Estimado amigo,
Me consultas qué está pasando en Chile. En verdad, nunca imaginé que en mi país podía ocurrir un estallido social tan gigantesco, acompañado de tanta violencia. Como tampoco pensé que en 1973 ocurriría un golpe militar tan brutal y prolongado. Me pregunto, con los años, por qué uno no es capaz de anticipar eventos sociales tan estremecedores. En ambos instantes cruciales pienso que había antecedentes demás para darse cuenta que las cosas se encaminaban a un choque, pero que no hubo suficiente capacidad política para reaccionar a tiempo y evitarlo. A veces las personas no queremos ver, o la ideología enceguece. O peor, uno cree que la democracia es como la cordillera de los Andes, inamovible, cuando en verdad es como un jardín, que uno debe cuidar y regar a diario, que necesita consensos básicos, que todos se sientan parte y con capacidad de cambiar las cosas para mejorar sus vidas. Nos han faltado espacios de dialogo social sistemático, seguimiento de los cambios, capacidad de anticipación y una mirada estratégica.
Los hechos han sido explosivos y todos estamos perplejos. La masividad y presencia de jóvenes muestran una gran fuerza social positiva, pero la violencia descontrolada nos alerta de un grave peligro. En medio de estos sucesos, con el correr de los días ha crecido la voluntad política de actuar con celeridad, buscar acuerdos y encontrar formas de encauzar la crisis.
No sabemos cómo evolucionarán las cosas, tampoco sabemos si Piñera podrá terminar su mandato. Él no se ha manejado bien. Su gobierno comenzó frenando los cambios; eso impulsó las protestas. Reaccionó con temor y agresividad, declarando que estábamos en guerra. Pero esos argumentos no bastan para explicar lo que acontece. Es incomprensible que un aumento del 2 % en la tarifa del Metro pueda desatar tales consecuencias. Las causas son más de fondo. Y venían gestándose desde hace años. A pesar de la sustancial disminución de la pobreza y una reducción, aunque leve, de la desigualdad, muchas familias sobreviven con ingresos menguados, y las nuevas clases medias se sienten vulnerables ante el riesgo de perder su empleo, a no financiar la salud, la educación o tener que pensionarse con ingresos mínimos. El Estado es débil y las protege escasamente.
Los avances que se consiguieron por la Concertación y la Nueva Mayoría fueron importantes, pero menores de lo que debíamos haber logrado. La oposición de derechas, desde 1990, vino frenando los cambios impulsados por los sectores de centro izquierda. Estiró la cuerda hasta que se cortó. Así como la derecha estiró la cuerda, con las consecuencias que vemos ahora, la actual oposición progresista, que gobernó 24 de los 30 años, también se fue resignando a que las cosas no eran fáciles, los cambios se realizaron con lentitud y no consiguieron la cohesión social que se esperaba en democracia.
¿Es este un fenómeno únicamente chileno? No. En todo el mundo observamos movilizaciones contundentes, amplificadas por cambios tecnológicos en las comunicaciones, y por una juventud que busca transformaciones de envergadura. Los jóvenes están interconectados, con tecnologías para informarse, actuar de inmediato y convocar a miles de personas. Estos movimientos desatan enorme energía social, sacuden el sistema imperante y demandan cambios inmediatos. Pero se enfrentan a gobiernos lentos, y Estados con escasa capacidad de acción. La gobernabilidad decae.
En muchos países ha asomado una nueva realidad: el distanciamiento entre la élite y la ciudadanía. Es una tensión distinta de la dicotomía izquierda / derecha, a la cual estamos habituados en política. Resulta evidente que la democracia representativa está en crisis, y que los movimientos sociales irán en aumento. Pero tales movimientos sociales no son capaces de gobernar. Sacuden, pero no dirigen. La gran pregunta entonces es cómo fortalecer las instituciones democráticas, como articular las movilizaciones sociales con los partidos políticos, como se reforman los partidos, cómo se utilizan las redes sociales para profundizar la democracia y evitar el riesgo de polarización y autoritarismo.
El neoliberalismo, que impone a toda la sociedad sus normas de mercado y pretende transformar al ciudadano en un mero consumidor, está declinando y tiende a desaparecer. El cambio tecnológico y el cambio climático obligan a la colaboración social, y a compartir una mirada de largo plazo para resolver problemas estratégicos, que hasta ahora no hemos sabido enfrentar.
En el caso chileno, sin embargo, hay una nueva luz. Esta gran movilización social ha abierto caminos que la política no pudo lograr, un consenso para realizar un plebiscito, iniciar una nueva constitución y avanzar en cambios sociales. Se ha producido un acuerdo político que es histórico, inimaginable hace un tiempo atrás, para poner fin a la Constitución de Pinochet, y después de 30 años de democracia dejar atrás una constitución impuesta hace 40 años por Pinochet.
Hay otra cuestión que también tendrá que abordarse, la violencia, y cómo una democracia garantiza el orden público, sustentado en un nuevo pacto social. Dejar en la impunidad actos delictuales como la destrucción del metro, bienes públicos, iglesias, municipios, gobernaciones, comercios, sería una herida que debilitaría el alma de la democracia. Esa violencia extrema se debe encarar sin titubeos, sancionar a los culpables, y requerirá también de una reforma de las policías y de los servicios de inteligencia.
Estos pasos recién se inician, serán procesos prolongados que pueden tomar 5 a 10 años. Habrá muchos debates para escribir la nueva constitución, muchas leyes y programas para reducir la desigualdad, reforzar lo público, nuevas políticas para reorganizar la economía y elevar el crecimiento para sostener el gasto social y mitigar el cambio climático.
Chile, a diferencia de otros, tiene una economía más sólida y la capacidad política para encauzar institucionalmente los cambios. Por eso soy optimista, creo que evitaremos una ruptura institucional, pues haría imposible estos avances, y podremos pasar a una nueva etapa, una nueva transición hacia una sociedad más igualitaria y a una democracia más participativa.
Espero que este relato te sirva para entender, en parte, lo que está pasando en un país al cual tú tanto quieres.
Atentamente.
Adenda: Chile, dos escenarios desastrosos y uno esperanzador
Ante la honda transformación en curso en Chile, no habrá salida simple ni corta. Será larga y tensa. Emergen hoy dos escenarios desastrosos y uno esperanzador. El primero es una decadencia progresiva, con violencia y Gobiernos débiles. El segundo es una salida autoritaria, una reacción social de angustia y una demanda de orden a cualquier precio, que solo puede implantarse con militares, aunque ellos no lo quieran.
El único camino, moderadamente esperanzador, es un acuerdo político coordinado y concordado con organizaciones sociales, sociedad civil, y con los alcaldes en primera línea. Podríamos encontrar ese camino si promovemos deliberación en cada lugar de Chile, con dirigentes políticos y sociales que iluminen un horizonte de cambio sustantivo, sin violencia.
Exige dejar atrás los esquemas que antes considerábamos de «normalidad». Lo esencial, además de una nueva Constitución, es poner en marcha ahora medidas sociales contundentes. A cuentagotas no sirve. La economía se desajustará, por cierto, y no será solo por el déficit fiscal derivado del ingente gasto social, sino también por la contracción de la inversión, del consumo y el empleo. Será necesario, en los próximos días, convenir un plan extraordinario de reactivación, viviendas y otras obras públicas, y un programa especial de trabajos para jóvenes y mujeres de muy bajos ingresos o cesantes. No nos confundamos con los equilibrios fiscales. Ahora la misión es salvar la democracia. Luego ajustaremos.
Las fuerzas democráticas deben condenar sin matices la violencia. A esta hora ya es evidente que estamos en presencia de uno o varios pequeños grupos que buscan la destrucción del país y su convivencia. Están organizados y pagan o persuaden a otros jóvenes. Creer en la espontaneidad es un error garrafal. Esta escalada se detiene con apoyo social, policías reforzadas, bien conducidas, respetuosas de las garantías constitucionales, con inteligencia de verdad. Sin ello, caeremos en la declinación o el autoritarismo. El miedo y la impunidad corroen las instituciones, e impedirían el surgimiento de un espíritu de solidaridad y concordia. Se exacerbaría el individualismo, y pasaríamos al sálvese quien pueda. Así no hay convivencia.
Quienes por omisión, comodidad o cobardía retarden este decurso serán responsables de los escenarios desastrosos. El Gobierno es quien debe conducir con amplitud y dialogo, resolución y rapidez. El presidente y sus partidos deben entender que la prioridad actual no es la defensa de su programa, que ya se desplomó, sino proteger el país y su democracia. El progresismo opositor y las organizaciones sociales históricas organizadas también deben superar una lógica de ganar conquistas del gobierno, o de caer en la ilusoria creencia de recibir aplausos de los grupos radicalizados.
La gente vulnerable y su vida están primero, y priorizarlos supone defender la democracia, implementar un Pacto Social y actuar contra la violencia. Se acaba el tiempo.