En un mundo sacudido por tantos problemas, es difícil mirar al 2020 sin hacer algún tipo de análisis holístico. Si bien se han hecho enormes progresos en muchos ámbitos, está claro que la marea ha cambiado y ahora estamos entrando — o ya lo hicimos —, en un nuevo descenso en la historia de la humanidad.
Hoy enfrentamos una amenaza existencial sin precedentes provocada por la crisis climática. Según los científicos, tenemos hasta 2030 para detener el cambio climático: a partir de ese momento las condiciones humanas enfrentarán varias amenazas. Sin embargo, acabamos de celebrar una conferencia mundial en Madrid sobre el cambio climático, que culminó en nada. Pero no solo eso. Desde el comienzo de la última década vivimos un cambio singular en las relaciones de los políticos con el clima. El clima se ha convertido no en un tema científico, sino político, con políticos de peso no menor, como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, Matteo Salvini y Vladímir Putin, argumentando que no hay una crisis climática. Algunos de ellos, como el primer ministro de Australia, Scott Morrison, toman vacaciones en Hawái mientras los incendios destruyen áreas tan extensas como Bélgica.
Desde el final de la última década hemos presenciado, además, otro cambio en un entorno vital: la democracia. Con la caída del Muro de Berlín en 1989, a todos se les dijo que la amenaza del comunismo había desaparecido. Como la frase célebre de Francis Fukuyama, se trataba del fin de la historia. El capitalismo y el mercado unificarían el mundo y pondrían a navegar a todos los barcos, se decía entonces.
Luego vino la gran crisis financiera de 2008-2009 que costó a los Gobiernos (y, por lo tanto, al los pueblos) 12 billones de dólares y quedó claro que solo se estaban impulsando algunos barcos. Los recortes presupuestarios afectaron especialmente la seguridad social, la educación y la salud, mientras que unas pocas personas volvían fabulosamente ricas. La deuda mundial se duplicó (ahora asciende a 325 billones de dólares) y de repente empezaron a brotar por todas partes partidos nacionalistas, xenófobos y de derecha. Antes de la crisis de 2009, solo había uno en Francia. Incluso los países nórdicos, que durante mucho tiempo habían sido símbolo de civismo y tolerancia, presenciaron la llegada de Gobiernos de extrema derecha.
Los treinta años transcurridos entre la caída del Muro de Berlín y la crisis financiera nos legaron una cultura de competencia, individualismo y pérdida de valores, una cultura de la avaricia. Y los diez años transcurridos entre esa crisis y la década que comienza presenciaron el surgimiento de la cultura del miedo. La inmigración se convirtió en el catalizador: nos invadieron, el islam no era compatible con nuestra sociedad, nos robaron nuestros trabajos, fueron llegando el crimen y las drogas y los mismos líderes que no creen en el cambio climático se convirtieron en los guardianes del cristianismo, promulgando leyes restrictivas para lograr el aplauso de los ciudadanos, independientemente de los derechos humanos. En las últimas dos décadas, los sindicatos se han vuelto insignificantes y se han introducido leyes que apoyan la creación de empleos precarios y la reducción de la protección social. La gente comenzó a tener miedo cuando miran al futuro incierto de sus hijos.
Los historiadores afirman que los dos principales motores de cambio en la historia son la codicia y el miedo. Entramos en la década de 2020 con ambos. Peor aún, muchos analistas creen que lo hacemos con odio.
El hecho es que dos banderas que creímos habían sido descartadas por la historia están regresando.
Una es la bandera «en nombre de Dios». Pensamos en ISIS y Al Qaeda, pero esta es también la base de la imagen de Putin, Orbán, Trump, Bolsonaro y Salvini. El uso de la religión por parte de la derecha ha logrado unir a los pobres. Con la Biblia en la mano, el teólogo Juan José Tamayo ha llamado a los políticos a la alianza cristo-neofascista. En las últimas elecciones en Costa Rica, el pastor evangélico Fabricio Alvarado ganó con una campaña basada en la defensa de los valores cristianos y el neoliberalismo, contra el aborto y el paganismo proveniente de Europa. Este es precisamente el tema electoral de Orbán en Hungría, Kacynsky en Polonia y Putin en Rusia.
En Brasil, la Iglesia evangélica fue vital para que Bolsonaro fuera elegido. En El Salvador, el nuevo presidente Nayib Bukele le pidió a un pastor evangélico de extrema derecha que ofreciera una oración durante su ceremonia inaugural y hay un proyecto de ley que podría hacer de la Biblia una lectura obligatoria en todas las escuelas. Todos recordarán cómo, después del derrocamiento de Eva Morales por el Ejército, la nueva presidenta de Bolivia, Jeanine Áñez, y sus partidarios andaban con una Biblia en las manos en cada ceremonia.
Y no olvidemos que Trump fue elegido por el apoyo de la Iglesia Evangélica, que tiene 40 millones de fieles. Trasladó la embajada de los Estados Unidos a Jerusalén para obtener su apoyo. Los evangélicos creen que cuando Israel recupere todo el territorio del tiempo bíblico, Cristo vendrá a la tierra por segunda vez, y serán ellos serán los únicos recompensados. El otro país que movió su embajada a Jerusalén, Guatemala, también fue como resultado de la jugada de un presidente evangélico.
El teólogo Tamayo habla de una internacional del odio: odio contra la igualdad de género, contra los LGTB, contra el aborto, contra los inmigrantes. Quienes propagan el odio defienden el reforzamiento de la familia patriarcal y la sumisión de las mujeres, desprecian lo que no es tradicional, desconfían de la ciencia y las estadísticas, niegan el cambio climático y odian a los musulmanes, judíos y negros. Lo que está siendo totalmente ignorado es el problema de las desigualdades sociales, la creciente brecha económica por razones de etnia, cultura, género, clase social, identidad sexual, entre otros.
Tamayo asegura que esto se está convirtiendo en un nuevo movimiento internacional, que ahora está llegando a Europa como muestran las recientes elecciones españolas. Vox, el partido de extrema derecha creado hace solo cuatro años, ahora alcanza 52 escaños en el Parlamento y es el tercer partido más grande, como AFD en Alemania. El partido del italiano Salvini, con sus rosarios, se ha convertido en el partido número uno y él podría ser el primer ministro en cualquier momento. Y sabemos bien del gran frente conservador contra el papa en la Iglesia Católica que también quiere salvar tradiciones, está en contra de los LGBT, a favor de la familia patriarcal, etc., etc. De lo que se trata es de usar la religión, el miedo y el odio, para obtener ganancias políticas.
¿Y qué hay de la bandera «en nombre de la nación»? Bueno, el mejor ejemplo es Benjamin Netanyahu al aprobar una ley que establece como requisito para la ciudadanía israelí el ser judío. Así es como Narendra Modi en India pretende privar a los musulmanes (170 millones) de la ciudadanía india y como el Gobierno de Myanmar trata a más de un millón de rohingyas. Esos casos unen a la religión con la lucha contra las minorías y las diferentes religiones en nombre de la nación. China ha lanzado ahora una campaña por un sueño chino (también persiguiendo a las minorías musulmanas uigures). Esta es, exactamente, la misma estrategia que usa Trump al clamar por el sueño americano. Estados Unidos no tiene aliados y cualquiera que gane dinero en el comercio con Estados Unidos es un adversario, ya sea Canadá o Alemania. América primero significa, en realidad, América sola.
Entonces, las banderas «en nombre de Dios» y «en nombre de la nación» suelen superponerse. El politólogo y economista italiano Riccardo Petrella considera que en las últimas décadas ha aparecido una tercera bandera con una gran audiencia: «en nombre del dinero». Y, también, que en las últimas dos décadas la corrupción se ha convertido en otro contravalor universal.
En su último informe, Transparencia Internacional, la organización que lucha y denuncia la corrupción, analiza cómo ésta debilita la democracia. Freedom House, una fundación conservadora de Estados Unidos, descubrió que desde 2006 un total de 113 países han vivido una disminución neta en sus niveles de libertad, mientras que solo 62 han registrado alguna mejoría. The Economist afirma que la democracia se estancó en 2018, después de tres años consecutivos de deterioro. De los 62 países que hicieron la transición de un gobierno autoritario a alguna forma de democracia en el último cuarto del siglo XX, la mitad de ellos ha visto los niveles de democracia estancarse o incluso tambalearse. Transparencia internacional destaca que si bien la lucha contra la corrupción ocupa un lugar destacado en la plataforma de los populistas, cuando están en el poder tienden a debilitar las instituciones democráticas y a involucrarse en la corrupción como sus predecesores. La organización cita los casos de varios países, desde Guatemala hasta Turquía, desde los Estados Unidos hasta Polonia y Hungría. Cuando la corrupción se filtra en el sistema democrático corrompe a sus líderes. La corrupción económica ha aumentado en los últimos cuarenta años, después de la campaña «la codicia es buena», en la medida en que el mercado fue sustituyendo al hombre como centro de la sociedad. Llega a todo el sector público además, obviamente, del sector privado.
Dos tercios de la humanidad ahora no confían en la policía y otros servicios públicos porque se consideran corruptos y creen que la corrupción está tan extendida que no puede eliminarse.
Nos hemos acostumbrado a escuchar acerca de la corrupción en las últimas dos décadas porque está en las noticias todos los días. Poco a poco, nos hemos entrenado para ver como naturales cosas que no son nada naturales: una buena señal de hasta qué punto hemos perdido la brújula moral.
Si le preguntas a los niños hoy si las guerras y la pobreza son naturales, probablemente, responderán que sí. Y, como adolescentes, también sería probable que consideren la corrupción como algo natural.
Por lo tanto, es evidente que dos entornos fundamentales para la humanidad están en peligro. Uno a corto plazo es el entorno natural. Las condiciones de vida en el planeta pueden empeorar dramáticamente y tenemos todos los pronósticos. Solo tenemos la próxima década para tratar de revertir la tendencia del cambio climático, ya sea natural (algunos dicen) o provocado por el hombre (todos los científicos). Pero entonces la pregunta es: ¿cuánto tiempo tenemos para proteger nuestro entorno político, que dirige nuestra vida económica, social y cultural, antes de que caiga también en un declive irreversible?
Por supuesto, una dictadura sangrienta es menos dramática que la elevación de los mares en siete metros, la diferencia de 3 grados de temperatura o la pérdida de todos nuestros glaciares y de muchos ríos y fuentes de agua. Ahora que tenemos todos los datos: ¿por qué los ciudadanos no actúan por la supervivencia de su entorno?
Por otro lado, 2019 pasará a la historia como el año de las manifestaciones masivas. En 21 países de América Latina, África, Asia y Europa, millones de personas salieron a las calles para protestar contra la corrupción, la injusticia social, la brecha entre las instituciones políticas y la ciudadanía, el miedo y la disminución del bienestar social como prioridad política. Los jóvenes, que han abandonado los partidos políticos y las elecciones, estuvieron frecuentemente a la vanguardia. Ellos están a la cabeza de la campaña por un mundo sostenible, donde una adolescente, Greta Thunberg, ha reunido a jóvenes de todo el mundo. Pero el sistema no parece estar realmente escuchándolos, a menos que se vuelvan violentos como en Chile, París, Bagdad o Hong Kong.
Estas reflexiones nos llevan a tres conclusiones.
La primera es que, no por accidente, los enemigos de la lucha para defender nuestro entorno natural también son los enemigos de nuestro entorno político. No les importa si se destruye el primero, porque están entrelazados con corporaciones, compañías de gas y petróleo, agricultores que quieren apoderarse de tierras (como es el caso de Brasil y el Amazonia), o compañías de carbón, como en Polonia y Australia. Pero quieren torcer el entorno político a su favor, para su poderío. Orbán de Hungría ha hecho campaña por una democracia no liberal. Bolsonaro ha ido más allá al hablar de los viejos tiempos de la dictadura militar. Y todos ellos, desde Trump hasta Salvini, consideran la cooperación internacional, los acuerdos multilaterales y cualquier iniciativa supranacional (como las Naciones Unidas o la Unión Europea) que limite la soberanía de un país en aras de la paz mundial y la justicia social como algo a combatir. Todos están a favor de construir muros, olvidando que la Segunda Guerra Mundial nos enseñó a abolirlos.
La segunda es que la democracia está en peligro por las mismas razones que el medio ambiente también está en peligro. No hay capacidad y voluntad entre los populistas para llegar a un acuerdo interno. ¿Sería posible hoy crear las Naciones Unidas o firmar la Declaración de Derechos Humanos? Indudablemente no, en la misma medida que no hay una voluntad para luchar contra el cambio climático.
La tercera, por lo tanto, es qué sucederá en la nueva década en la que ahora estamos entrando. Parece que será una década decisiva. En solo unos años, debemos tomar medidas sobre cómo trataremos dos problemas existenciales: cómo permanecer en nuestro entorno actual y cómo viviremos juntos.
Todo esto será decidido por los votantes. Y esto plantea un problema: ¿es legítimo creer que el fascismo, la xenofobia y el nacionalismo son la respuesta a nuestros problemas? La especie humana debería aprender de sus errores (como hacen todos los demás animales). Y deberíamos haber aprendido de las dos guerras mundiales que esas creencias no son una respuesta sino las raíces de la guerra y la confrontación.
Entonces, aquí una reflexión final. Según Steven Pinker, el científico cognitivo canadiense que escribió en The Economist, en los últimos siete años los humanos se han vuelto más saludables, viven más, son más seguros, más ricos, más libres, más inteligentes y educados. Esta tendencia debería continuar. Pero los humanos han evolucionado porque se han dedicado principalmente a las ventajas de la reproducción, la supervivencia y el crecimiento material, y no por la sabiduría o la felicidad.
El primer paso urgente es reconciliar el progreso con la naturaleza humana. Tenemos habilidades cognitivas y también la capacidad de cooperar y ser enfáticos, a diferencia de otros animales. Entre la Era de la Ilustración y la Segunda Guerra Mundial, hicimos importantes avances en la ciencia, la democracia, los derechos humanos, la información libre, las reglas de mercado y la creación de instituciones de cooperación internacional. Para Pinker esta tendencia no se puede detener: ahora está en nuestros genes.
Ahora bien, en diez años sabremos si todo esto está en los genes humanos o se trata solo de uno más de los muchos pasajes de la historia. Además, porque en 2022, Bolsonaro y Orbán deberían dejar el cargo, seguidos de Erdogan en 2023 y Netanyahu, Modi, Putin y Trump en 2024. Entonces, en solo cuatro años (un microsegundo en la historia de la humanidad), sabremos cómo es el mundo y qué daños son irreversibles o no. Y sabremos si hemos hecho algún progreso para detener la crisis climática. Pero Trump, etc., han sido elegidos...