Nuestras sociedades cada día son más complejas y como hemos visto en incontables casos, la democracia es vulnerable. El tejido social es frágil e incluye grupos con intereses contrapuestos. La desigualdad aumenta en todas partes, lo que incrementa los conflictos y, consiguientemente, la debilidad del sistema. Al mismo tiempo, la política pierde legitimidad y, por ende, credibilidad, generando un vacío que conlleva protestas. Observando los hechos y las realidades sociales, evidenciamos dos aspectos fundamentales que están vinculados entre ellos y que posiblemente son las dos caras de la misma moneda: la falta de intermediación y la crisis de representación política. Ambos íntimamente conectados con las desigualdades y conflictos sociales. Más grandes estos últimos, mayor es el abismo entre «representantes» y representados.
Por otro lado, esta falta de puentes o canales de comunicación reflejan otro fenómeno reciente, la ausencia de grandes ideologías o paradigmas. Los instrumentos de análisis e interpretación de los temas sociales no son compartidos y falta un lenguaje común que permita un diálogo y reflexiones colectivas. Las consecuencias de este «déficit» son múltiples y se manifiestan en fragmentación social, incapacidad de articular proyectos políticos, malos entendidos y también violencia. Esta última es un indicador, no sólo de la dimensión de los conflictos, sino que además de la impotencia al afrontarlos. En este universo, la percepción del bien común es corroída por la falta de perspectiva. Esta incapacidad de intermediar y representar socava el sistema político y las instituciones.
La complejidad mencionada anteriormente es el resultado de varios factores: globalización, interdependencia, diversificación económica, desarrollo tecnológico, falta de preparación y nuevamente un lenguaje común. A menudo, observamos actores sociales que no entienden el escenario en que se mueven o que persiguen exclusivamente sus propios intereses y objetivos, manipulando las informaciones y alterando las reglas del juego. Esto desgraciadamente nos lleva a un juego sin sentido, donde predomina la autodestrucción. Las masas piden pan y al mismo tiempo queman panaderías o su correspondiente, los dirigentes piden sacrificios y estabilidad y violan constantemente las reglas del juego.
La intermediación es la capacidad de crear puentes y mediar sobre los problemas, viendo la situación de manera más amplia. Una de las reglas es el reconocimiento del otro a través del esfuerzo real de entender su perspectiva. Pero la distancia social, la falta de lenguaje común y la percepción de los conflictos pasados y los intereses presentes excluyen esta posibilidad, creando circunstancias que impiden toda forma de comunicación y que se manifiestan en fenómenos que podríamos llamar de descomunicación o excomunicación. Es decir, la exclusión física del otro como posible interlocutor. Y es en este contexto donde surgen, por un lado, expresiones de violencia incontrolada y, por el otro, débilmente, intentos de reconstrucción del diálogo social, que redefinan la función de la política como instrumento de mediación.
En psicología, comunicación y sociología estos temas han sido tratados por decenios y la pregunta es: ¿qué sucede con el diálogo, cuando no existe un lenguaje común? La respuesta no puede ser otra que una pregunta adicional: ¿puede existir una sociedad sin diálogo? Y, a esta última, podríamos responder que lo único que subsiste a la falta de diálogo es la autodestrucción.
Emile Durkheim, en su obra clásica, El suicidio, describió un tipo de sociedad que llamó «sociedad anómala» cuya característica principal era la falta de reglas comunes. En mi modesta opinión, yo afirmo que nos encontramos en ella.