Hay días que duran 48 horas. Solo la sagacidad eclesiástica consiguió dividir en dos una fecha única, aunque actualmente poco caso se le haga, adjudicando el primer día a todos los santos, y dejando el segundo a los fieles difuntos. Se trata de una celebración que se remonta al Año Nuevo celta, así que se entiende bien la duración de 48 horas. Todavía en este siglo se necesitan dos días para recuperarse de un Fin de Año llevado con cierta moderación. Lo que sigue puede entenderse como la insólita crónica vivida por el viajero y su sombra ayer mismo, no bien regresaron a casa, traspasaron el umbral y pasaron cerca del salón, donde un Poltergeist los estaba esperando desde hacía más de media hora.
Muertos catódicos y eterno retorno electoral en un viejo reino ahora conocido como aquí
Ayer, pues, comenzó el largo Día de los Muertos, sonora denominación que se impone no solo en México, o de Difuntos, como ustedes quieran. Por eso, no pasmó al viajero y su sombra lo que iban a descubrir al volver a casa pasadas las diez de la noche, hora siempre prudente.
Regresaban ambos, viajero y sombra, sombra y viajero — que monta tanto, tanto monta — calados hasta el tuétano, enchoupados, mojados como solo es posible mojarse en Galicia, pues a pesar de los afanes de feijóos y eucaliptos y oscuras conspiraciones tejidas desde Madrid y Albacete en connivencia con los gerifaltes de Hablamos Español a fin de cambiarnos el clima y la fonética para ser la nueva Murcia del Atlántico, todavía hoy, 2 de noviembre de 2019, cabe decir aquí (el viajero estaba por escribir en este país, pero luego se acordó del conselleiriño de Cultura galaico y a punto estuvo de dejarlo simplemente en territorio cuando su sombra le susurró poner provincia en memoria de Faraldo y los mártires de Carral, pero, ante la evidencia de que nadie entendería la sutileza de esa referencia a la provincia, más aún, dando por cierto que algunos buenos amigos hasta se mosquerían, finalmente y por unanimidad y todo lo ecuánimemente que puede derivarse de las deliberaciones entre un viajero y su sombra, se decidió que a partir de este punto y en adelante toda referencia a Galicia venga dada a través de la forma meramente adverbial y heideggeriana de aquí. Del mismo modo, si hay que mencionar a España en algún momento, se utilizará la fórmula igualmente adverbial, pero más escatológica de allá), cabe decir, pues, aquí de la lluvia lo que afirmaba de Dios el escolasticismo hermético: que es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.
Y así como en la Edad Media era imposible estar en el mundo sin sentirse en todo momento impregnado de Dios, que estaba en todas partes y en ninguna, como la atmósfera o el verso de Neruda (todo lo ocupas, tú, todo lo ocupas) así también en Galicia cuando llueve, cuando llueve como antes y como siempre, à la mirmidona, à la céltica, cuando llueve como está lloviendo estos cálidos días de otoño, pues resulta inverosímil no acabar empapado por delante y por detrás, por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, en las una, dos, tres y cuatro dimensiones, por más pertrechos específicos con los que uno se aprovisione, sean paraguas, gorros, cortavientos, chubasqueros o botas de agua.
Total, que empapadísimos hicieron ingreso el viajero y su condenada sombra en la casa grande, alegres los corazones por la lluvia, el buen vino, la agradable compañía mutua y, a saber por qué, en ese momento también por el recuerdo incierto de la madre de Schopenhauer. Alegres, pero un algo preocupados: volvían de recorrer las rúas y corredoiras de la comarca, siendo la primera vez en décadas que, un 1 de noviembre, no topaban de improviso con algún rezagado de la Santa Compaña. Por no topar, casi ni toparon con alma alguna, viva o muerta, tanto diera, pues tan prosopopeyamente sacudían el agua y el viento a los viandantes, que hasta los muertos, cobardes, decidieron no salir este año. Pero la preocupación se disipó al instante (¡chupito!) porque un televisor encendido (¿pero quién lo encendió?) les advirtió que este año los muertos se mostrarían solo catódicamente. Efestiviwonder, allí los estaban, y no eran pocos. El viajero contó cinco en un pispás. No, corrigió la sombra, son siete. Tenía razón la sombra: eran siete, casi tantos como los aristogatos, solo que había tres que eran como el mismo personaje repetido y el viajero tardó un poco en diferenciarlos. Se trataba, claro, de un debate electoral en esta enésima campaña electoral que están padeciendo allá y, de paso, sufrimos aquí (recuerden, recuerden).
Y embobados, cual damos bobos, sin tiempo siquiera para poner los calcetines mojados a delourar, con una loura auténtica se quedaron ambos — viajero y sombra — frente a frente por obra y gracia del cámara o del editor o de quien sea que se encargue de esas cosas, solos ambos en la sala ante Cayetana, quien en ese mismo instante soltó a bocajarro una proferencia que por momentos pareció sublime.
Lo sublime y lo bello o de Rosenkranz resucitado
Dijo Cayetana: «pocas personas han hecho más daño» (tales palabras resonaron en la sala como un trueno — ¡segundo chupito! —: qué mujer savonaroliana, pensó el viajero con el corazón en un puño, ¿quién sino ella podría atreverse a participar así, a pecho descubierto, en un nuevo j'accuse sin dominar el arte de la narrativa zolana? Pero, apuntó intrigada la sombra: ¿quién es su Dreyfus? ) «a la causa del cambio climático» (un rictus de pequeña decepción asomó en los rostros — y dejemos de contar chupitos, por favor — del viajero y su sombra: encuadrar a quien tanto prometía en la teima del negacionismo, suponía un gran chasco) «que los padres» (¡ah, bribona, qué guardado te lo tenías! Había que estar presente para poder describir el salto de júbilo que dieron el viajero y su sombra al sentir la referencia a los padres: se les subió la libido, si es que no la bilirrubina, y se mostraron absolutamente entusiasmados y adheridos a las palabras de Cayetana: nunca nadie hizo más daño a cualquiera que los padres... y hermanos y hermanas, cabe añadir, la familia, vamos. Si lo hubiera dejado en este punto, el triunfo sería total e irreversible. El viajero iría, a no dudarlo, lleno de emoción y prístino regocijo el domingo de las elecciones a meter en la urna la papeleta del partido de Cayetana, la sombra le escribiría primorosos versos de amor tal que arrobada amante, ambos tendrían una hija a la que pondrían de nombre Cayetana — demostrando al mismo tiempo que, en efecto, nadie hace más daño que los padres. Sin duda, estaba muy arriba, en todo lo alto, la candidata del PP por Barcelona y, ya se sabe, que lo que cuesta no es llegar, sino mantenerse. La pobre tuvo que concluir su hasta ese momento sublime declaración, sublime hasta esa expresión de «los padres», genitivizándola, que es una cosa tan fea como suena, añadiendo un genitivo ya gastado por manadas tuiteras y voxistas de medio pelo) «de Greta Thunberg».
Para el que se perdió, sigue la proferencia completa sin comentarios por medio:
Pocas personas han hecho más daño a la causa del cambio climático que los padres de Greta Thunberg.
(Cayetana Álvarez de Toledo en el debate electoral a 7 emitido la noche del 1 de noviembre de 2019)
Fue muy triste. Más que triste. El viajero se puso colorado. Hasta su sombra sintió un poco de vergüenza ajena, un poco mucho. Pero todo esto requiere un comentario.
La vergüenza de ser mujer
Cayetana (gracias Wikipedia) no solo se apellida Álvarez de Toledo, con ese de, un von a la española, que tan luminoso y vibrante resulta, sino también y Peralta-Ramos, que más allá de las graciosas asociaciones que puedan hacerse entre ramos y peras altas confrontadas a la roja manzana que rojea en la rama más alta de Safo, nos conduce sincategoremáticamente hasta ese enlace copulativo o síntesis conjuntiva (y) que avecina las dos secciones de un apellido ciertamente prolijo: Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos. Diríase a priori que alguien que en su apellido lleva o se deja llevar la de y la y, por fuerza tiene que ser una persona noble y digna de estima.
Ahora puede entenderse la tristeza del viajero y su sombra al comprobar que la nobleza se quedaba en el nombre y Cayetana se dejaba arrastrar por ese energumenismo triunfante en versión cutre que se impone cada vez más aquí, allá y acullá (hmmm... a este último adverbio no se le ha otorgado referencia alguna...¿o tal vez sí?). Cuando el presidente de Estados Unidos, un señor al que la cara no se le cae porque la tiene apuntalada con bases de hormigón (esto no es una metáfora para descalificarlo, es literal: fíjense en las imágenes) ataca a una adolescente que todavía está dejando de ser niña (una valiente adolescente, una brava niña, en todo caso), cuando se le une en ese ataque el coro de aduladores, resentidos y bastardos que pueblan algunos, bastantes medios, es inevitable que nos pase como al viajero y a su sombra: nos ponemos colorados, sentimos esa vergüenza de ser hombre de la que hablaba Primo Levi.
Pero el caso de Cayetana es peor: más lista que Trump, sabe bien la estupidez de acusar de nada a una adolescente que lucha por una causa justa e intenta despertar la conciencia dormida del mundo. Así que gambetea como el mejor futbolista argentino y señala a los padres, es decir, añade cobardía a la vileza, que nunca desaparece. Pues es un gesto cobarde, cobardísimo, acusar a Greta sin acusarla, cobardísimo porque la inteligencia (mucha o poca, eso no lo sabemos) de Cayetana le dice que es un nonsense hacer seguidismo de los Trump y Bolsonaro en este punto, pero no se atreve a dejarlo pasar, máxime teniendo a sus compañeros de triunvirato tan cerquita. Fue tan bochornoso que es más que probable que Cayetana lo comprendiese todo en el mismo instante. El viajero y su sombra jurarían que, apenas proferida la vil acusación, se puso colorada. Y, de alguna forma, se reconciliaron con ella.
Pecados veniales
Para no caer en ninguna clase de injusticia (ni siquiera poética), esta mañana de sábado, el viajero y su sombra, con más resaca él que ella, no vieron modo más tonto de gastar las preciadas horas sabatinas que visionando y revisando algunas partes del debate (colgado en la web de RTVE), partes que ayer no habían podido ver, al llegar a casa cuando ya había principiado. Con pesar advirtieron que Cayetana a veces parecía inteligente porque soltaba expresiones tan absurdas y tautológicas como «hecho fáctico». Cuando dijo eso, con aplomo aguirreano, nadie parpadeó. La sombra pausó el vídeo y retóricamente preguntó en voz alta si se les estaba escapando algo. En realidad, Cayetana lo aclaraba enseguida, como el viajero y su sombra pudieron comprobar al reanudar la grabación, refiriéndose a un «hecho real». Por supuesto, era una forma de no aclarar nada, ya que, en buena lógica, estuvieron esperando con aprensión hasta el final del debate alguna mención, por más aislada que fuese, a otro tipo de hechos, léanse oníricos, espistemológicos, metafísicos o simplemente hechos unos zorros. Pero nada. Solamente se refirió de manera muy vaga a un «hecho dramático», metiéndose en un jardín a causa del caso de violación de una nueva manada. Precisamente en ese momento, más o menos, soltó otra de sus expresiones para parecer más lista que los demás:
No es una regla ontológica que se deba aplicar que no todo lo que no sea un sí es un no.
En un gesto que les sale muy natural desde que veían Son Goku (aka, mejor dicho, aquí, As bólas máxicas), el viajero y su sombra se cayeron con estrépito de espaldas y eso que ya estaban sentados.
Desde el punto de vista formal, la frase es sublime. Atreverse a construir en un debate electoral una afirmación con tres negaciones y con el corolario de otro no final (cuatro noes hay en la oración como cuatro eficaces zapadores) es para que se pierda el alumno más reputado de Port-Royal. Sin embargo, ya que más de una vez, tanto el viajero como su sombra, han lamentado la deriva indigente de unos tiempos en los que cualquier argumentación se reduce a consignas monosílabas y gruñidos ininteligibles, así como la aparente incapacidad analítica en cada vez más personas a la hora de comprender siquiera la más elemental oración subordinada, no sería honesto criticar a Cayetana por esa oración. Lo que les enojaba un poco era el uso de la expresión de «regla ontológica» y la banalidad última y definitiva de la frase. Como diría Cayetana, eso sí que era un «hecho fáctico». No hay nada malo en querer parecer lista y hay mucha gente que está trabajando en eso. Algunos han dado con la clave: permanecer callados el máximo tiempo posible. Se agradece.
Ahora bien, más allá de ese pecadillo venial, y tras haberse metido con Greta por intercesión paterna, después de ponerse un poco colorada, lo que vimos fue una Cayetana a la defensiva, sin ganas de morder, más bien deseando que la dejasen en paz, suplicándolo a veces, si bien de forma secreta y callada. Nada que ver, por tanto, con aquella aguerrida valquiria o amazona de hace cinco meses que irrumpió en la campaña como si a Rambo lo hubiese teletransportado un Deus ex machina desde el monte aquel en el que estaba acorralado y lo hubiese dejado a las puertas de un instituto vietnamita. Cayetana trazó entonces una trayectoria inflamada y espídica, un meteorito dorado que nunca rehuía el cuerpo a cuerpo, al contrario, lo buscaba con desesperación, ansiosa por romperle las piernas dialécticas a cualquier progre o perroflauta que pasase por su lado. El clímax de esta nueva y tan asombrosa actitud se produjo cuando, con una ternura que a punto estuvo de derribar al viajero, a su sombra y a la sombra de su sombra, Cayetana le susurró (¡amorosamente, amorosamente) al otrora enfant terrible de ERC, «tranquilo, Rufián, tranquilo». Ese fue el verdadero segundo de oro no del debate, sino de la historia de la televisión. Ahí sí, en esa dulzura, en esa ternura, se vio el imperio de una delicadeza decididamente digna, la belleza de una estirpe noble.
Pío Eneas, tierna Cayetana
Los mundos posibles son por definición infinitos y aún así no se nos viene a la cabeza cómo podría haber uno en el que el viajero y su sombra acabasen votando a Cayetana, pero como tampoco existiría para que lo hiciesen por Arrimadas (¿de qué era tabernaria salió esta señora? Están aviados los de Ciudadanos si es que ven en ella la princesa blanca que los devolverá a las mieles del triunfo tras la debacle que les espera el 10N) . En realidad, ni lo que dijeron ni cómo lo dijeron Lastra, Montero, Rufián, Esteban (bueno, a un vasco siempre se le podría votar) gustó nada al viajero, mucho menos a su sombra siempre insatisfecha, por no hablar del séptimo hombre, el falangista clonado a partir de un antaño conocido actor español de cuyo nombre no pudieron acordarse. Tampoco hay que desesperarse: el viajero y su sombra no son de allá, sino de aquí, y siempre tienen a su disposición otras opciones. O pueden no ir a votar y Santas Pascuas. Qué bien entran ciertas lecturas los domingos, por cierto.
No hay un solo mundo posible donde la opción Cayetana sea opción electoral, pero quizá sí lo haya, visto lo visto, para que sea opción en otras cosas.
Antes hablamos de los apellidos, pero podríamos fijarnos en el nombre (si, en efecto, creemos que cada nombre es un destino). El español Cayetana es un nombre surgido a partir del latino Caietas, la nodriza de Eneas. Pío Eneas, como repite Virgilio hasta la saciedad. Como es sabido, el troyano Eneas era hijo de Afrodita. Cuando Troya ardía en llamas en medio del saqueo de los griegos, Eneas consiguió escapar de la ciudad liderando un grupo de troyanos y troyanas, con su padre a hombros, una imagen esta última, la de Eneas portando al pater, presente en tantas monedas romanas desde la época de Augusto.
Eneas acabaría fundando una nueva patria a miles de kilómetros de distancia de Ilión, en la región del Lacio, un reino que siglos después se convertiría en la poderosa Roma. Así sucedieron las cosas, más o menos, según la imaginación del poeta. Versionando al modo romano las peripecias de Ulises en la Odisea, Eneas realizaría las hazañas típicas y actuaría a la manera de cualquier héroe de la épica, por ejemplo, abandonando a la desdichada Dido. Pero que su rasgo finalmente característico fuese esa piedad, ese amor filial, ese acto de no dejar atrás a su padre mayor, resulta revelador. Claramente se trata de un recurso propagandístico que la retórica augústea utilizará profusamente. Pero más allá de las razones que explican su génesis, dentro del marco de la ficción y la epopeya, cabe suponer que si el mozo salió tan responsable fue debido a las enseñanzas y al ejemplo, al amor profesado diariamente, de su nodriza, Caietas, Cayetana.
Caietas fue, por cierto, una de las supervivientes de la caída de Troya, aunque fallecería años más tarde al llegar a la tierra prometida, casi como Moisés. Pero situémonos al comienzo mismo de la destrucción, cuando salen del fatal y traidor caballo un puñado de airados y vengativos griegos, y abren las puertas de la ciudad al resto de compañeros, mientras la mayoría de los troyanos se siente tan afortunado tras una noche de locas celebraciones. Los griegos, acaso resentidos después de diez infructuosos años lejos de su patria sin poder horadar las defensas de Ilión, se entregan con frenesí salvaje a la aniquilación del enemigo. Todo lo queman, lo destrozan, lo violan, lo matan... Muchos troyanos se entregan a la fatalidad, corren, huyen hacia ninguna parte. Otros se esconden hasta que se consuma su terrible suerte en forma de ejecución o esclavitud. Algunos deciden incluso recién sacados del sueño luchar valerosamente hasta derramar la última gota de sudor y sangre.
Eneas no es un gran héroe de la Ilíada, apenas aparece mencionado unas cuantas veces. En medio de una batalla, solo la intervención sobrenatural de Afrodita evita su muerte a manos del fiero Diomedes. ¿Cómo se explica entonces que fuese capaz de reaccionar con tanta sangre fría y salvar a decenas, probablemente cientos de compatriotas, con el arrojo y la fuerza suficiente para cargarse a su padre sobre los hombros?
Sin duda, hay una escena que Virgilio olvidó narrar. Cuando a su ventana llegaron los gritos de desesperación y rabia, y ante la visión del fuego consumiendo la ciudad, lleno de dudas, angustia y temor, en ese momento sintió por detrás la voz suave, cálida, tierna de Caietas / Cayetana: «Tranquilo, Eneas, tranquilo», recordándole la existencia de túneles por donde podía salvarse él, por donde podía todavía salvar a tantos.
Pío Eneas, tierna Cayetana.