Ante los incendios en el Amazonas, mucha gente en América Latina ha creado en los últimos días cadenas de oración, rezos y vigilias. El objetivo de tales rogatorias es que llueva, que aguaceros bíblicos apaguen los gigantescos incendios que ya han salido de Brasil, y están invadiendo Bolivia y Perú, una catástrofe de dimensiones planetarias. En pleno siglo XXI, esto no es más que asombroso pensamiento animista. Puro pensamiento mágico.
Similar al de Úrsula Buendía cuando miraba la ventana y rogaba porque lloviera en Arataca, o que escampara después de un diluvio de varios días. Esa tendencia al pensamiento mágico, a las soluciones sobrenaturales o divinas es lo que nos tiene postrados en América Latina, una región del mundo que ha sido siempre «la gran esperanza», pero cuya falta de trabajo, de racionalismo cartesiano, de método empírico y de gobiernos realmente republicanos, nos hacen producir apenas el 4% de la tecnología del planeta. Seguimos amarrados a atavismos medioevales y confesionales, a historias de creyenceros y de magos, al Gran Sertón (Grande Sertão) de Guimarães Rosa, a las cosmogonías de los Hombres de Maíz de Miguel Angel Asturias y a la falta de pensamiento moderno y racional que ilustrara Alejo Carpentier. Mucha gente de nuestros países sique pensando en espejitos y en fetiches, muy a nuestra desgracia.
Nada de eso va a solucionar esta emergencia. Es una variable de la técnica del avestruz. Refugiarse en el escapulario es lo mismo que meter la cabeza en el hueco. Es rehuir la realidad. El crimen de lesa humanidad que constituye quemar la Amazonía (ese es el término correcto y no otro), tiene nombres y apellidos y responsables. Y el primer paso para alejarnos de ese pensamiento mágico, es entenderlo racionalmente y exigir responsabilidades.
Primero, el principal culpable es Jair Bolsonaro, actual presidente del Brasil, quien ya lo había anunciado en su plataforma de campaña. Se comprometió a que extendería la frontera agrícola y ganadera del Brasil a costa de la Amazonía. A confesión de parte, relevo de prueba. Contra él debería iniciar una causa inmediata la Fiscalía brasileña, si algún resto de independencia queda en el sistema judicial de ese país.
Segundo, igualmente culpables son los grupos económicos agro-industriales brasileños que están destrozando el Amazonas y que, incluso, en un comunicado reciente, se ufanaron de ello y citaron su apoyo a las políticas de Bolsonaro. Algunos de esos grupos pertenecen a las elites industriales de Sao Paulo, que tiene a 42 multimillonarios rankeados en la lista mundial de Forbes, y que no han tenido históricamente ningún reparo en destrozar el medio ambiente en su estrategia de acumulación.
Tercero, el planeta no debería ser timorato ni medias tintas. La Unión Europea (UE) debería intervenir de inmediato, con una posición frontal imponiendo sanciones contra Bolsonaro. Sólo Macron y el primer ministro de Irlanda, fueron claros y decisivos, amenazando con bloquear el Mercosur si no hay una corrección inmediata de Brasil. Noruega, que no es Estado miembro, también fue directo y sin ambages contra Bolsonaro.
Finalmente, la comunidad internacional debería entender que, jurídicamente, el medio ambiente y los recursos naturales no están restringidos por la territorialidad. No pertenecen a los países, sino a la humanidad entera. Al igual que los océanos del planeta son patrimonio mundial, también lo son sus humedales y sus bosques. Y también la Amazonía. El derecho internacional reconoce hace ya muchos años que hay bienes que son patrimonio de la Humanidad, por encima de las fronteras. Ya es hora de exigir esos derechos ante tribunales internacionales.