Pintura, escultura, grabado, cerámica, decoración o incluso poesía… Son pocas las prácticas artísticas con las que no haya experimentado Pablo Picasso. En la primavera de 2020, y por primera vez, el Museu Picasso de Barcelona pondrá el foco sobre una de sus producciones menos conocidas en una exposición dedicada a la joyería artística.
Desde los collares de conchas realizados para Dora Maar en las playas de Juan-les-Pins en 1937 hasta las auténticas obras de orfebrería de los años sesenta, pasando por las piezas de cerámica moldeadas en el taller Madoura, la joyería constituye para Picasso su enésimo terreno de juego, un nuevo abanico de posibilidades. Dora Maar es una de sus primeras musas en la materia y el collar solar realizado poco después de su encuentro es el precursor de los collares de conchas estivales. El romance entre ellos dos le inspirará de nuevo, a finales de los años treinta, para crear colgantes, broches, medallones y anillos que incorporan el retrato de la fotógrafa surrealista. Seguramente comprados tal cual, estos objetos eran posteriormente transformados por Picasso, que les añadía un motivo dibujado o grabado y se convertían de ese modo en verdaderas obras de arte en miniatura. Algunas de estas joyas resurgirán a la luz pública al ser subastadas tras la muerte de Dora Maar en 1998. Hasta ese momento habían formado parte de la colección personal de la artista surrealista como pruebas de amor y testimonio personal del genio de Picasso.
Unos años más tarde, la pasión amorosa del artista español vuelve a inspirarle en la creación de joyas y, a partir de finales de los años cuarenta, se puede ver a Françoise Gilot pasear por las playas de Golfe-Juan o por los jardines de Vallauris ataviada con unos imponentes collares de cerámica. Es la época del Madoura, el taller del matrimonio Ramié, de cuyo horno salen, además de miles de juegos de platos y jarras de cerámica, unos cuantos medallones de terracota. Más adelante, Picasso vuelve a dar rienda suelta a su imaginación con Jacqueline, su segunda esposa, para quien realizará una gran cantidad de joyas. En esos mismos años, el artista utiliza algunos de sus platos en terracota elaborados en el taller de Madoura para confeccionar nuevas piezas con sus motivos fetiche –cabezas de fauno, soles y otras máscaras–, que se realizan con materiales nobles. Este paso de la terracota al oro no es banal, sino fruto del encuentro del artista español con el orfebre François Hugo a mediados de los años cincuenta. Hugo no tarda en instalarse en Aix-en-Provence y a lo largo de casi veinte años elabora piezas de orfebrería a partir de dibujos y vasijas. Esta colaboración da sus frutos, y pronto Max Ernst, André Derain, Jean Cocteau, Jean Lurçat y Jean Arp también empezarán a colaborar con el artesano.
Los objetos realizados por Hugo y elaborados a partir de modelos del artista siguen el repertorio picassiano –toros, peces y otros animales– con el consentimiento del artista español. Pero no se detienen ahí las incursiones de Picasso en el terreno del metal precioso, puesto que sabemos que a principios de los años cincuenta crea, junto a su dentista de Vallauris, R. Chataignier, cerca de una decena de pequeñas piezas de orfebrería. Es probablemente en ese momento cuando por primera vez el pintor trabaja la plata y el oro implicándose en el proceso completo de fundición, del que surgen, entre otros, un colgante que representa a un fauno y que ofrecerá a Louise Leiris, así como un collar en oro compuesto por varios colgantes unidos por una cadena hecha con hueso y perlas. Como varias otras joyas realizadas por el artista, este collar transmite sus preocupaciones de siempre. La pieza principal está decorada con la figura de un toro. En el caso de Picasso, más que quizá en el de cualquier otro artista, la joya es el modo de expresión más personal. Estos objetos, normalmente destinados a sus allegados, son codiciados como tesoros que él rechaza reproducir en grandes cantidades e incluso exponer. Habrá que esperar a finales de la década de 1960 para que vea la luz una serie destinada a la venta. Para el artista, estos objetos seguramente eran algo más que simples ornamentos. Desde siempre, la joya estuvo dotada de un potencial expresivo fuera de lo común, a veces talismán, otras veces amuleto. Lleva consigo esa magia de lo íntimo.
Dora Maar, Françoise Gilot y Jacqueline Roque no son las únicas destinatarias de estas esculturas minúsculas, también destinadas a menudo a su gente más cercana, hijos o amigos. Se pueden ver las joyas realizadas para Claude, Paloma, Maya e incluso Sonia Mossey y Angela Rosengart en las fotografías tomadas por Jean Nocenti, Dora Maar, Robert Capa, André Villers y Edward Quinn. No es casual que Picasso, cuando dibuja, pinta o esculpe a sus allegados, les atavíe con esas mismas joyas que ha confeccionado para ellos. De la realización del objeto a su traducción en papel se cierra el círculo, y la exposición podrá presentar, junto a estos tesoros portables, los cuadros, dibujos y fotografías que los realzan.
Esta exposición plantea asimismo el problema crucial de la relación de Picasso con las artes decorativas, que tiene que ver con las múltiples obras que quedan aún por descubrir, es decir, la tapicería, la orfebrería, la cristalería o incluso la metalurgia, pasando por los grabados sobre hormigón como los del Colegio de Arquitectos de Barcelona.
La primera parte de esta exposición presentará, además, obras creadas por sus amigos y coetáneos de juventud. Cabe señalar la importancia de Barcelona en la creación de joyas al paso del siglo XIX al XX. De Francisco Durrio (1868-1940) a Manolo Hugué (1872-1945), pasando por Julio González (1876-1942) y Pablo Gargallo (1881-1934), resulta inevitable detenerse en la producción española, que tiene su eco en la obra de Picasso. La exposición tampoco obviará los vínculos que mantenía Picasso con estos cuatro artistas. Estos objetos, a menudo reservados a un estrecho círculo, son los testimonios personales e intensos que un artista brinda a su época a la vez que a su entorno.
La exposición, además, ampliará su propuesta presentando una selección de obras procedente de una de las mayores colecciones internacionales de joyas de artistas. Del surrealismo a las producciones contemporáneas, de André Derain a Niki de Saint-Phalle, pasando por Miquel Barceló, Lucio Fontana y Louise Bourgeois, la colección de joyas recopilada por Clo Fleiss es un ejemplo de diversidad y obras maestras.
Oro, plata, terracota, alambre, madera, conchas, plumas, piedras e incluso piel: son pocos los materiales que escapan al abanico de creaciones recopilado por esta apasionada coleccionista. Tal heterogeneidad de materias, formas, tamaños y volúmenes es representativa de la vorágine creativa de estos artistas, que se convirtieron en orfebres en un abrir y cerrar de ojos. Las joyas, como creaciones íntimas, son los museos en miniatura de la conciencia artística. Se caracterizan por su exclusividad o por su rareza, y las piezas pensadas y concebidas para Clo Fleiss reflejan el carácter personal de la joya de artista. Su singularidad destaca, también, en la trayectoria de su creador, para el que esta práctica suele escapar de lo habitual, y constituye sin embargo un lugar de paso obligado para los más grandes del siglo pasado.
Este proceso creativo seduciría sin duda a los artistas de los años treinta y de las décadas posteriores, que aspiraban a romper fronteras, ampliar límites y desafiar los márgenes de la intención y la intuición creadoras. Y mientras el surrealismo también tuvo su incidencia en el auge de la joyería, que se extiende desde los objetos poéticos de Victor Brauner a los de Salvador Dalí y a los peculiares pendientes en espiral de Man Ray, es sobre todo a partir de los años cincuenta cuando la joyería conoce sus mayores transformaciones. Abstracción geométrica, arte cinético, nuevo realismo, arte pop y minimalismo son corrientes que transformarán este arte de lo íntimo. A imagen de sus creaciones macroscópicas, César realiza unos colgantes comprimidos que convierten objetos cotidianos en personajes de una nueva mitología, mientras que George Rickey condensa sus líneas escultóricas y concede al arte cinético sus colgantes más bellos.
En sus manos, la joya ya no es una pieza de prestigio o de fantasía; es una joya escultórica. Las esculturas en alambre de Calder se mezclan con el brazalete de Meret Oppenheim y, del modelado al collage, el prisma creativo del siglo XX se ilustra con estas esculturas en miniatura. Para el artista, la joya es el secreto de su imaginación, ya sea un juego, un experimento, una prueba de amor o simple curiosidad. En suma, es un museo portátil.