En el marco de las elecciones presidenciales del 2009 tuve la ocasión de debatir con Pablo Ruiz-Tagle sobre el tema constituyente. En la sede de la Universidad Católica de Santiago, por invitación de la federación de estudiantes de la PUC. Guardo de Pablo el recuerdo de un hombre afable, cortés, erudito y amable.
Hoy Pablo es el Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, y debe recordar mi insistencia en devolverle al pueblo de Chile la Soberanía que nunca perdió porque jamás la tuvo.
Espero sinceramente que Pablo Ruiz-Tagle, que ha profundizado el tema, haya evolucionado en sus criterios leguleyos. Después de todo, él mismo dijo y escribió que la Constitución de la dictadura es el texto más manoseado de las Cartas Magnas que los magnates nos han concedido. Y mientras más manoseada y maquillada, más igual a ella misma.
Curiosa democracia la chilena, en la que, durante toda la Historia del país, el pueblo jamás tuvo derecho a la palabra, y muy pocos derechos a secas, frecuentemente aplastados, ignorados y despreciados.
Roberto Garretón, conocido abogado de DDHH, iniciador de la idea de la Asamblea Constituyente, me tranquilizó desde el principio: «Por definición –me dijo– una Asamblea Constituyente es anticonstitucional. Raramente, para no decir nunca, una Constitución prevé los mecanismos para ser abrogada».
De modo que el camino es muy sencillo: simplemente, el pueblo, único Soberano, decide. Por encima de la voluntad del pueblo, no hay ninguna autoridad.
Luis XVI quiso probar lo contrario, intentando imponerse a los Estados Generales, asamblea del pueblo de Francia, el 23 de junio de 1789.
Su orden fue clara: Je vous ordonne, Messieurs, de vous séparer tout de suite… («Les ordeno señores, separarse inmediatamente...»). Dicho lo cual dio vuelta los reales talones y se fue, acompañado de la nobleza y el clero que, como de costumbre, estaban del lado de sus propios intereses.
Como el Tercer Estado siguió reunido, el marqués de Dreux-Brézé volvió, acompañado de algunos empolvados mequetrefes. Desde la puerta de la sala lanzó, perentorio:
«Señores, ¿no escucharon la orden del Rey?».
Mirabeau –que ese día se ganó el puente que hoy atraviesa el Sena en París y que lleva su nombre– le respondió de un tono enfático e inapelable:
«¡Estamos aquí por la voluntad del pueblo y no saldremos sino por la fuerza de las bayonetas!».
Es resto es conocido. Se impusieron las ideas de los filósofos del Siglo de las Luces, comenzando por Jean-Jacques Rousseau. Por encima del pueblo Soberano no hay, ni puede haber, ninguna autoridad. Esa Soberanía es inalienable e irrenunciable. Nadie ni nada puede atentar contra ella. Eso está inscrito en todas las constituciones democráticas que en el mundo existen, y hasta en los principios de la Naciones Unidas.
Salvo, como dijo Mirabeau, que intervenga el uso de la fuerza bruta y brutal, imponiendo una dictadura.
En estos días azarosos para el poder de la casta chilena parasitaria, corrupta, criminal, ladrona e ilegítima, asoman algunas trampas demasiado evidentes. Piñera, Jacqueline Van Rhysselbergue, y hasta el muy lamentable Camilo Escalona, se abren a «cambios constitucionales». ¿Dónde está la trampa?
Muy simple. Como Andrés Zaldívar sugirió hace algún tiempo, como hizo la Junta Militar en 1980, como Ricardo Lagos y su payasada del año 2005, se trata de sustituir al pueblo Soberano por un paquete de claveles que asume –por cojones– el poder constituyente. Piñera insinúa que los cambios constitucionales que la elite permitiría deben ser discutidos por un congreso constituyente, que en la práctica no sería sino un chamullo constituyente.
De ahí nace la confrontación con la representación popular elegida libremente, sin condiciones, por el pueblo reunido en cabildos, asambleas y otras reuniones locales, provinciales y regionales, hasta llegar al cabildo nacional, o Asamblea Constituyente.
Fuera los pactos, los subpactos, los repactos, las limitaciones, las «cocinas», los contubernios, las negociaciones, las condiciones previas, el billete que fluye rápido y anónimo, las encuestas teledirigidas, las campañas del terror, las manipulaciones.
En su ensayo de ciencia política titulado Principios del gobierno representativo, Bernard Manin comienza por afirmar que sería un error fatal confiarle a los responsables del desmadre actual la definición de los remedios del futuro. Ningún corrupto se auto sanciona. Ningún criminal se auto condena.
Hace ya algunos años, recibí un llamado telefónico en mi oficina de París. Una voz de inconfundible acento chileno me anunció: «Le va a hablar el diputado xxx….». Sorprendido, escuché a un señor –que no conocía ni de nombre– invitarme al Congreso. Poco después, al llegar a Chile, intrigado, le llamé. El diputado me invitó a reunirme con él en su oficina del Congreso en Valparaíso, y a almorzar al mediodía.
Durante nuestra entrevista, escuché asombrado lo que tenía que decirme:
«La podredumbre en el Congreso, es tal, que el único modo de terminar con ella es encerrarnos a todos, diputados y senadores, incluyéndome a mí mismo, en este edificio, e incendiarlo para que se queme todo (sic)».
Ese señor aún es diputado. Ignoro si sigue batiendo sus culpas, o si sus recetas pirómanas siguen siendo su recomendación purificadora.
Lo cierto es que desde ese día, hasta hoy, el Congreso solo empeoró su calidad de cloaca de la elite que saquea el país, destruye el medio ambiente y explota al 99% del pueblo de Chile.
En materia de Constituciones, si tomamos en cuenta su origen, la Historia ha conocido dos tipos: las Constituciones concedidas, y las Constituciones democráticas.
Las primeras son una ‘concesión’ del monarca, del sátrapa, del tirano, de los potentados, de los privilegiados, de la canalla saqueadora, a sus vasallos.
Las segundas, el producto de la voluntad del pueblo pasando a llevar a los tiranos.
En Chile… ¿Congreso Constituyente o Asamblea Constituyente?