El 23 de septiembre de 1973 fallecía Pablo Neruda, oficialmente a causa de un cáncer avanzado. Cuarenta y seis años después, todavía sigue vigente la sospecha de si, en el fallecimiento del poeta, no intervendría algún veneno clínico, tal y como sucedió en el magnicidio de Eduardo Frei Montalva.
Es antigua esta rutina, algo menos vieja que yo; ha cumplido cincuenta y nueve años en marzo recién pasado y, por lo que veo, aún no vislumbro fecha de término. Su metáfora es un sendero que se empezó a recorrer ha mucho, en un negocio de ferretería, al sur de Santiago de Chile, allá por 1959, emprendimiento iniciado por mi padre gallego, que no llegaría a buen puerto. Desde entonces, hasta hoy, cuando cargo 78 febreros, el gallo del alba me despierta entre las seis y las siete de la mañana, sin otro reloj que ese plumífero de casaquinta ubicada en la acera oriental de calle Hamburgo, comuna de Ñuñoa.
Mientras camino por esta usanza imperativa, recuerdo una sobremesa remota, allá, en nuestra casona de La Cisterna, cuando mi padre, sus hermanos Manuel y José y algunos amigos comensales, hablaban sobre el controvertido tema del trabajo, sus implicancias sociales y filosóficas, sus calidades de redención y progreso, etcétera. Tendría yo a la sazón nueve años de edad, pero ya acostumbraba a meter baza en las conversaciones de los adultos, con frases hechas que mi proverbial memoria fijaba en el magín. En una breve pausa de los contertulios, dije: El trabajo honra y dignifica. Todos rieron, con aquiescencia admirativa, menos mi padre, que me proporcionó un coscorrón con su pesada mano campesina… ¿Por qué me pega?, le inquirí, desconcertado. Por huevón –me dijo, ya te enterarás más tarde de la tontería que has dicho.
Ahora lo entiendo, paciente y laborioso lector. Aunque no puedo dejar de agradecer al ejercicio disciplinado de la rutina ciertos beneficios aleatorios que he recibido a lo largo de los años, más bien fruto del uso (y abuso) constante de momentos hurtados al trabajo pecuniario, para dedicarlos a esa pasión que no me abandona: la literatura. Desde la época en que me desempeñé como dependiente, cuando escondía bajo el mesón algún libro o cuaderno de anotaciones donde pergeñaba mis primeros poemas (yo creía entonces que lo eran), esperando las críticas de circunstancia de don Alfredo Piola o de Tomás Lefever Chaterton, músico y cliente de la ferretería. Ambos se enfrascaban en largas conversaciones con mi padre, acerca de encendidos temas, como la Guerra Civil española o la Revolución de Octubre.
Un miércoles de primavera, Tomás Lefever entró en el local y me dijo: Joven poeta, le invito para el sábado venidero a Isla Negra; viajaremos en camioneta, con un grupo de compañeros, para visitar a nuestro gran Pablo y compartir un asado con él...
Era una invitación extraordinaria, emocionante. Esos tres días fueron para mí larguísimos, llenos del desasosiego propio de un novato a quien le abriesen de súbito las puertas del Parnaso… Lucubré dos preguntas inteligentes para planteárselas a Neruda. Como novel promesa de las letras nacionales, me correspondía hacerlo.
Luego de un viaje de más de cuatro horas, arribamos a la bella y estrafalaria casa bajo los pinos de la costa. Había un nutrido grupo de huéspedes, entre los que figuraban: Diego Muñoz, Homero Arce, Raúl Mellado y Mario Ferrero (esto lo supe mucho después, por boca de Lefever), pues en aquel instante solo tenía yo ojos para el inmenso Pablo. Logré ubicarme a su vera y, después de saludarle ceremoniosamente, le lancé mi primera pregunta… La verdad es que no recuerdo ahora su contenido, pero debe haber sido algo como esto: ¿Qué opina usted del influjo del surrealismo, a la vera de André Breton, en la poesía chilena de la Generación del 38?
El poeta me escrutó de arriba abajo, hablándome desde la cima de su doble corpulencia: literaria y física, para responderme, con voz gangosa y cascada: Mire, joven, nos hemos reunido aquí con un grupo de buenos amigos para compartir un asado y no para hablar huevadas.
Me hubiese enterrado allí mismo. No fui entonces capaz de reponerme ante lo que para mí era un grosero exabrupto. Una década más tarde iba a entenderlo. Así era Pablo Neruda, un genio torrencial del lenguaje, un vate dionisiaco, siempre enamorado de los placeres vitales, ajeno a todo academicismo intelectualizado; lo opuesto a Borges, si se quiere. No recuerdo detalles del regreso a casa en aquella tarde aciaga, pero sí tengo memoria de haber destruido mi cuaderno de creaciones inéditas, bajo el despecho de una inesperada derrota.
Vuelvo a la rutina, como un modesto Pessoa chileno (me perdone el maestro lisboeta), sumergiéndome en libros y papeles contables… Ahora que mi jefe no me observa, escribo esta crónica que fue esbozada en la caminata matutina hasta mi despacho.
Una tía pragmática me recomendaba: Cuide su ocupación, hijo, frase que está en la misma línea de quienes sostienen, hasta la saciedad: “Los empresarios dan trabajo”, es decir, son los benefactores del sistema y sin su concurso munificente ninguna economía puede sostenerse.
Regla de oro, pues, que parece contradecir al mismísimo forjador ideológico del capitalismo, el sesudo Adam Smith, quien escribiera:
Por lo general, el trabajador de la manufactura añade, al valor de los materiales sobre los que trabaja, el de su propio mantenimiento y el beneficio de su patrón (empresario, emprendedor o propietario del medio de producción).
Aunque el patrón adelante los salarios a los trabajadores, en realidad éstos no le cuestan nada, ya que el valor de tales salarios se repone con el beneficio en el mayor valor del objeto trabajado.
Claro y preciso el tío Adam. Esto es la plusvalía, originada por la adquisición, por parte del empresario, de la mano de obra asalariada, al precio (vil) del mercado, valor que se incrementa en beneficio de éste, sobre todo considerando que el sistema productivo capitalista controla la fluctuación del precio-salario mediante el mantenimiento de una tasa de cesantía (paro) que juega siempre en su favor. Así, se vuelve máxima incontrarrestable la sentencia del patrón: Si no estás conforme con lo que te pago, pues búscate otro empleo.
(Parece que los conspicuos miembros de la Sociedad de Fomento Fabril, SOFOFA, y otros «gremios» aprovechados no leen a Adam Smith).
Llevo tanto tiempo cuidando mi trabajo, caro lector, que esta precaución se ha vuelto hábito arraigado e inconsciente, como los movimientos que hace el pastor para conducir, cada día, su piño a la majada. Es la huella indeleble de la rutina, aunque ella tenga sorpresas y sobresaltos, como la anécdota con Pablo; como el regalo de hace dos años, cuando apareció mi editor, Gonzalo Contreras, con el primer volumen empastado de mis Memorias Transeúntes…. He aquí honra y dignificación, después de todo.
(Todavía siento sobre la oreja el ardor producido por el coscorrón de mi padre).
— Ánimo, nunca flaquees, caminante.