Cómo sugerir [...] una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en una palabra?
(Albert Camus, «La peste»)
Ciudades vacías, con fantasmas a la deriva en un espacio inhabitable, contaminado. Ciudades suspendidas en el aire de su propio vértigo y surcando un tiempo indefinido. Ciudades que han alcanzado, al fin, los confines de su propio precipicio. Por los que se despeñan sueños, ilusiones, vanidades, promesas, esperanzas infundadas, palabras inútiles. Sí, hemos tocado el fondo, que es el fin, para vivir confinados. Con finados, con muertos que parten en la más aterradora soledad y sin la presencia física de sus más allegados. ¿Qué ha pasado? Nadie lo sabe. Los enfermos, las víctimas de esta pandemia, los nuevos apestados, aumentan de modo exponencial mientras de fondo suena una algarabía estéril de voces que hablan hasta desgañitarse desgranando hipótesis que ningún científico, cabalmente, puede confirmar. Incluso hay quien aprovecha esta confusión para especular con el dolor y la desesperación de una humanidad doliente y desorientada: políticos irresponsables, periodistas sin principios, empresarios infames.
Intuíamos que algo así podía pasar cuando la tierra arde por los cuatro costados en Australia, Brasil, Estados Unidos, Siberia... Cuando los grandes bosques del planeta, que conforman el pulmón del mundo, desaparecen entre una gigantesca humareda... y nadie reacciona ni dice nada. Cuando el cambio climático es ya una realidad incuestionable y la merma de biodiversidad en el medio ambiente nos cuestiona como especie.
Toda epidemia, nos recordaba recientemente Rafael Argullol, tiene algo de simbólico. Cierto. Y también constituye una metáfora, podríamos añadir. Una alegoría que nos devuelve, como en un espejo, la imagen precisa del acto mismo en que hemos incurrido. Acto devastador de un tiempo consagrado a la destrucción. De culturas, civilizaciones, recursos biofísicos de carácter básico que articulan y permiten el discurso de la vida. La peste, pues, no sería sino la réplica que nos devuelve el hábitat en el que se desenvuelve nuestra existencia; el retorno de cuanto no queremos ver ni escuchar; el regreso de nuestra resistencia al cambio. Cambio que hoy, más que nunca, se impone por la acción expeditiva de un microorganismo que pone en jaque nuestro modelo de producción y consumo, nuestro desarrollo «intocable».
Dicho cambio, sin embargo, puede tomar un sesgo inquietante cuando un régimen autoritario, como el representado por China (supuesto foco de la infección) implanta el tipo de respuesta a escala universal: obligado confinamiento, asepsia colectiva, ruptura de todo contacto físico, vigilancia intensiva. Triunfo, pues, de lo virtual en detrimento de lo real, entendido ese real como cuerpo físico (personal y colectivo, social). En este contexto, pues, es evidente que las élites que dirigen y controlan el proceso de globalización de las economías capitalistas tratarán, por todos los medios a su alcance, de hacer prevalecer su gestión de este mundo en crisis. Nuestro futuro, pues —de acuerdo con ese particular ángulo de visión—, parece escrito desde un pasado que autores como George Orwell, Aldous Huxley y Ray Bradbury imaginasen en sus respectivas ficciones: 1984; Un mundo feliz; Fahrenheit 451.
Mas cualquier movimiento de imposición encuentra una o varias formas de resistencia.
A pesar de la tragedia que sufrimos, en este abismo que rozamos aparece la posibilidad de corregir el rumbo que como civilización hemos tomado. En la pandemia, en la peste, aparece a fuego lento el aviso, la advertencia, la exhortación al cambio.
Paradójicamente, en el mal se halla la energía transformadora susceptible de salvarnos. Así, el potencial reformador de este coronavirus nos enfrenta a nuestros propios límites y a una metamorfosis económica y social profunda. El orbe que surja después de este cataclismo será el resultado de dos concepciones algo más que distintas: opuestas. De una parte tendremos que lidiar con una concepción que, aun sabiendo que ello es imposible, seguirá sosteniendo el desarrollo ilimitado de fuerzas productivas que han tocado techo y hacen de nuestro entorno un lugar invivible.
Representantes de esta posición son líderes mundiales tan caracterizados como Donald Trump, Boris Johnson, Jair Bolsonaro o Vladimir Putin, que no tienen reparo alguno en negar la evidencia y producir, para explicar su postura, un delirio: el de pretender dominar las leyes básicas de la naturaleza mediante ingentes recursos procedentes de la ciencia y de la tecnología modernas. Es el fracaso anunciado de un empeño psicótico. Pero ese empeño, en la representación de su locura, cuenta con apoyos decisivos: las grandes finanzas internacionales; empresas ligadas al complejo militar- industrial, al tejido farmacéutico, nuclear, biotecnológico, a las energías fósiles; cuenta, asimismo, con iglesias que porfían en predicar y asegurar aquello que no existe; con poderosos grupos de comunicación al servicio, no de la información —como así lo pretenden—, sino al de la domesticación de las grandes masas que viven en precario. Todos estos agentes, que son quienes han creado el problema, no aportan sino soluciones provisionales, frágiles, y, sobre todo, ilusorias. La representación que en sus discursos nos hacen del mundo y de la realidad, insensata e irracional, ya está empezando a ser impuesta mediante métodos que excluyen la democracia y la libertad. En este sentido, pues, asistimos a un gran ensayo general de sometimiento colectivo. Aceptamos, sin chistar, cuanto se nos impone desde un saber que no es tal, sino supuesto. Y aquí paz y después gloria.
Ante la cascada delirante de ese poder que agoniza, pero que sigue todavía muy activo, y que vive tanto fuera como dentro de cada uno de nosotros, existe, por otra parte, el deseo de otra cosa que no acaba de ser ni de afirmarse. El tímido balbuceo de algo que aún no ha nacido pero que da esperanza de vida: la puesta en marcha, real y efectiva, de eso que tantas veces se ha dicho y escrito: desarrollo sostenible, economía no especulativa, banca ética al servicio del ciudadano; en resumen, Estado del bienestar. Las fuerzas que tal tendencia sostienen, aun dispersas y sin una formulación precisa de aquello que se quiere, pugnan por hallar su hegemonía —política, cultural— en el magma del desorden global que nos arrolla. Faltan, pues, concreción y firmeza en el despliegue del impulso renovador que se persigue. Las viejas recetas, los antiguos sermones de una izquierda encerrada con sus propias fantasías como niños con un solo juguete, no sirven. Se han diluido en el espacio interesterlar de un mercado sin fronteras ni regulaciones. Estamos en otro contexto. Vivimos, de acuerdo con la ley del más fuerte, en aguas heladas de cálculo egoísta. Habrá, entonces, que abandonar toda clase de supercherías procedentes de un pasado, que ya es remoto, y elaborar, mano a mano y desde una práctica diaria, la alternativa.
Sí, desde luego, otro mundo es posible, pero habrá que construirlo paso a paso y sin máscaras ni engaños que aplacen la salida. O encontramos el modo de sobrepasar este modelo de capitalismo neoliberal que acaba con todo, o a la humanidad le quedan cuatro telediarios.
El tránsito de un modelo de producción a otro estará lleno de traumas y sobresaltos, de guerras y destrucciones sin cuento, de opresión, vileza y oportunismo; pero también, en el fragor de este combate universal que comienza en todo el mundo en pos de la vida, contamos con la energía y cualidades necesarias para dar al traste con un proceso que puede y debe revertirse. Nos va la vida y la libertad en ello.
No podemos repetir cuanto está sucediendo, vivir de nuevo esta pesadilla que creíamos recluida a perpetuidad en toda clase de ficciones. Albert Camus nos lo advirtió. Trataba de buscar, con ayuda de sus lectores, esa palabra que reflejase fielmente la imagen de «una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas». Hoy sabemos que esa palabra existe y que adquiere, además, dimensiones apocalípticas. Esa palabra no es otra que la que hoy se nos impone con valor de condena en todo el mundo, y que nos castiga a la experiencia de vivir prisioneros de nosotros mismos en un espacio cerrado. Esa palabra no es otra que esta: confinados.