Cuando un país entra en crisis, los análisis inmediatos y las protestan -si éstas se producen- se enfocan, naturalmente, a los problemas más acuciantes... esos que tocan la existencia diaria. En Venezuela, por ejemplo, la inflación, el hambre, la gasolina, el gas, la represión, la corrupción, los hospitales, el transporte y otros son materia de titulares y ardorosos debates de la cotidianidad, especialmente política.
Cuando estas carencias o anormalidades afectan al colectivo surgen dos reacciones posibles: 1) o el pueblo se alza en protestas pacíficas masivas que suele lograr soluciones, como al respecto hay experiencias históricas, o 2) hay pueblos que entran en un sopor de pasividad esperando que «otros» sean los obligados a restablecer la normalidad.
En el segundo caso, se produce un fenómeno que los psicólogos-sociales llaman «pasividad escapista» que consiste en desahogar su rabia culpando indiscriminadamente «a quien se le venga en ganas» y vociferando soluciones donde él, desde luego, no participa. Mientras tanto, en este último escenario, el caos-país se agudiza y toma el trágico camino de la eternización.
Este esquema de descripción simple y hasta anecdótico ocurre en muchos países alcanzando una enfermedad de hipnotismo colectivo que muchos pensadores empiezan a llamar Cambio Antropológico y cuyas consecuencias fatales son casi irreversibles.
Es tan irracional y kafkiano el proceso que muchos tienen el sobrado derecho a preguntarse: ¿Acaso estamos cayendo en una afirmación exagerada?
Primero veamos en qué consiste.
Lo que se inicia como «pasividad escapista» se transforma -mediante una habilidosa política mediática por parte de los regímenes autocráticos- en convencer que «lo anormal es normal», es decir, «acostumbrar a convivir con carencias, con atraso tecnológico, con atropellos, con desesperanza fatal, con miseria».
El siguiente paso de esta carretera diabólica es la instalación de una nueva Antropología Social, ajena absolutamente a la historia y ancestral idiosincrasia de algún determinado país. Al respecto, el pensador Luis Aguilar León en su libro Cuba y su futuro observa que en un país atrapado por este desgarrador hipnotismo colectivo, surgen, entre otros, los siguientes tumores amorales: el servilismo, la falta de voluntad política, el miedo a la represión, la falta de responsabilidad cívica, el miedo al cambio, la desesperanza, el desarraigo dentro del propio país (insilio), la crisis ética. El autor, con antecedentes seriamente estudiados, asevera que Cuba sufre esta siniestra perversidad antropológica.
El drama apunta a que a los problemas materiales de posible solución mediante nuevas estrategias de gobernabilidad -repetimos- se transforman en «situaciones aceptadas como normales» y, siguiendo el proceso, se pasa al escalón psicológico de una sociedad sin producción de endorfinas cerebrales para reaccionar, surge una sociedad «zombie», domesticada, amorfa, obediente… sin memoria de su tipología antropológica ancestral.
Pero ante este patético panorama de desquiciamiento moral, hay una luz de esperanza. En efecto, como en las pandemias, si estos malvados proyectos autocráticos son atacados en su inicio, pueden detenerse. Su éxito, o sea su logro destructor, depende de su acción silente, su astucia para anunciar promesas fantasiosas, soluciones espectaculares, distraer con una batería de escándalos ficticios y dividir a los oponentes. ¡Se instala el dulce sueño de la conformidad y el fatalismo irreversible!
Pero, apreciados lectores…Dios -siempre Dios- ofrece una esperanza que depende del libre albedrío: dirá si lo deja o lo toma.
Veamos: Si hay oportuna conciencia de cuál es el destino final de este «proyecto de poder eterno», triunfa la racionalidad y se restaura la ambición de ser un pueblo humano, normal y feliz. ¡Divino libre albedrío! ¿Entonces?
¡Ordenar perentoriamente al cerebro para que produzca abundante endorfinas y actuar ya!