministro, Aldo Moro, asesinado en 1978 por las Brigadas Rojas. Hasta hoy, no está claro quiénes estuvieron detrás de este crimen. Berlinguer y Moro entendieron que solo una amplia alianza del centro y la izquierda podía garantizar la estabilidad de gobiernos transformadores y alejar los extremos autoritarios.
Chile había sido un laboratorio en ese sentido y, pese a que Allende lo intentó, gran parte de la dirigencia de la democracia cristiana terminó sumándose a las fuerzas que buscaban el golpe de estado. La excepción fueron solo 13 dirigentes que, inmediatamente después del golpe, lo condenaron y con ello pusieron las semillas de un entendimiento con la izquierda democrática que llegaría años después. Es cierto también que, en la propia Unidad Popular y en la extrema izquierda, hubo sectores que se radicalizaron y que buscaban acelerar el proceso y avanzar a una toma del poder total. El ejemplo de la revolución cubana había calado hondo en los partidos de la izquierda chilena. El propio Fidel Castro, quien en 1971 efectuó una inédita visita de 24 días a Chile, no creía en la vía pacífica al socialismo y apoyaba a los sectores extremos. Así las cosas, mientras para Estados Unidos la solución era terminar lo antes posible con la experiencia chilena por la influencia que podía tener en América Latina y Europa, para Cuba, la eventual consolidación de la revolución chilena cerraba las puertas a la vía armada en la región.
¿Era inevitable la derrota de Allende, de Unidad Popular y de la «vía chilena al socialismo»? ¿Fue la radicalización del proceso por los sectores de extrema izquierda los que desataron el golpe? ¿Se debía haber buscado ampliar la base de apoyo y sumar a la democracia cristiana? ¿Se debió haber pagado a las empresas estadounidenses cuando fueron nacionalizadas? A estas preguntas se pueden sumar muchas otras y abundan las respuestas de los sabios, de uno y otro lado. Lo que son hechos históricos es que la derecha, antes de que asumiera Allende, buscó impedirlo con el apoyo de Estados Unidos. Asesinó al comandante en jefe del ejército, René Schneider. La CIA financió todas las principales acciones que buscaban desestabilizar al gobierno. En 1973, dos meses antes del golpe, fue asesinado el edecán naval del presidente Allende, Arturo Araya, por un grupo derechista y se intentó culpar de ello a la izquierda. La ocupación de empresas y predios agrícolas que no estaban contempladas en el programa de Unidad Popular, junto con el desabastecimiento y los discursos incendiarios de la extrema izquierda, contribuyeron a polarizar y mover a los sectores medios y a la democracia cristiana, en particular, hacia la derecha.
Es difícil tener un juicio categórico sobre la experiencia del gobierno de Unidad Popular. Por mi parte, prefiero quedarme con la respuesta del ex Primer Ministro chino, Zhou Enlai, en 1972, cuando fue consultado sobre la revolución francesa. Habría dicho: «En realidad ha pasado poco tiempo aún para tener una opinión definitiva». Si bien, no se sabe si es verdad que haya ocurrido así, me parece una respuesta adecuada para evaluar lo que fue la breve vida de la revolución chilena, con sabor a empanadas y vino tinto.