Envidiar tiene mucho que ver con un tal Procusto, hijo putativo de Poseidón, que rechazaba a todo aquel con características diferentes a la suya. Un tipo acogedor que, sin embargo, despreciaba a la gente cuando algo les salía bien. La envidia contiene la tendencia a la uniformidad y la rigidez de pensamiento oculta con frecuencia tras una apariencia amable y cálida. En psicología consideramos que alguien puede estar experimentando un síndrome de Procusto cuando se frustra por cualquier cosa, sostiene una conducta personal de querer tener siempre la razón y se obsesiona por tenerlo todo bajo control. La desconfianza hacia todos, incluidos ellas/os mismos, es característica de la pobre autoestima en personas muy envidiosas.
Pero envidiosos, lo que se dice envidiosos, los somos todos y todas. No hace falta tener ninguna patología para modernos el dedo de impotencia o desplegar la sonrisa en abanico de la suficiencia. Somos seres adictos a los juicios rápido, eso sí. Y a la intransigencia también. Decía el historiador Harold Coffin que la envidia es el arte de contar los logros de los demás en lugar de los propios. Yo esto me lo creo de la p a la pa. Y es que la envidia no solo se alimenta de la frustración de no estar donde está el otro o de no tener lo que el otro tiene. También se nutre del placer de ver a la persona envidiada humillada y pasándolo mal. La envidia es una emoción que tiene mucho de sucia. Podría describirse como un dardo envenenado que lanzamos queriendo acertar en el centro mismo del ojo de una fotografía en la pared de quien deberíamos admirar.
En las conclusiones de unos estudios sobre la envidia realizados por el psicólogo Niels Van de Ven, se afirma que, aunque la envidia siempre nos aporta sensación de inferioridad, frustración y resquemor, también puede despertar respeto, admiración y motivación para superar al otro. Al efecto de estas reacciones benévolas lo denominó envidia sana. Claramente, propuso definir la envidia como una emoción con dos caras. Por un lado, una envidia tóxica, maligna, cochina de avaricia, envenenada por los celos y capaz de situarnos al filo del propósito destructivo, o cuando menos de alguna fechoría. Y una envidia sana.
¿Pero qué es la envidia sana?
Yo tengo mi opinión. Tú tendrás la tuya. Tal vez coincidamos, pero las opiniones son como el público, cada uno tiene el propio. Probablemente muchos estaríamos de acuerdo con las conclusiones de Van de Ven. De otros nos alejaría. El caso es que se ha aceptado a la envidia sana no solo como una conducta más constructiva, más positiva sobre las reacciones de resentimiento, disgusto, animosidad, pelusa o celos, sino como apropiada para mejorar la motivación de superación, la convicción personal de esforzarse hasta alcanzar y mejorar aquello que envidiamos. De lo que no cabe duda es que en ambientes competitivos la «envidia sana» estimula comportamientos de mayor rendimiento. Claro que, parafraseando al filósofo Byung-Chual Han, uno puede llegar a esclavizarse a sí mismo y pensar que se está superando. La creencia de inocuidad de este tipo de envida puede, sin embargo, llevarnos a engaños.
La directora del Instituto Superior de Estudios Psicológicos de Madrid, Maribí Pereira dice que «la envidia es en sí una defensa contra la percepción de la propia inferioridad: se odia a otro para no sentir odio contra uno mismo». Desde esta óptica, las manifestaciones de la envidia nos dicen más sobre los sentimientos de inseguridad de quien envida que de quien es envidiado/a. La envidia sana viene, entonces, a cuestionarnos nuestras propias capacidades. Porque no solo envidiamos lo que no podemos tener, también lo que no podemos ser. El efecto que nos cause puede ser de afán y anhelo de mejora de uno mismo, pero también puede ser su contrario. Por lo general en estas situaciones la cosa se tuerce, nos desarbola, cuando aparece la ansiedad en la comparación. Las comparaciones son acciones perturbadoras, con una poderosa capacidad para trastornar a cualquiera; nos vuelven mezquinos cuando salimos perdiendo y soberbios cuando jugamos con ventaja.
La envidia sana no es más que un sentimiento inicial, que lógicamente no tiene las connotaciones destructivas de una envidia exacerbada y que se suele visibilizar acompañada de una sonrisa que se esfuerza por ser verdadera y un sentimiento de admiración honesto. Pero cabe preguntarse si realmente existe una diferencia palpable entre la envidia sana y la cochina cuando hablamos de personas envidiosas. Nunca sabemos que hay detrás de una sonrisa envidiosa, si respeto, sarcasmo o ira contenida. De lo que no hay duda es que la mueca que nos deja dibujada la envidia tiene un regusto amargo.
¿Se puede no ser envidioso?
Se puede convivir sin conflictos con nuestros momentos extemporáneos de envidia. Si estamos en equilibrio, en paz con nuestras polaridades y contrariedades, las reacciones envidiosas no nos perturbarán más que lo que lo hace una mosca cojonera. No ser envidiosa/o consiste en vivir con espíritu crítico, curiosidad por todo aquello que nos queda por descubrir y aprender. Vivir conlleva en sí mismo un continuo conocerse. Para no “pecar” de envidiosos conviene desarrollar la asertividad y la empatía. Así y todo, algunas envidias nos acecharán en distintos momentos a lo largo de nuestras vidas.
Otra cosa es dejar de ser un envidioso/a. Eso costará un esfuerzo mayor. Hay quien en el empeño de dejar de sufrir por la envidia, acude a un psicólogo para ordenarse un poco, sobre todo cuando tiene problemas para comprender por sí mismo/a, cual es el alcance de la dialéctica mental con que se manifiesta la envidia y los estados de ira que la acompañan en los casos más severos. Entre los diálogos preferidos del envidioso están los opuestos, las contradicciones y las expectativas. Y es que la envidia (la sana, la insana o la cochinamente sana) es una neurosis en torno a una percepción personalista de la injusticia. Uno de esos ejercicios delirantes de la mente humana con los que funcionamos como normalidad.
Dejar de envidiar a otras personas supone comprender que querer lo que tiene el de enfrente o ser como aquel, no es ser como uno mismo. La envidia, genera un problema de mimetismo y hasta de parálisis, por el que lo que más le cuesta a una persona envidiosa es afrontar su carácter posesivo, su visión consumista de objetos y personas, y aceptar modificar nuestros particulares niveles de avaricia. Lo dicho, dejar de ser envidiosos nunca será algo fácil.
La envidia solo causa sufrimiento a quien la experimenta. Es una emoción que, cuando persiste – y es muy persistente – nos aleja de todo aquello que somos y de todo aquello que es de nuestra propiedad. Nos dificulta enormemente gozar de lo que tenemos y nos inocula infravaloración personal. La envidia no conoce límites y de lo «sano» se pasa a lo tóxico con facilidad.
Una vez somos conscientes de esto que les acabo de comentar, concierne a cada cual saber qué quiere hacer con sus envidias. Se acercan las navidades, época de júbilo, de vanidades y de algunas cochinas envidias sanas.