Desde que Charles Darwin en su obra El origen de las especies concluyó que somos una raza más de animales descendientes de la familia de unos seres ruidosos y caóticos como los monos – en concreto, tenemos más en común con un chimpancé que con cualquier otro animal que habite actualmente el planeta- toda la explicación de la Historia del ser humano en la Tierra dio un vuelco. ¿Cómo vamos a ser nosotros, seres pensantes y sofisticados, una evolución de esos otros animales tan simples? Hasta la raíz latina que nos define biológicamente nos llama Homo sapiens que significa «hombre pensante». Amamos, creemos, tenemos sentimientos, luchamos, hemos creado grandes progresos tecnológicos – el avión, la lavadora, el coche, la revolución agraria para establecernos y no depender de un único sustento, obras de arte – grandes catástrofes – el desastre nuclear de Chernóbil, los campos de concentración, infinidad de guerras civiles y dos guerras mundiales -.
Nos creíamos casi dioses dominando toda forma de vida sobre la Tierra hasta que un virus – no el primero y probablemente tampoco el último- nos hizo replantearnos a nosotros mismos y nuestra forma de vida. Pero la pregunta latente es: ¿Qué nos hace diferentes de un chimpancé? ¿Por qué podemos detectar la presencia de una amenaza tan grande como un virus y un chimpancé no puede? Un chimpancé seguro que no se replantearía su forma de vida. Vive, sin más.
En su libro, titulado precisamente Sapiens, el historiador y filósofo israelí Yuval Noah Harari vuelve a abrir el gran debate que Darwin inició dando respuesta a algunas de estas preguntas. Para empezar, hace 3.5000 millones de años, éramos unos seres igual de relevantes que una medusa. Nuestra existencia no causó entonces cambios climáticos, ni estábamos en lo más alto de la cadena alimenticia porque precisamente había animales mucho más fuertes, rápidos, habilidosos que se hacían antes con el sustento. Sin embargo, hay algo clave en nuestro cerebro que nos ayudó a evolucionar de una forma muy distinta a nuestros primos los gorilas o los chimpancés: el lenguaje. Con él, vino además el desarrollo de la capacidad de comunicar no sólo hechos objetivos, sino de crear historias para cohesionar un número mayor de individuos y organizarse así no sólo por propia supervivencia, sino para llegar a lo más alto. Para enfrentarse a un león con éxito o para fundar un imperio como el romano.
Al fin y al cabo, ¿qué es el Imperio romano? Una organización social, política con instituciones sólidas formadas por la connivencia de una multitud que gestionó con bastante éxito la vida de los habitantes del mundo conocido hasta entonces durante más de 10 siglos. Una ficción legal, pero una historia poderosa en la que trabajaron, creyeron y vivieron millones de personas y que ha dejado un legado – incluso un idioma a través del que se han formado la mayor parte de los idiomas actuales de Europa occidental – que llega hasta hoy. Tenemos la habilidad de cooperar en masa, incluso para organizar algo tan terrible como los campos de concentración, a través de historias que creemos, que son importantes porque nos explican y dan justificación a nuestras acciones. Si nos pusiéramos frente a alguien del siglo XIII probablemente el nombre de Google no le diría mucho. Sin embargo, alguien de esa época y un millennial estarían más que de acuerdo en dotar objetivamente de un valor arbitrario a un trozo de papel o metal para adquirir bienes. Poderoso caballero es don dinero para cohesionar la convivencia o romperla. Es una ficción que no entendería un chimpancé, pero nos organizamos gracias también a ella.
¿Por qué sobreviviremos a este virus? Porque tenemos esa capacidad de cooperar y de diseñar estrategias frente a la adversidad. Por ello hemos ido descifrando las leyes de la ciencia – una convención, pero a través de la cual vamos teniendo poco a poco conciencia de cómo funciona la naturaleza- hasta lograr detectar la secuencia de ADN de un virus peligroso como el covid-19. Y todo eso, gracias a ser contadores de historias. El poder de las palabras, de nuevo, se manifiesta para escribir la realidad. Somos no sólo pensantes, sino creativos. Es decir, tenemos la capacidad de crear, de inventar incluso la realidad en que vivimos.
Aprovechemos este don a nuestro favor. Seamos verdaderos sapiens.