Tras la lectura del notable ensayo La lengua materna como forma de locura, de Rosana Cassigoli, recién publicado en Alpha, Revista de Artes, Letras y Filosofía de la Universidad de Los Lagos, Chile, vuelvo a reflexionar sobre ciertas particularidades y fenómenos del deterioro de lenguas minoritarias que tienen el carácter de maternas. Este acercamiento, motivado por esa curiosidad intelectual que Sócrates llamó «el júbilo de comprender», se fortalece, en este caso particular, por mi experiencia indirecta del fenómeno, advertido en los comportamientos lingüísticos, relacionales y afectivos, de mi padre gallego, sus hermanas y hermanos, emigrantes de la vieja Galicia, desterronados de su pequeña patria del noroeste de la Península Ibérica, en la forzosa utopía de encontrar el remoto bienestar, negado en la nación originaria por circunstancias socioeconómicas provenientes de un sistema de producción arcaico, sustentado en interrelaciones de tardía estructura feudal.
La unificación hispana de los numerosos reinos peninsulares, emprendida y concluida bajo la égida de Isabel la Católica, en la segunda mitad del siglo XV, se sustenta en la rigurosa imposición de un solo credo, el católico, y una sola lengua válida para el ejercicio de lo público y lo privado: el Castellano (hoy día, llamado «español»), en evidente desmedro de las otras tres lenguas, dos de carácter «romance», derivadas del latín: el gallego o galaico-portugués, y el catalán; la tercera y aún más misteriosa, por su incierta raíz, el vascuence.
En lo que respecta al gallego, durante cuatro siglos, a partir de 1463, se siguió hablando, cada vez en formas más dialectales, por la inmensa mayoría de su población campesina y marinera. No así entre los nobles del fenecido Reino de Galicia (Galiza), ni en la reducida capa media de súbditos y más tarde burgueses, que fueron abandonando su lengua mater bajo el prestigio oficial del rotundo y áspero castellano.
Francisco Franco Bahamonde, gallego nacido en El Ferrol, recoge esta triste tradición histórico-lingüística y la reafirma, en su vacuo sueño imperialista, promoviendo una campaña de desuso y desprestigio de las otras lenguas vernáculas, a partir de la educación básica en las escuelas públicas y eclesiales, donde el lema feroz será: Hable como caballero, hable Castellano.
El asunto no era tan simple como escoger una entre dos vías conocidas, puesto que los niños gallegos mamaban, desde la cuna, la leche prosódica de la palabras en la lengua que iba a enaltecer la gran poeta Rosalía de Castro, cuatro siglos después del edicto taxativo de Isabel, publicando, en mayo de 1863, su poemario Cantares gallegos, con el que abre un periodo de resurgimiento (rexurdimento) de la lengua gallega como vehículo de expresión culta, sobre la base de recuperar las cantigas, versos y refranero populares, al modo como lo hiciera nuestra gran Violeta Parra, en Chile (Último Reino), en los años 50 del pasado siglo, renovando la canción popular.
La violenta ruptura con la lengua materna, que va a generar el problema aún latente de la diglosia (coparticipación de dos lenguas en una comunidad de hablantes, en donde una de ellas se debilita respecto de la otra, sufriendo progresivo menoscabo), se extenderá a toda la comunidad gallega. Esto va a resolverse o diluirse parcialmente, para permanecer dislocada latencia, como ocurre en toda enajenación colectiva, marcando, en mayor o menor grado, a millares de emigrantes que desangrarán la vieja Galicia. En Latinoamérica el uso de la lengua materna quedará circunscrito, cuando mucho, al interior de los hogares, como una suerte de «habla secreta»; asimismo, en los numerosos centros asociativos, donde perderá vigencia con las nuevas generaciones «universalistas». Sin embargo, la presión social, el modus vivendi de las grandes urbes como Buenos Aires, obligará a los transterrados a ir abandonando esa habla, para asumir la lengua «prestigiosa» en todos los ámbitos y circunstancias.
¿Pero qué pasa con estos seres en los cuales debiera cumplirse la sentencia de Goethe: La Patria (Matria) es la Lengua? Quedarán atrapados en la enajenación, en esa suerte de trastorno psíquico que Rosana Cassigoli analiza con ojo certero y avizor:
La aparición del fenómeno de la locura en tal oralidad, en toda su gama de intensidades y formas, podría tener una relación con la ambivalente lengua materna. En su mayoría, aunque no de forma exclusiva, este caso aplicaría para quienes han adquirido una segunda lengua que hablan cotidianamente, habiendo abandonado la materna. Sea ello por una vía electiva o por una imposición o despojo, en la práctica de esa lengua.
(En el caso del castellano por el gallego, no hay procedimiento electivo, sino forzoso).
Tres presupuestos buscarían vincular la trama de la lengua materna con el fenómeno del dolor psíquico y la locura; la monomanía, el desequilibrio, la ansiedad anímica.
Creo que este fenómeno se encarnó y se hizo patente en ciertos comportamientos de mi padre gallego, en una tendencia a la elusión y al ensimismamiento, señales que en un contexto más amplio y simplista se nominaban con la palabra gallega y castellana «morriña», que designa la saudade o nostalgia, referida al dolor por la pérdida del terruño originario, no del idílico paraíso, si no el pequeño locus aldeano, la casa, el lar; (obsérvese la prosodia evocadora de la eñe). Deterioro subrepticio, pero eficaz, ¿verdad Rosana?
Menoscabo que, por lo demás, ha ido labrando su causa bajo la forma de visiones, sonoridades y audiciones, que se presentan efímera e impensadamente y solo advienen bajo la forma de una sensación de aproximación, correspondencia o ligadura entre congéneres. O bien, a partir de una reminiscencia y actualización de un desadvertido sentimiento de congoja. Su realidad es fehacientemente corporal, pues su dicción actualiza la emoción difusa, toda vez que no es reconocida, nombrada, ni menos aún, tematizada.
Esto camina aparejado a una actitud acomplejada, el síndrome del auto odio, que se manifiesta en la proclividad a rendir constante tributo de admiración por la lengua impuesta (¿escogida?), por los valores de la cultura que la implantó, llegando a las sublimaciones exigidas –consciente o inconscientemente- por la superestructura de dominación: patria más amplia, identificación con heroicidades ajenas, tributo a los símbolos asignados: imágenes religiosas, bandera, himno nacional, emblemas monárquicos…
Así, los sencillos aldeanos, vueltos burgueses acomodados o comerciantes prósperos o empresarios o dignatarios en las naciones donde se asentaron, no serán gallegos (ni vascos ni catalanes), sino españoles; no hablarán la hermosa lengua de la incomparable trova galaico-portuguesa, sino el castellano, al que asocian también con la perdida pero no olvidada grandeza imperial del reino «donde no se ponía el sol», al decir de Carlos V de Alemania o Carlos I de España.
Mis digresiones, apreciada lectora, estimado lector, se desgranan aquí solo en función de entender mejor y hacer mío –en sentido lingüístico- el lúcido ensayo escrito por Rosana Cassigoli. Escuchémosla:
Cuando Günter Gauss pregunta a Hannah Arendt, en la popular entrevista televisiva de 1964, «qué queda» tras del exterminio y nazificación europea, ella responde: «queda la lengua materna» (Arendt, 1964). Tras ponderar lo que Steiner llamó el «inventario de lo irreparable» (Steiner, 1992, p. 155), a la zaga del genocidio la lengua primigenia brilló, en el vislumbre de Arendt, como una perla rara de redención y emancipación de un devenir traumático. El intuitivo presagio de Arendt, pareció entrever la posibilidad única, del único regreso posible, en la anamnesis de la lengua materna: en su arrullo y estruendo, se esperaría recrear el diferido nexo con el mundo, a continuación de la catástrofe y destrucción histórica. La lengua de la madre puede volverse, entonces, un llamado y una obsesión por encontrar el hilo del hipotético «continuo», del que Meschonnic llama nuestra atención.
Este «regreso a la lengua materna» queda referido aquí al ámbito intelectual de la escritura, donde el escriba busca el hilo, el nexo extraviado, para recuperarse de la locura, que es siempre –o así lo entendemos- la pérdida del eslabón, el extravío del camino verdadero.
En el caso mayoritario y colectivo de quienes no ejercen el oficio de la escritura, la recuperación o el reencuentro con la lengua materna será mucho más improbable o, de hecho, imposible.
Aquí la fractura, la escisión y el desquiciamiento. Las palabras de la lengua materna son los goznes adecuados para abrir las puertas y ventanas del mundo, sin entorpecer su amplia apertura, sin que chirríen las bisagras de una intimidad violentada por lo externo impuesto. Sin embargo, en medio de este oficio hecho de lenguaje, procuramos que nuestra experiencia se enriquezca con reflexiones desveladoras, máxime cuando somos herederos de una lengua que impuso su rigor y su espada (en lugar de la pluma) sobre las numerosas lenguas de las comunidades autóctonas. Si nos referimos a la problemática del gallego, tenemos entre nosotros los chilenos el caso, más grave y radical, del Mapudungún, lengua materna de comunidades en las que ni siquiera podemos hablar de diglosia o efecto dialectal, sino de aberrante extirpación cultural. Aquí, el cuestionamiento y su respuesta los entrega Cassigoli, acudiendo a Derrida:
Algunas veces, un relato particular o localista –difícil de traducir a la zona de una memoria encarnada– puede causar un impacto en la emoción de un sujeto, en apariencia ajeno. No obstante, es más frecuente que, volitivamente, la narración personal se produzca con un lenguaje universalista.
Respecto de la ejemplaridad del testimonio y el «valor enigmático de la atestación» (Derrida, 2009, p. 33), Derrida formula una primera pregunta. Lo hace en un párrafo cuya longitud es imposible de comprimir, por constituir un documento de sinceridad magistral, a la vez que el planteamiento de la cuestión esencial de la lengua como la imposibilidad de «decir»:
«¿Qué pasa cuando alguien llega a describir una ‘situación’ presuntamente singular, la mía, por ejemplo, a describirla dando testimonio de ella en unos términos que la superan, en un lenguaje cuya generalidad asume un valor en cierta forma estructural, universal, trascendental u ontológico?» […] «¿Cuándo cualquier recién llegado sobre entiende: ‘Lo que vale para mí, irreemplazablemente, ¿vale para todos?; ¿Basta con escucharme, soy el rehén universal’? ¿Cómo describir esta vez, entonces, cómo designar esta única vez? ¿Cómo determinar esto, un esto singular cuya unicidad obedece justamente al mero testimonio, al hecho de que ciertos individuos, en ciertas situaciones, atestiguan los rasgos de una estructura que, empero, es universal, la revelan, la indican, la dan a leer ‘más en carne viva’, como suele decirse y porque se dice sobre todo de una herida, más en carne viva y mejor que otros, y a veces únicos en su género? ¿Únicos en un género que –cosa que además lo hace más increíble– se vuelve a su vez ejemplo universal, cruzando y acumulando así las dos lógicas, la de la ejemplaridad y la del huésped como rehén?».
«Una genealogía judeo‐franco‐maghrebí no lo aclara todo; lejos de ello: ¿Pero, podría yo explicar algo sin ella, alguna vez? […] nada de lo que a veces me llama a través del tiempo silencioso de las comunicaciones interrumpidas, nada tampoco de lo que me aísla en una especie de retiro casi involuntario, un desierto que en ocasiones tengo la ilusión de “cultivar” por mí mismo, de recorrer como un desierto, dándome hermosas y buenas razones –¡un poco de afición, pero también la “ética”, la “política”!–, en tanto que se me reservó en él, desde antes de mí, una plaza de rehén, una declaración de mora» (Derrida, 2009, p. 34).
Aquí me atrevo a insertar un ejemplo, no por cercano y localista menos elocuente. A comienzos de los 40, el gobierno de Franco llevó adelante un plan de escolarización en Galicia con el propósito de consolidar el uso exclusivo del castellano en la educación, reafirmándolo con una campaña gráfica y publicitaria para hacer entender, a los niños gallegos y a sus padres, que solo la lengua de Castilla era válida en la enseñanza y en la vida pública. Para reforzar este propósito, en las escuelas de Galicia, rurales y urbanas, se designó a maestros provenientes de otras regiones de España, incluyendo la vasta Andalucía.
Alfonso Castelao, dibujante eximio, escritor de fuste, pintor y político destacado de la II República Española, sintetiza, de modo magistral, a través de una caricatura ilustrada, esa aberración lingüística, cultural e histórica que el «caudillo» perpetraba, con la complicidad de la Iglesia. En la imagen aparece un maestro joven, de aspecto desgarbado, frente a un niño de nueve o diez años, descalzo. El docente pregunta:
— Pepe, ¿cuantoh añoh tieneh? (La prosodia de comerse la ese final, reduciéndola a una expiración, es propia de los andaluces, y los chilenos la hemos heredado de manera singular).
El infante parece titubear un momento antes de responder:
— Na miña casa non temos años, senón dúas ovellas.
Fractura y distorsión comunicativa. El niño no conoce el castellano, sino de oídas, quizá al cura de la aldea o al notario les ha escuchado hablar en ese idioma ajeno, quizá para mantener la confidencialidad de sus murmuraciones ante los campesinos inadvertidos. Entiende que el maestro andaluz le está preguntando: «¿Cuántos corderos tienes?», porque «año», en lengua gallega, es «cordero», derivado del latín agnus. Entonces, ha respondido el rapaz: «En mi casa no tenemos corderos, sino dos ovejas».
Me atrevería a sostener que la enfermedad de las emociones, desplazada a la materia corpórea, se reproduce de manera significativa por vía de la lengua y todo el fenómeno de lo lingüístico. Una fenomenología de la oralidad y la ambivalencia lingüística de los hablantes particulares y comunitarios, podría averiguar su conexión directa con la irrupción de emociones o sucesos emocionales. Lo anterior puede darse ya sea bajo una forma imaginativa y ensoñadora, o bajo una forma predadora y autodestructiva, permitiendo dualidades esquemáticas. Apunto a la pregunta de cómo elaborar una emocionalidad fraguada en actos de habla «equívocos». ¿Cómo transformar ese material emocional ambivalente en acciones, concretamente, en prácticas?
En suma, somos lenguaje, estamos hechos de palabras, y toda violencia, coacción o menoscabo que se ejerza contra el idioma constituye un crimen cultural de enormes proporciones.
Gracias, Rosana Cassigoli.