No siempre ocurre que una superficie reflectante cumpla a la perfección con lo que se espera de ella. El agua sufre turbulencias y cambios de densidad que distorsionan la imagen; los espejos, esos supuestos observadores objetivos, nunca son del todo fieles. Los hay que nos hacen ver un poco más gruesos, un poco más delgados, más claros o más oscuros. Algunos por diseño, otros por mero accidente, por el ruido mecánico en el proceso de fabricación. A menos que se trate de un espejo pensado para la exactitud de un instrumento científico, lo que se refleja no es una reproducción integra de la realidad; incluso en esos casos, siempre hay un margen de error. Otros factores ajenos a su construcción juegan en contra de la reflexión perfecta: el ángulo en que los rayos inciden sobre el plano, el tipo de iluminación, la hora de la tarde.
También están las emociones. Por sí misma, la imagen en el espejo no significa gran cosa a nadie más que a quien la observa. Para quien la contempla, lo que tiene de frente puede ser la totalidad de la vida o un mero desperdicio de oportunidades. Puede ser una gran persona o tan solo un fracaso más de los que abundan en el mundo, todo en función de lo que ocurra dentro de su alma en ese instante del día. Una uña en la sopa puede arruinarle la tarde a cualquiera; no hay garantía de que la imagen que vemos por la mañana al despertar será la misma que veremos por la noche antes de dormir, no en propiedades visuales —sino en significado personal— en lo que pudo ser y lo que podría alcanzar.
A todos nos ha ocurrido la sensación de vértigo y extrañeza cuando, por las razones que sean, nos encontramos entre dos espejos. Para quienes aún conservan la maravilla de la infancia, común les será divertirse haciendo muecas y gestos que se repetirán multitud de ocasiones. Para quienes son más bien sobrios, «con los pies en la tierra», el efecto será un artefacto de la óptica; algo que, en las condiciones adecuadas, podría llegar ser alucinatorio, la entrada a otras sensibilidades. Los observadores se interesarán por la manera en que las imágenes se distorsionan conforme se alejan desde su foco hacia el infinito. Esto es el efecto Droste, que suena al apellido de un matemático célebre, pero tiene fuentes mucho más capitalistas: los chocolates Droste, establecidos a mediados del siglo diecinueve en los Países Bajos.
En 1904, la marca pasó a ser conocida más allá de su círculo comercial gracias a una pieza de empaquetado y diseño gráfico: una caja de cacao en polvo que muestra a una enfermera portando una bandeja. La muchacha lleva uniforme muy propio de su tiempo, sobre la bandeja descansa una caja pequeña en la que se repite la misma composición: una enfermera portando una bandeja con una caja de cacao en polvo. La insinuación es que la imagen se repite «hacia abajo», como un fractal de Mandelbrot. Ya incluso en aquel entonces el truco no era nuevo en el arte. Tentativas a escenas recursivas se encuentran en algunas pinturas de siglos pasados, pero, en esta ocasión, el motivo fue tan popular que dio nombre a lo que ocurre cuando nos sentamos entre dos espejos: una sucesión de nuestra persona que se extiende y desfigura hasta confundirse en el fondo de la eternidad.
Una de las incógnitas de la física contemporánea tiene que ver con lo que ocurre en las escalas más pequeñas de la materia, ahí donde el espacio y el tiempo están faltos de sentido. En esas profundidades, las partículas pueden encontrarse en todos los sitios o en ninguno, aquí o allá al mismo instante. La interpretación más popular de lo que pasa, tal vez por ser la más sobria, queda a nombre de Niels Bohr y Werner Heisenberg, quienes sugirieron que la indeterminación de los sistemas subatómicos se resuelve o colapsa una vez que se han hecho las observaciones y mediciones necesarias del entorno. Esto elimina la embarazosa metafísica de tener sistemas físicos en «superposición»; es decir dos o más estados simultáneos. Así, se le da orden y sentido a nuestra plácida cotidianidad, incluso, si deja la puerta abierta a otro tipo de incomodidades filosóficas.
Una interpretación alternativa, puesta sobre la mesa en 1951 por Hugh Everett, es la multiplicidad de los mundos. Esta dice que todos los estados físicos no solo son posibles, sino que todos ocurren a la vez, lo que resulta en una mitosis de nuestro universo en dos, tres, cuatro, una inmensidad más de universos posibles, cada uno tan real como el otro. En uno, las cosas son de cierta manera. En otro, diferentes. Debido a que hay una cantidad inagotable de estados físicos —y gracias a que la interpretación abraza también las comedias y los dramas de la bendita humanidad— se desprende que todas las posibles realidades existen allá afuera, en algún sitio, paralelas a la nuestra, separadas por unas cuantas micras de espuma elemental. En una somos millonarios; en otra, pordioseros. Habrá una en la que somos grandes artistas o gente de negocios, mientras que habrá otras, muchas otras, en las que ni siquiera vinimos a ser. Otras preservan nuestra historia personal tal como nos ha ocurrido, pero discrepan en los detalles: el color del nuestro cabello, el nombre con el que nos bautizaron, la presencia de algún lunar bajo el labio o la diferenciación sexual de nuestros cromosomas.
En Argentina, Bioy Casares se adelantó tres años a las ideas de Everett. Escribió un cuento, «La trama celeste», en la que un piloto del ejército se adentra por accidente en uno de estos mundos distorsionados luego de realizar una serie muy específica de maniobras en un avión experimental. Los cambios con los que se encuentra no son sutiles; la antigua Cartago jamás desapareció, Gales no existe, sus amigos no saben quién es él y le acusan de espionaje. Para dar realismo a los eventos, Bioy Casares hace referencia a una cita que pudo, o no pudo, ser escrita por Cicerón, pues siempre es bueno descansar las ideas propias en la cabeza de alguien con mayor autoridad: «según Demócrito hay una infinidad de mundos».
La multiplicidad de los mundos es muy querida por los escritores de ciencia ficción, pero hizo de Everett el hazmerreír de los físicos. Tan grande fue su decepción ante la burla y el desdén de sus colegas, que abandonó el mundillo de la física teórica para siempre. Dedicó sus talentos a la consultoría y la investigación en la industria armamentista de los Estados Unidos, que no es poco, y con los años se dejó llevar por los placeres más terrenales, que son los más deliciosos. Comió todo lo que quiso y bebió hasta la saciedad, fumó cuanto cigarro caía en sus manos y la idea de salir a ejercitarse un poco le parecía vulgar, cosa de mentecatos. Murió obseso y joven; acababa de comenzar la cincuentena y pidió que, por favor, sus cenizas fueran depositadas en cualquier basurero, petición que su esposa cumplió después de algunos años. Aunque él mismo consideró que, a pesar del rechazo de sus colegas, lo había pasado bastante bien en este valle de lágrimas, a su hijo, el músico Mark Oliver Everett, le incomodaron las dejadeces de su padre. La ironía está en que la multiplicidad de los mundos es hoy más aceptada entre académicos y gente seria, tal vez demasiado seria. Algunos incluso la toman como válida, a prueba de toda duda, a pesar de no tener una sola prueba de su realidad. Los científicos también pueden pecar de fe.
Si vamos a jugar a las teorías fantásticas, no es difícil imaginar lo que se encuentra en esos otros mundos. En algunos de ellos, Hugh Everett fue respetado y laureado por la originalidad de sus ideas, llevó vida larga y una carrera prestigiosa en la ciencia teórica, entró en los dominios de la muerte de una forma mucho más distinguida que como un montoncito de cenizas en un cubo de basura. Tampoco cuesta imaginar un mundo en el que Everett fue un químico o un biólogo, un contador o un arquitecto, un criminal astuto o un mero imbécil. Las distorsiones de la personalidad que pudiera haber en esos mundos son tan infinitas como las de nuestra imagen entre dos espejos. Sobre Bioy Casares, el propio Borges le atribuyó haber observado que «los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres».