No es fácil alzarse en Latinoamérica con el triste récord de asesinatos de líderes sociales y defensores/as de los derechos humanos; hay que competir con países muy diestros en la materia, como México, Brasil, Honduras o Guatemala, en la región del mundo donde estos crímenes se producen con más frecuencia. Aun así, Colombia vence de lejos: triplica o cuadruplica los crímenes registrados en esas naciones y suma ella sola los mismos asesinatos que todo el resto de América Latina junta. ¿Quiere esto decir que Colombia es también el país del mundo con mayor número de muertes de este tipo? La respuesta trágica es: muy probablemente sí. Quede como incógnita la Filipinas de Duterte que, si bien parece disputar con tesón ese puesto, no ofrece datos fiables.
Según la Defensoría del Pueblo, entre 2017 y el 30 de junio de 2019 fueron asesinados 353 líderes sociales y defensores de DDHH en Colombia -una cifra infravalorada, pues estos homicidios no siempre se reportan como tales-; así que, cada dos días y medio cae una de esas personas que deberían estar más que cuidadas, ya que trabajan para la sociedad. Y esto sucede después de la firma de los Acuerdos de Paz. Cierto: las muertes violentas en Colombia, en general, se han reducido desde entonces, pero las de líderes y lideresas se han incrementado. Ojalá no suceda a Colombia lo que contaba García Márquez que expresaba su amigo Germán Vargas: «Empezó a mejorar para mal».
Pero, ¿quiénes son los asesinados y cuáles los «motivos»? La respuesta varía mucho según provenga de la sociedad civil y de los propios líderes, o del Gobierno.
Para la sociedad civil, el asunto, dentro de su complejidad, está bastante claro: la mayoría de los crímenes se cometen contra defensores/as afrodescendientes, indígenas, campesinos y líderes comunitarios; y las «razones» se encuentran, por una parte, en los intereses del narcotráfico o de los grupos armados -como el ELN o las disidencias de las FARC- cuando sienten cuestionado su poder en los territorios donde actúan; y, por otra, en la defensa de otros lucros indebidos, como los de la minería ilegal -el oro por ejemplo, cuya extracción contamina los ríos con mercurio-, la tierra mal habida o el uso de los recursos naturales. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo (Indepaz), organización que lleva un registro sistemático de estos crímenes, los conflictos por la tierra, el territorio y los recursos naturales representan el 80 por ciento de los homicidios. Indepaz clama: «A los líderes sociales los matan por defender el agua, por enfrentarse a la minería ilegal, por oponerse a la deforestación, por reclamar tierras».
La tenencia de la tierra en concreto siempre ha causado conflictos violentos en Colombia y está ligada a despojos, desplazamientos y enfrentamientos de todo tipo, incluyendo las apropiaciones ocurridas durante las hostilidades de las últimas décadas, cuando terratenientes, empresarios de la palma y del banano, y también narcotraficantes y grupos armados, aprovecharon la indefensión de las comunidades para ocupar grandes extensiones. Ahora no están dispuestos a renunciar a esas conquistas y quienes lideran las reclamaciones simplemente molestan. Y en este asunto, el de la propiedad de la tierra, el Gobierno actual no es que «arrastre los pies», es que los tiene paralizados.
La sociedad civil denuncia más cosas, como la especial saña que sufren las defensoras mujeres, quienes corren peligro de muerte y de abusos sexuales, secuestros y desapariciones; y las demoras en la implantación de los Acuerdos de Paz, ese «arrastre de pies» del Gobierno de Duque, al que nos referimos en Colombia trágica y fascinante, unos acuerdos que obligan a mejorar la vida de la gente con políticas públicas solventes en salud, educación, medioambiente, salario mínimo, transporte... y a corregir las enormes desigualdades territoriales -en algunos departamentos la pobreza alcanza a la mitad o más de la población frente al 30% de promedio nacional-. Los incumplimientos generan tensiones que los aprovechados utilizan muy bien en su favor.
Los territorios donde se producen los crímenes están alejados de Bogotá, en zonas donde las instituciones estatales tienen poca o nula presencia, pero donde precisamente esa escasa presencia hace posible que determinados alcaldes, gobernadores y miembros de las fuerzas de orden público se beneficien de las acciones de organizaciones paramilitares y las apoyen y amparen: en la Costa del Pacífico, en Cauca, Antioquia, Nariño, Chocó… Esto explicaría en parte el gran número de crímenes que quedan sin esclarecer y en la impunidad; y también la difusión de pasquines que ofrecen recompensas por la cabeza de los líderes sociales, como si fuera la cosa más normal del mundo y como si estuviéramos en el salvaje Oeste, o en Macondo.
La sociedad civil ha organizado, por todo ello, diversas protestas contra la persecución que sufren defensores y líderes, como la «Marcha por la Paz» de julio de 2019, en la que los oradores acusaron a los asesinos y a quienes están detrás de «querer descabezar, desanimar, eliminar, asustar o exterminar a cualquiera que quiera denunciar una injusticia o proponer una reforma, una solución o una reivindicación popular …».
Mientras, ¿qué responde el Gobierno presidido por Duque? Tampoco parece tener dudas: las muertes las provoca el narcotráfico y la guerrilla y no existe un plan sistemático de eliminación de líderes. Y si no hay una persecución sistemática contra ellos/as, al Gobierno no puede exigírsele mucho más de lo que hace. El Gobierno también trata de restar importancia al problema con declaraciones como las de Alicia Arango, ministra del Interior: «Aquí mueren más personas por robo de celulares que por ser defensores de derechos humanos», desconociendo la diferencia entre los delitos comunes, por lamentables que sean, de los que tienen una intencionalidad política. O las del ministro de Defensa: «Tras las protestas están las mafias y el crimen organizado», una deslegitimación en toda regla de líderes y defensores/as.
Pero juzgar la actuación del Estado colombiano resulta complejo, pues pareciera que allí coexisten el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Recuerden la obra de Robert Louis Stevenson, aquella en la que narraba que Jekyll, después de someterse a un experimento, se desdoblaba en dos personalidades opuestas, una bondadosa y otra perversa. En el Estado colombiano hay instituciones que hacen una meritoria labor, como la Defensoría del pueblo, que recoge denuncias, emite alertas tempranas y solicita seguridad para las y los líderes amenazados y sus comunidades; o la Unidad Nacional de Protección, que se afana en cuidar, con escoltas, chalecos y carros blindados, a casi tres mil líderes y defensores amenazados -si bien se han cuestionado sus esquemas de protección.
También está la Fiscalía General de la Nación, aunque con más claroscuros en su actuación: su Unidad Especial de Investigación avanza como puede en el esclarecimiento de casos -en agosto de 2019 había arrojado luz en el 11% y propiciado 33 sentencias condenatorias- pero parece desbordada: además de renunciar a investigar los sucesos previos a la firma de los Acuerdos de Paz, quedan todavía un 89% de casos pendientes de resolver -si bien con avances en la investigación de la mitad de ellos.
Pero no olvidemos a Mr. Hyde: como denuncia un informe de Michel Forst, relator especial de Naciones Unidas sobre la situación de los defensores de los DDHH, más de doscientos han sido encausados desde 2012 por participar o promover protestas relacionadas con la defensa de la tierra y el medio ambiente. Por ejemplo, ocho de ellos por liderar reclamos por daños medioambientales a la empresa pública canadiense Frontera Energy, una compañía que ha firmado convenios con el Ejército por más de un millón de dólares para que proteja sus actividades.
El 3 de mayo de 2019, la parte Jekyll del Gobierno aprobó el proceso de elaboración de una Política Pública Integral de Respeto y Garantías para la Labor de la Defensa de los Derechos Humanos, con la participación de defensores/as y de organismos especializados de Naciones Unidas. Sin embargo, pocos meses después, las organizaciones defensoras de derechos humanos decidieron abandonar la mesa, descontentas con la actuación de Hyde; así que, la actual Política integral de respeto y garantías no ha sido concertada con el movimiento de derechos humanos y la sociedad civil interesada, que ha manifestado amplios reparos en su formulación e implantación.
Y hay muchos otros ejemplos: en octubre de 2019, Jekyll firmó la renovación del mandato de la Oficina de la Alta Comisionada de DDHH de Naciones Unidas en Colombia por tres años, lo que ofrece ciertas garantías para las personas defensoras; pero cuando un informe de la Alta Comisionada afirmó que el Estado colombiano no estaba cumpliendo debidamente con su labor de defensa de los/as líderes, Hyde se enfureció y lo tildó de «una intromisión a la soberanía de Colombia». Poco después, se impidió el regreso al país del relator Michel Forst, quien debía finalizar su labor sobre la situación de los líderes.
En resumidas cuentas: mientras Jekyll trata, con mayor o menor fortuna, de implantar un plan de protección para líderes y lideresas, Hyde se encarga de boicotearlo y de obstruir las investigaciones sobre los autores intelectuales de los asesinatos y las complicidades que pudieran encontrarse en las cloacas del Estado.
Los informes de los organismos especializados de la ONU amparan a la sociedad civil. Así, el relator de Naciones Unidas afirma:
Las personas más expuestas son los líderes sociales y comunitarios, los líderes étnicos y los promotores de las políticas derivadas del Acuerdo de Paz, en particular el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos y la reforma agraria, y los reclamantes de tierra.
El relator formula acusaciones muy graves, pues involucran no sólo a grupos criminales sino también a actores estatales y no estales, como empresas nacionales e internacionales con proyectos mineros, de aceite de palma, banano, caña de azúcar o en el sector energético -petróleo, gas, carbón, presas hidroeléctricas, parques eólicos…
¿Qué puede concluirse de todo lo anterior? En primer lugar que, aunque el Gobierno colombiano no esté directamente implicado en los asesinatos de líderes sociales -si bien, algunas «cloacas» del Estado sí podrían estarlo- no parece hacer todo lo que está en su mano para prevenirlos, esclarecerlos y castigar a los culpables. El presidente Duque debería ser el primer valedor de defensores y líderes, si no por convencimiento propio, por la responsabilidad gubernamental de garantizar y proteger las vidas y derechos de estas personas y la de cumplir los Acuerdos de Paz -que incluyen la elaboración de planes de desarrollo nacional, de reforma agraria y de restitución de tierras.
Urge además la adopción de una Política Pública Integral de Respeto y Garantías para la Labor de la Defensa de los Derechos Humanos consensuada y también que se dote de recursos suficientes a la Fiscalía General para las investigaciones y persecución de los delitos contra los defensores/as y a la Unidad Nacional de Protección, que debería revisar los esquemas de seguridad individual, como demandan líderes y comunidades.
Una parte de la responsabilidad recae en la comunidad internacional, que debe velar por el comportamiento de las empresas internacionales. Estas tienen que evaluar el impacto social y ambiental de sus proyectos de inversión, celebrar consultas cuando afecten a comunidades indígenas o afrocolombianas y respetar sus derechos y decisiones. De los Estados Unidos poco cabe esperar: su American First, que no es nuevo -aunque Trump lo haya elevado a la enésima potencia- ha tenido una responsabilidad principal en introducir a Colombia en sus guerras: la Guerra Fría, la «Guerra contra las drogas», la «Guerra contra el terrorismo» y, a nada que se descuide, «la Guerra contra Venezuela» -que ojalá no se materialice nunca-. Precisamente por ello, a la Unión Europea corresponde impulsar el cumplimiento de los Acuerdos de Paz que ayudó a firmar y a financiar, y controlar las actividades de sus empresas, avanzando así en la coherencia de las políticas de desarrollo. A España puede pedírsele un papel bastante más activo que el hasta ahora mostrado.
Los cuatro jinetes del apocalipsis en Colombia, como en tantos otros lugares de América Latina, son el racismo, el clasismo, el machismo y el desprecio por el medio ambiente que muestra la ideología dominante. Ahí se encuentran las raíces profundas de las enormes desigualdades sociales, étnicas, de género y territoriales, y también las de la pobreza, la corrupción y la cultura de la violencia, una violencia normalmente impuesta por los poderosos y que incluye la ejercida por las guerrillas -que tan funcional le es a las oligarquías-. Las políticas estadounidenses que arrastran al país, como la tan inefectiva «lucha contra las drogas», no hacen sino agravar los problemas.
Pero ninguna de las dificultades proviene de un antojo divino. Las soluciones se encuentran en manos de los seres humanos, de la sociedad civil, del sector privado, de la clase política y, sobre todo, del gobierno. Las manifestaciones y protestas populares de noviembre y diciembre pasado hacen pensar en que la ciudadanía exigirá soluciones cada vez con más resolución. La gestión de la crisis económica que provocará la Covid- 19 necesitará de un gobierno que goce de un amplio respaldo ciudadano -y nunca es tarde para proteger y fortalecer a las comunidades organizadas-. El presidente Duque todavía está a tiempo de elegir entre pasar a la historia como el que hizo todo lo que pudo para resolver los problemas de los colombianos/as, incluyendo el de los asesinatos de los líderes sociales, o ser recordado como otro Mr. Hyde más. Esa es la vaina.
Y para que los números no escondan los rostros de las personas, queda recordar algún nombre en representación de quienes han inmolado su vida en defensa de las comunidades, como el de Karina García, candidata a la alcaldía de Suárez, en Cauca, asesinada junto a su madre y otros cuatro líderes en septiembre de 2019; o el de Jorge Enrique Oramas, un sociólogo de 70 años reconocido por luchar contra la minería ilegal baleado en mayo de 2020 en Cali. Descansen en paz y que sus ideales, y los de tantos otros/as, de paz, justicia y libertad, vivan para siempre.