821 millones de personas padecen de hambre; 3 millones de niñas y niños mueren de inanición y 672 millones de personas sufren de obesidad. El contraste es irónico y absurdo.
¿Debiéramos estar preocupados ante la inflación mundial en los precios de los alimentos, según el reporte de la FAO (6 de junio/2019)? Depende del color del cristal con que se mire la perspectiva alcista. Si de lo que se trata es de tomar conciencia individual de que los alimentos son algo más de lo que se ve en los platos, el alza puede provocar, paradójicamente, una mejor valoración de los alimentos a la hora de tirarlos despectivamente a la basura, mientras el hambre acosa a millones de seres humanos.
La valoración de los alimentos es una de las estrategias contempladas en el cúmulo de propuestas que se barajan a nivel de la FAO, asociada a gobiernos, instituciones internacionales, el sector privado y la sociedad civil para crear conciencia institucional sobre el desperdicio de alimentos e implementar acciones en dirección al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS 2030).
Los gurús de la tecnología aplicada a la agricultura celebraron recientemente su V Cumbre mundial en Milán, paralela a la exposición comercial de Italia (Fiera de Milano), una de las más importantes de la UE, dejando como epílogo de sus disquisiciones un mensaje ciertamente alarmante:
«La población mundial superará los 9.000 millones de personas en 2050 y la producción alimentaria tendrá que aumentar en un 70%».
¿Tenemos que aumentar la producción mundial de alimentos o buscar una mejor manera de aprovechar lo que producimos, sin derroches ni desperdicios?
El interrogante parece resuelto en dirección a esto último, no solo en consideración del suministro mundial de alimentos, sino en el sentido de sobrevivencia humana, teniendo en cuenta que estamos gastando anualmente, 1,7 veces lo que la naturaleza puede darnos para soportar nuestro estilo de vida en el mundo.
El desperdicio inaudito
El desperdicio de alimentos, que anualmente alcanza unos 1.300 millones de toneladas, según la FAO, es así, cuando más de 821 millones de personas no comen lo suficiente para llevar una vida digna y saludable. Según datos del Programa Mundial de Alimentos (PMA), el hambre es el mayor riesgo a la salud que padece la humanidad: mata a más personas cada año que el sida, la malaria y la tuberculosos, juntos. La desnutrición es causa de muerte de más de 3 millones de niños y niñas anualmente, y 66 millones asisten a la escuela con hambre.
En su informe del 2018 sobre el estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, la FAO atribuye la tendencia al alza del hambre «a los conflictos bélicos, los fenómenos meteorológicos extremos relacionados con el cambio climático y la recesión económica».
Nadie pondrá en duda que resolver tan grave problema es un reto global. A eso apunta la Agenda ODS/2030, haciendo énfasis en la erradicación de la pobreza extrema (Hambre cero), la reducción de la desigualdad en todas sus dimensiones, un crecimiento económico inclusivo con trabajo decente para todos y el cambio climático.
Pero, si la lucha es global porque el desafío es inmenso, ¿podríamos trazarnos individualmente nuestros propios ODS? Claro que sí. A eso apunta esta nota, al hecho cierto de que nada es posible si no está clavado, primero o finalmente, en la conciencia humana; y debiera ser un propósito categórico individual concienciarnos de la indolencia de tirar los alimentos a la basura. Ser conscientes del insulto social que representa tirar la comida a la basura, debiera ser una cátedra obligada desde la niñez hasta la adultez en escuelas, colegios, universidades y el trabajo y, por supuesto, en los hogares.
Si tomamos conciencia individual de lo que se puede hacer, y lo que tenemos que hacer, no solo estaría cada quien, contribuyendo a reducir la muerte por hambre en el mundo, sino bajándole presión a la huella ecológica que, de seguir como vamos, no pasamos del 2030. Y esto que se viene diciendo por distintos medios, a decibeles cada vez más altos, es posible que, a nivel personal, a la gente le parezca más una fábula al estilo del «Pastorcito mentiroso» (caso Trump, por ejemplo), con la diferencia de que, cuando llegue el lobo, las ovejas seremos nosotros.
Con el pecado y sin el género
La concienciación debe empezar por entender que cuando desperdiciamos alimentos, no solo se están perdiendo los alimentos en sí mismos, sino todos los recursos naturales que la tierra nos proporcionó en su producción, sin contar las pérdidas económicas.
Proponer una responsabilidad individualizada en el horror de botar la comida en medio de tanta necesidad, reforzaría la acción de las empresas públicas y privadas en la misma dirección, pues, si nos vigilamos nosotros mismos, más vamos a vigilar y a denunciar la cadena del desperdicio que se manifiesta en factores como:
- En los países en desarrollo: El mal estado de infraestructuras viales, condiciones climáticas y débiles políticas defensoras del medio ambiente y recursos naturales.
- En los países de ingresos altos y medianos, las pérdidas y el desperdicio de alimentos se producen principalmente en las últimas etapas de la cadena de suministro.
- En el sector primario: Producción excesiva de alimentos de origen animal y mala disposición de cosechas no vendidas.
- En la industria agroalimentaria: Pérdidas asociadas al procesamiento.
- En la distribución mayorista: Alimentos degradados o mal conservados, en algunos casos por interrupción de la cadena de frío.
- En la distribución minorista: Comida retirada por mal aspecto o caducidad.
- En restaurantes, escuelas, residencias, hospitales, etc.: Alimentos no consumidos, mal procesados o productos mal conservados.
- En los hogares: Mala planificación de compras, apariencia de abundancia, interpretación errónea de fechas de caducidad o de consumo preferente, alimentos no ingeridos, sobras no aprovechadas.
Vale la pena acotar que, en cuanto a la caducidad o consumo preferente (punto 6), concebido para la defensa del consumidor en términos sanitarios, la norma legal se ha convertido en indeseado incentivo al desperdicio, ya que los consumidores tienden por naturaleza a descartar los alimentos próximos al vencimiento. Algo habrá que hacer para explicarles que la fecha de vencimiento no quiere decir, necesariamente, que el producto deje de ser apto para el consumo humano y que sus propiedades nutritivas se conservan intactas.
Algo habrá que hacer para comprender cada quien, que las pérdidas y el desperdicio de alimentos también provocan un importante derroche de recursos como agua, tierra, energía, mano de obra y capital, y producen emisiones de gases de efecto invernadero innecesarias, contribuyendo así al calentamiento global y al cambio climático.
Este no es el caso ahora, pero vale la pena mencionar que, en conjunto, sumando pérdidas económicas, ecológicas y sociales, el desperdicio de alimentos ha sido estimado en la fabulosa cifra de 2,6 billones de dólares al año. En el ítem ecológico, ocuparía el tercer lugar en el mundo en emisión de gases de efecto invernadero, detrás de Estados Unidos y China.
En este contexto, podemos disminuir el impacto ambiental de la humanidad sobre el planeta, ahorrarnos muchos miles de millones de dólares y llevar más comida a los platos de los necesitados, simplemente evitando el despilfarro de alimentos.
Canasta básica universal
El mundo debiera elaborar una canasta de alimentos básica, digna y saludable, asequible a todos. Y por fuera de esa lista, revalorar los alimentos en cada país y no permitir competencias desleales ni internas ni externas ya que, debido al abaratamiento de los precios en las últimas décadas, impulsados por importaciones subsidiadas de los países desarrollados, los alimentos han perdido el valor que realmente tienen.
Las grandes superficies comerciales, a diferencia de las tiendas de barrio, han dejado en manos del consumidor la decisión de compra que, con frecuencia, se guía por el precio y la estética de los alimentos, cayendo en otra contradicción: mientras exigimos una agricultura más ecológica y con menos fertilizantes y pesticidas, en el mercado compramos productos estéticamente perfectos. Lo curioso es que, para evitar un simple daño estético de un alimento, superfluo a la vista e inocuo a la salud, se añaden mayores dosis de pesticidas que sí son perjudiciales para la salud.
La economía circular
Los alimentos se deterioran, eso es inevitable. Lo que resulta evitable es arrojarlos a la basura, al menos en buena proporción.
En cada país cabe la pregunta por el número de plazas de mercado existentes: muchas, al menos una por cada población y varias por cada capital. Agréguese las grandes extensiones, supermercados, mercaderías y tiendas de barrio; y ahí no terminan las cuentas porque faltarían los restaurantes y cafeterías, hoteles, hospitales y los hogares; y la misma cadena de producción, transporte y manipulación. El número que resultaría, ya es infinito. Si uno considera imposible –y lo es-- llevar a la mesa toda esa comida que se pierde en la cadena de producción, distribución y consumo, no cejaría tampoco de hacer algo por atenuar los impactos ecológico, económico y humano en presencia de los pobres que padecen y mueren de hambre.
Este sería el tiempo de reconocer y darle estatus a la ‘economía circular’ en la cadena alimenticia, que nos es otra cosa que reducir – reciclar – reutilizar, algo que todo el mundo entiende sin mayor esfuerzo mental.
¿Se pueden reciclar los alimentos?
Claro que SÍ. Ya en Corabastos (la plaza mayorista más importante de Colombia), opera hace 3 años una empresa (Banco de Alimentos, de la Arquidiócesis de Bogotá), coordinada por señoras caritativas (Josefina Nonato, la principal) que diariamente recogen 8 toneladas de diversos alimentos que hace poco terminaban en rellenos sanitarios, y hoy suplen necesidades alimenticias de 330.000 personas en la capital y municipios vecinos. Año tras año aumenta el reciclaje: el año pasado recogieron 2.124 toneladas bajo el lema: alimenta más, desperdicia menos; más comida a los comedores, menos en los contenedores.
¿Cuántas empresas como ésta operan en el país y, cuántas personas como Daniel Alfredo Yaya, un administrador de bodega en Corabastos piensa que «hemos tomado conciencia de que mucha fruta, verduras y tubérculos que llegan magullados o se están quedando sin salida, puede quitarle el hambre a mucha gente pobre y desplazada por la violencia?».
Esa es la idea que debe primar en la mente de todo ser humano porque, sin excepción, todos tenemos que ver diariamente con los alimentos: ya como productores, transportadores, comerciantes, industriales, acopiadores, distribuidores o, simples consumidores. El Banco de Alimentos de la Arquidiócesis de Bogotá, es un ejemplo a seguir.
Otro ejemplo, que ya tiene resonancia mundial, es el restaurante Gastromotiva, de Massimo Bottura, en Brasil, un comedor comunitario que empezó a operar en los Juegos Olímpicos de 2016, para atender a personas sin recursos, aprovechando los productos no manipulados de la villa deportiva.
Se hizo famoso rápidamente, no solo por su gestor, un chef de resonancia mundial, sino porque se hizo acompañar de pares igualmente famosos que se dedicaron a preparar platos en función de los ingredientes recibidos bajo el lema: combatir el hambre, combatir el desperdicio, crear conciencia y sentido de responsabilidad. En el concepto de «crear conciencia», pegó fuerte el eslogan puesto a la entrada del restaurante: pague el almuerzo y done la cena.
Al terminar los Juegos Olímpicos, el restaurante siguió funcionando gracias a donaciones de 50 empresas colaboradoras. «Estamos ofreciendo comida con dignidad a colectivos en riesgo de exclusión», señala Bottura que, por demás, impulsa allí mismo una escuela de formación de cocineros para jóvenes con escasos recursos que podrán aprender educación alimentaria de la mano de experimentados chefs.
Ejemplos parecidos debe haber por todo el mundo, pero se necesitan más y más, hasta lograr un quiebre en el desperdicio de alimentos que corra en paralelo a la reducción del hambre en el mundo, sin tener que presionar el medio ambiente y los recursos naturales no renovables: tierra, agua y aire; sus hábitats orgánicos y sistemas minerales.
Consciencia individual
Ciertamente los gobiernos vienen haciendo campañas en pro del aprovechamiento más eficiente de los alimentos, sobre todo a nivel empresarial. Pudieran hacer más, por ejemplo, concediendo estímulos tributarios a las empresas que demuestren llevar a reciclaje los productos alimenticios que ya no tienen salida en los carritos de las mercaderías y los supermercados.
Pero la campaña que no se ve todavía, no al menos con el énfasis que sería necesario hasta la creación de una conciencia moral individual sobre el desperdicio de alimentos, es sobre el individuo propiamente dicho: el día que a uno le dé lástima botar la comida, y aprendamos a no comer más de lo que necesitamos, ese día será el quiebre del desperdicio de alimentos y, digamos, para volver al contexto del tema, pondremos al alcance de muchos, esos 1.300 millones de toneladas que hoy arrojamos a la basura, sin tener que aumentar la producción para atender a un mayor número de población mundial; no, al menos, en la proporción que sería, si no frenamos el desperdicio de alimentos…
En una campaña de este tipo, los medios de comunicación, formadores de consciencia individual por excelencia, tienen un papel estelar. Casi todos los medios, físicos, electrónicos y virtuales, dedican espacios periódicos en torno a la mejor forma de producir alimentos, pero pocos, a la mejor forma de consumirlos, evitando el desperdicio. La idea sería, asociar los intereses económicos en la cadena alimentaria a tres necesidades básicas de la humanidad: bajar el impacto de la huella ecológica, comer saludablemente y disminuir el hambre en el mundo.
En la elaboración de esta nota, encontré muchas propuestas e iniciativas ya en marcha, todas pertinentes como, para resumir, el cúmulo de documentos e informes elaborados por instituciones a nivel de la ONU, la FAO entre ellas; las fundaciones nacionales e internacionales que vienen incrementando el reciclaje en distintos puntos de la cadena de producción, transporte y distribución de alimentos; o, como la más reciente propuesta impulsada por la revista médica, The Lancet, una de las más prestigiosas del mundo, consistente en fomentar una dieta planetaria saludable que comprenda nutrición suficiente, sostenibilidad ambiental y gobernanza sociopolítica porque, no se crea, que si los gobiernos no logran bajar la pobreza y reducir el hambre mundial, esa bomba social les estallará en la cara a cualquier momento, si no es que ya la mecha está encendida.
Vale la pena resaltar este concepto de los científicos que participaron en la elaboración del informe final de la revista:
«Más de tres mil millones de personas tienen actualmente una alimentación excesiva o escasa y, a la vez, la industria alimentaria produce más alimentos de los que el planeta puede ofrecer. Las consecuencias de este ritmo, si no se corrige, son la pérdida de la biodiversidad, una aceleración del cambio climático y un aumento de la contaminación debida a los fertilizantes y la aplicación excesiva de nitrógeno de las industrias agrícolas y ganaderas».
Finalmente, terminando el artículo, me impactó ver en la TV, en un programa de humor, al humorista haciendo desternillarse de la risa a los espectadores, ridiculizando el ahorro de la gente en los hogares cuando hacen bolas con las sobras de jabón de baño para optimizar su rendimiento, o guardando las sobras de comida para el ‘calentao’ del desayuno, y varias ridiculeces más…
Inconscientemente este humorista utilizaba la TV, el medio más avanzado en la inducción al consumismo, para hacer que la gente sienta «vergüenza propia» de ahorrar, reciclar y optimizar el consumo…
Y es, al contrario: así como los medios nos han llevado al desenfrenado consumismo halados por la publicidad de las empresas, también los gobiernos, halándolos de la misma cuerda, pudieran inducir programas de consumo responsable de alimentos a nivel de los hogares y las personas… Vale la pena proponer la idea en aras de todo lo que se está jugando en ello: sin exageraciones, la supervivencia humana.