El gallo galo, símbolo del nacionalismo francés, exulta, se pavonea, farda, pasea el ropero. He ahí que el muy inflado premio Nobel de economía ha recaído en una francesa, en fin… medio francesa, franco-estadounidense para más señas, que vive y trabaja en los EEUU. El titular de prensa, helo aquí:
Esther Duflo, una elección inédita para el Nobel de Economía 2019. La francesa es colaureada con los americanos Abhijit Banerjee y Michael Kremer, los tres recompensados por sus experiencias de terreno en la lucha contra la pobreza. Ella es la más joven y la segunda mujer jamás recompensada.
Si a esto le sumamos que el premio Nobel de Economía 2014 recayó sobre otro francés, Jean Tirole, «por su análisis del poder de mercado y de la regulación», es como para sacar pecho, pasearse por el gallinero pisando fuerte, alzando muy alto una enhiesta cresta bermellón, cuestión de hacerse bien ver de las gallinas.
Si Tirole no es sino un predicador de dogmas neoliberales, he aquí que Esther Duflo lucha contra la pobreza en el «terreno». Equilibrio perfecto, empate 1-1 entre los partidarios del modelo estándar y quienes se inquietan de sus consecuencias.
Lo primero que me vino in mente fue que los periodistas ya ni siquiera tienen la decencia de precisar que el premio Nobel de Economía no existe. A Alfred Nobel no le hubiese pasado por la cabeza despilfarrar dinero para recompensar gente que –desde el punto de vista de la ciencia– sigue viviendo en la época en que la Tierra era plana y las estrellas estaban pegadas en el firmamento con un clavo de 4”. La muy manoseada Ley de la Oferta y la Demanda le hubiese provocado un tic de los zigomáticos y un calambre de tripa, amén de un mal de Tourette a fuerza de descojonarse de la risa.
Para hacerse perdonar el haber inventado la dinamita, y por vía de consecuencia la aparición de bombas capaces de despedazar alegremente las ciudades y los seres humanos que viven en ellas, Alfred Nobel redactó un codicilo en el que –dándole buen uso a la fortuna acumulada– mandó premiar anualmente a quienes aportasen «el más grande beneficio a la humanidad» por sus invenciones, descubrimientos y mejoras en diferentes ámbitos del conocimiento, por la obra literaria más excelsa, o por su trabajo en favor de la paz. Así, el premio Nobel fue entregado por la primera vez en el año 1901.
Muchos años más tarde, en 1968, el Sveriges Riksbank o Banco de Suecia –el más antiguo de los bancos centrales– instituyó el Premio en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, con el cual distingue a un areópago de vendedores de pomadas no siempre milagrosas. Abusivamente, la prensa dio en llamarlo Premio Nobel de Economía, sin que nadie hasta ahora se haya atrevido a afirmar que los felices laureados hayan –ni siquiera en sueños– aportado el más mínimo beneficio a la humanidad.
Pasemos por alto la nacionalidad de los laureados, cuyos apellidos revelan orígenes no muy «americanos», o en otras palabras su calidad de inmigrados, o de descendientes de inmigrados, esa especie a la cual Donald Trump no ve bien sino tras un muro o dentro de una jaula de hierro.
El patronímico Duflo (o Duflot) proviene de Picardía, en el norte de Francia, nombre toponímico que significa algo así como «del humedal» y no es muy popular: desde el año 1890 a la fecha nacieron solo 3.709 personas con ese apellido que se sitúa en el rango 1.885 de los patronímicos más frecuentes en la República francesa.
El apellido Banerjee huele a India profunda, y viene del este de ese enorme país, más precisamente de Bengala Occidental, aun cuando también se le encuentra en la vecina Bangladesh. De origen parcialmente sánscrito, significa algo así como «profesor del pueblo de Bandoghat». No es el primer indio premiado con el pseudo Nobel de Economía: le precedió Amartya Sen en 1998. Junto con ser bengalí, Amartya Sen es uno de los escritores más aburridos que haya leído jamás. Sensible a la pobreza en el mundo, cuando Sen toca el tema del hambre en sus libros siempre precisa: «excluyendo a los que ayunan por voluntad propia». Tal grado de seriedad –aunque paso por ser un tonto grave– me alejó para siempre jamás de un tipo que, como los demás economistas, jamás sacó a nadie de la pobreza ni del hambre. Incluyendo a los que ayunan por voluntad propia.
En cuanto al patronímico Kremer, sus orígenes están en Baviera, Estado que no me atrevo a calificar de alemán desde que, en medio de una curda generalizada y carnavalesca en un bar de Singapur, un bávaro experto en la preparación de todo tipo de cócteles con los licores más improbables, desde detrás del mostrador que tomó por asalto para inventar menjunjes que nos pusieron a todos extremadamente partidarios de la paz en el mundo y del salvataje de las ballenas y otros cetáceos, me reprendiese con irritación con una frase que me quedó grabada para siempre en el disco duro de la azotea:
Willst du etwas mehr zu drinken? Ich bin nicht Deutsch… Ich bin bavarisch!
Estos tres «americanos», pues, recibieron el premio que te cuento, en razón de sus experiencias concretas en materia de lucha contra la pobreza. Cualquiera que no se entera jura que de ahora en adelante todo va a ser papita p’al loro, redistribución de la riqueza en favor de los pringaos, un mundo en el que la frase justicia social y económica tendrá algún sentido. Despierta, oh alma impía, y escarba en el contenido de los trabajos de estos tres patriotas.
Muy a mi pesar debo decir que, una vez más, nos están pasando catas por loros. Ya sé que esa es la eminente misión del Sveriges Riksbank, cuyo galardón no distingue sino a insignes charlatanes que comparten una cierta habilidad para hablar la lengua de los coquillards, el volapük, la neolengua y el guirigay, lo que no es óbice u obstáculo para sentir que me están tocando el género.
Pero esa historia te la contaré en la segunda parte de esta muy entretenida crónica mundana.