Hace 30 años concluyó la Guerra Fría, cuya batalla final fue la caída del mítico muro de Berlín en 1989. Alemania anda celebrando la efeméride. El embajador en Colombia, Peter Ptassek, dice en un trino:
Hoy festejamos el día de la reunificación alemana, un regalo histórico que se presentó tras la caída del muro de Berlín hace 30 años. Este milagro sigue inspirándonos: lo poderoso que nos une se impondrá sobre lo que nos separa.
En términos diplomáticos debemos solidarizarnos con el festejo alemán...Pero, en términos sociales, hay que señalar que la hegemonía económica que domina hoy al mundo en favor de los ricos, también tiene su fecha de aceleración en la caída del muro.
Después de 30 años de acentuación neoliberal, el modelo económico basado en la liberación comercial (TLC), desgravación arancelaria, impuestos más bajos a las empresas, desregulación del mercado laboral, financiarización y globalización, «el neoliberalismo debe decretarse muerto y enterrado», dice Joseph Stiglitz... Y, Thomas Piketty, hablando con AFP sobre el lanzamiento de su último libro, Capital e ideología, agrega:
Después de 1989, dejamos de pensar en el exceso de la desigualdad social y en la necesidad de regular el capitalismo… hoy vemos los límites de una globalización altamente desigual, desafiada por muchos y que nutre repliegues identitarios extremadamente peligrosos. Si no se transforma profundamente el sistema económico actual, para tornarlo menos desigual, más equitativo y sostenible, tanto entre los países como dentro de ellos, entonces el populismo xenófobo y sus posibles éxitos electorales por venir, podrían rápidamente entablar el movimiento de destrucción de la globalización hipercapitalista y digital.
Aquí llegamos…
El mundo está convulsionado de masas irascibles. La protesta social se ha vuelto cotidiana. Los desplazamientos internos sacuden las ciudades y la migración internacional prende el debate sobre lo que Piketty llama «populismo xenófobo» con probados éxitos electorales: Trump y Bolsonaro, son ejemplos por excelencia.
La convulsión global es prueba patética de que el neoliberalismo ha fracasado en su gestión política, económica, social y ambiental:
1) Política, porque el desencanto con la democracia, incentiva el abstencionismo;
2) Económica, porque los países menos desarrollados devinieron en vasallos de los más avanzados;
3) Social, porque la concentración de la riqueza en el 1% creó una desigualdad al extremo insoportable y,
4) Ambiental, porque el resultado de todo lo anterior es el calentamiento global que lo resume todo como la mayor amenaza que enfrenta la supervivencia humana.
La revolución en marcha se ha globalizado; los indignados surgen de todas partes: contra Lenín Moreno en Ecuador, pero también en Perú, Colombia, Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos; Grecia, España, Reino Unido, Francia, Rusia: Europa en general; en Asia, el continente que deslumbra con el crecimiento económico más alto del mundo es, al mismo tiempo, campeón en desigualdad: «Incluso, si continúa el extraordinario crecimiento económico, está claro que sin mejores programas y políticas de protección social, veremos a más y más personas excluidas», afirma Karin Hulshof, directora regional de Unicef en Asia Oriental y el Pacífico.
La chispa social
El FMI prendió la protesta en Ecuador 2019, lo mismo que antes en Grecia, 2010. Alguien en Ecuador, dice que el FMI es «arma de destrucción social masiva», y le sobra razón. Pero el odiado FMI es apenas un diente del tiburón que ataca a su presa. En Perú, la disputa entre los poderes ejecutivo y legislativo provoca el cierre del Congreso por parte del Presidente, y los legisladores responden destituyéndolo del cargo, quedando el país en una ambivalencia administrativa en la que no se sabe quién manda a quién… como en España, a su manera.
En Colombia, la efervescencia social se prende y se apaga en una intermitente zozobra. Aquí la disputa es entre los poderes ejecutivo y judicial. La injerencia del Gobierno y del sector privado en la justicia es escandalosa: el presidente Duque califica de «honorable» al expresidente Uribe, en momentos en que acude a la Corte Suprema de Justicia a responder por punibles acusaciones en su contra; y, Sarmiento Angulo, cabeza del sector privado, pronostica pánico económico si la Corte Constitucional declara inexequible una reforma financiera expedida a trochas y mochas. Mientras tanto, las calles se llenan de protestas sociales: unos días de estudiantes, maestros y profesores; otros de taxistas y vendedores informales, casi a diario, en algún lugar del país, hay asonadas locales por cualquier cosa; la violencia vuelve a conquistar los campos de la Colombia profunda, dominada por la ley del más fuerte: si se tratara de algo programado, se podría decir, en lenguaje cifrado, que todo está QAP: «para las que sea», como dicen los frenteros.
En Argentina, Brasil y Chile, la inconformidad social también es caldo de cultivo revolucionario. Argentina, en las garras del FMI, no sabe cómo salir del embrollo. El gobierno de Macri ha llegado al punto de no retorno. Se da por seguro su relevo en las elecciones generales de este próximo 27 de octubre. En Brasil, el descontrol de los incendios en la Amazonia llevó a la gente a decir quememos a Bolsonaro. Los incendios fueron solo un motivo para la protesta, porque el malestar social es perenne ante los ataques del Gobierno contra los defensores de derechos humanos, contra la comunidad LGTB+, contra el movimiento femenino, contra los estudiantes «revoltosos» y, por supuesto, contra los políticos de centroizquierda encarnados en el expresidente Lula, un preso político a todas luces.
Capítulo aparte merece la revolución en marcha de Chile. Plegado a Estados Unidos en los últimos 40 años, la sociedad chilena se ha declarado punta de lanza contra el neoliberalismo que le sembraron como experimento mundial a sangre y fuego en la década de los 80, mediante el derrocamiento del presidente socialista Salvador Allende y el consiguiente golpe de Estado del dictador Pinochet.
Chile hoy, al igual que Colombia, es un escenario de cotidianas protestas sociales variopintas, articuladas a la indignación contra el modelo de marras. Por sus calles desfilan constantemente marchas que reclaman educación, previsión social y salud; respeto al medio ambiente y calidad de vida. Es una marea social de ciudadanos chilenos que va y viene agitada por un malestar creciente, o un despertar, mejor, frente a las erráticas políticas del modelo neoliberal, 40 años atrás alabado como redentor del subdesarrollo económico y social de los pobres países latinoamericanos.
De Venezuela, ni hablemos: Chávez se llevó a la tumba el vigor del socialismo del siglo XXI. Maduro apenas ha podido defender el puesto de mando atacado inmisericordemente por Estados Unidos y sus aliados latinos y europeos.
En resumen, en mayor o menor escala, todos los países de esta parte del mundo muestran agitaciones sociales que hablan de un malestar ciudadano común: la desigualdad y falta de oportunidades. Como en los países mencionados atrás, eso también es el leitmotiv en los centroamericanos: México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Puerto Rico; en todos, sin excepción: al sur, al centro y al norte, incluido Estados Unidos.
¿Perro a carta? O al parque…
Circula en las redes sociales un meme contra el incipiente socialismo en Estados Unidos que representa a la parlamentaria demócrata, Ocasio-Cortez, preguntándole al presidente Trump «por qué está tan en contra del socialismo», a lo que responde: «porque los estadounidenses quieren pasear a sus perros, no comérselos».
Un subliminal meme como éste, adoctrina más gente en el capitalismo que una bien elaborada teoría social. Trump apunta a calentar la campaña presidencial del 2020, dividiendo a los electores entre la trivialidad ambivalente de sacar el perro al parque (capitalismo), o comérselo (socialismo).
Lamentablemente es así: en un mundo premeditamente adoctrinado por el poder dominante, un meme vale más que todo un tratado de economía política y social, lo que no obsta, por supuesto, para que los estudiosos se den un banquete con Piketty que, ojalá, revitalice el debate en pro de las clases oprimidas que no aguantan más un modelo económico que corre presuroso al rescate de los ricos (el 1%), en tanto que aprieta el cinturón del 99% restante compuesto por las clases medias, bajas y pobres.
A qué negar…
Si algo le ha quedado bien hecho al neoliberalismo, llamado por Piketty hipercapitalismo, es la masificación de la desigualdad social mediante la destrucción de todas las conquistas sociales logradas por la clase trabajadora, a la que hoy solo le queda el recuerdo de los Mártires de Chicago (1886), idealizados en la nube de trabajadores (clases medias, bajas y pobres), que almuerzan con perros, mientras los ricos pasan de paseo con sus mascotas (siguiendo el juego del meme Trump/Ocasio-Cortez).
¿Hay esperanza?
Es lo último que se pierde, dicen los optimistas. Si el mundo entero se queja de lo mismo, cabría decir que cuando tantos se quejan de lo mismo el tiempo termina por darles la razón… Y lo mismo que aparece en toda protesta social, «de aquí a Cafarnaúm», es el modelo neoliberal, llamado a «enterrar» por Stiglitz; o, a trazar los contornos de un socialismo participativo, es decir, a imaginar una nueva ideología de la igualdad, de la propiedad social y del reparto de los poderes, según Piketty.
¿Qué tan posible?
Sea que se hable de «el fin del capitalismo» o del advenimiento de un «capitalismo con responsabilidad social» (tipo, modelo nórdico), las relaciones humanas económicas, políticas, sociales y ambientales, están sometidas a esporádicas revoluciones con identidad global, que avisan la necesidad de un cambio fundamental en la estructura del poder público y privado.
Desde que Fukuyama nos plantó el liberalismo económico como El fin de la historia…, nos resistimos a creer que el fin de la humanidad sea vivir entre una minoría que lo tiene todo (y de sobra), y la inmensa mayoría que tiene poco, muy poco y nada. Resulta difícil imaginar que no seamos capaces de encontrar un sustituto tan eficiente como la democracia liberal, pero con el necesario contenido de efectividad y equidad social para que sea sostenible.
¡Arriba el telón!
La crisis financiera global del 2008, empezó a demostrar que la teoría del laissez faire - laissez passer (siglo XVIII), renovada por Milton Friedman, victorioso en la guerra contra el intervencionismo de Keynes, enterrado en la época de Reagan-Thatcher (1980), era como el tigre: distinto a como lo pintan. A partir del 2010, todos los economistas que venían luchando desde El fin de la historia contra el neoliberalismo, creyeron llegado el momento de preludiar, a manera de venganza, El fin del capitalismo. Yo, en mi libro, La mentira organizada (única edición, año 2001, y perdonen la cuña), considero que el capitalismo es inmanente al ser humano:
El capitalismo, pues, como una tendencia connatural al hombre, existe en todo el orden social histórico de la humanidad. Hay huellas de capitalismo de una u otra forma en la Gran Muralla China (3000 a. de C.); en José de Egipto (1700 a. de C.); en el Templo de Jerusalén (1013 – 1006 a. de C.); en la esclavitud aristotélica (383 – 322 a. de C.); en el comercio exterior de la edad media y en la economía financiera de principio de la edad moderna. Incluso en la URSS, tras 70 años de comunismo, no pudieron ser borrados los anhelos capitalistas de la sociedad. Miren no más, cómo anda ahora desbocada tras los recuerdos zaristas.
A 18 años de esta observación, Piketty, en la aludida entrevista con AFP, dice:
El caso extremo es Rusia, donde no hay ningún impuesto a la herencia, ni impuesto a la renta progresivo. Ni siquiera Donald Trump, en sus sueños más locos, plantea algo así.
El crítico y teórico marxista, Fredric Jameson, dice que «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo», y Matheus Calderon, en su blog institucional le responde «porque el capitalismo, para la mayoría de nosotros, es el fin del mundo».
Fin de folio
La literatura al respecto es intensa y extensa sobre el cambio social. Hay para todos los gustos. Mark Fisher, en Realismo capitalista (2016), escribe en un tramo del libro:
Tal y como han afirmado muchísimos teóricos radicales, desde Brecht hasta Foucault y Badiou, la política emancipadora nos pide que destruyamos la apariencia de todo «orden natural», que rebelemos que lo que se presenta como necesario e inevitable no es más que mera contingencia y, al mismo tiempo, que lo que se presenta como imposible se rebele accesible. Es bueno recordar que lo que hoy consideramos «realista» alguna vez fue «imposible».
Y, yo, en La Mentira organizada (2001), concluyo:
La globalización es universal… es total. Cuando estalle la revolución ya no será solo en La Bastilla, sino en la Aldea Global, salvo que los de adelante quisieran tenderle un poco sus doradas alas a los de atrás, para que avanzaran más rápido y pudieran seguir soñando con la utopía de alcanzarlos.