Eran pasadas las diez de la mañana. Llegué a la embajada antes de las nueve. Había tomado el tren que, antes de llegar a Roma, se detenía en Attigliano, Orte y Roma Tiburtina, luego tomé un taxi hasta Viale Liegi 21, donde se encuentra el edificio de la embajada de Chile en Italia, lugar en el que llevo tres años como Agregado Cultural. Encuentro el mensaje de mi secretaria, me comunica que me están llamando por teléfono de parte de Nanni Moretti. Una mezcla de emoción y curiosidad me invade. Pertenezco a una generación que creció con sus películas, escuchando su llamado a decir algo sobre la izquierda y las vueltas acrobáticas en el Parlamento, los recuerdo como si fuera ayer.
Antonio, me dice su asistente, acabamos de regresar de Santiago, estuvimos con Marco Ricci, embajador italiano en Chile, quien nos ha contado todo sobre la embajada italiana en Santiago, inmediatamente después del golpe de Estado. A Nanni le gustaría encontrarse contigo, más bien, le gustaría entrevistarte. Acordamos el día y la hora, confundiendo un poco a los funcionarios de la embajada, los diplomáticos no lo conocen, pero el personal sí.
El tema de la embajada italiana en Chile es un argumento que siempre he tocado poco o casi nada; primero viví el exilio, la militancia, la larga espera hasta el fin de la dictadura y luego la resignación y la inserción. Me vi obligado a dejar algunas cosas en stand-by.
Había enfrentado el tema profundamente, solo una vez, con Dario Cresto-Dina, subdirector del periódico La Repubblica, que estaba escribiendo el libro Sei chiodi storti, Santiago 1976, la Copa Davis italiana.
Había vivido los mejores tres años de mi vida (1970/1973). No es mucho tiempo, pero esos tres años marcaron completamente a quienes los vivieron. Era muy joven, una especie de mascota de la Brigada Ramona Parra (un colectivo de jóvenes comunistas que hacían murales). Salía de noche en secreto para pintar, especialmente escritos grandes y llenos de colores. Antes había participado en la orquesta juvenil, pero no era bueno, razón por la cual pasé a rellenar las letras que el diseñador, a gran velocidad, marcaba en la pared. Estuve a cargo del color rojo y donde veía una letra R allí debía proceder. Muchas veces tuvimos que escapar antes de terminar y escondernos debajo de los autos, para escapar de los de Patria y Libertad que nos perseguían, muchas veces terminábamos en la comisaría, también los carabineros nos perseguían, era 1969 y pronto nos convertiríamos en Gobierno.
Durante este hermoso proceso participé activamente en los trabajos voluntarios, distribuíamos alimentos en los vecindarios más pobres, en el campo me enseñaron a ordeñar vacas, a usar un arado, me explicaron la inseminación artificial, aprendí a enamorarme alrededor de una fogata en las tardes entre canciones de protesta. En esos días hablo con los campesinos, con los trabajadores, con los mineros. Me llaman compañero.
La mañana del 11 de septiembre de 1973 estaba en la casa de mi abuela paterna, vivíamos allí con mi madre, en un barrio periférico de Santiago. Recuerdo haber escuchado los disparos lejanos, no lograba entender, pero lo intuía. Algunos vecinos pegados a la radio escuchaban las últimas palabras del presidente Allende. Lloré. Llorábamos todos.
Antes de que terminara su discurso, las balas se hacían cada vez más cercanas. Me refugié en casa y junto con mi abuela, quemamos todo el material comunista que poseíamos.
Tenía 14 años cuando murió Salvador Allende y se impuso en mi país una de las dictaduras más feroces del siglo XX.
Mientras tanto, pensaba que tenía que ver a mi padre a toda costa (mis padres estaban separados) y decidí cruzar Santiago ese mismo día, un automóvil me llevó hasta cierto punto, llegué al centro y continué a pie. Gran movimiento militar en toda la ciudad, pero yo era joven, no miré a nadie, llegué cerca del Estadio Nacional, donde vivía mi padre, me quedé con él.
Desde allí veía entrar a los prisioneros al Estadio Nacional, que fue un centro de tortura. Las mujeres, los parientes pegados a las rejas, buscaban un padre o un hijo.
Estos fueron tiempos de dura represión y exterminio.
Los meses siguientes participé activamente en reuniones clandestinas con mis compañeros de partido. Íbamos a ver los partidos al Estadio (cerrado como campo de concentración y ya desalojado de prisioneros) y al final del partido poníamos montones de panfletos en las graderías, confiando en que el viento habría hecho el resto, los panfletos caían sobre nuestras cabezas mientras salíamos, anónimos entre la multitud. Fue tremendamente importante decir: «Estamos aquí todavía».
Los soldados patrullaban las calles, arrestaban a los hombres con barba y pelo largo, cortaban a punta de tijeras los pantalones de las mujeres. Quemaban los libros.
En dos ocasiones terminé en la comisaría, eran redadas de normal rutina. Un día, para humillarme, me cortaron el cabello en el autobús, hicieron tirarse al suelo a algunos detenidos y me obligaron a caminar sobre sus espaldas. La intención era perturbar moralmente tanto a mí como a ellos. Después me liberaron.
Delante de nosotros no se proyectaba nada. La ferocidad de los golpistas había exterminado a nuestro Comité Central. Poco a poco la rabia contenida se convirtió auténtico miedo.
Una mañana de fines de 1974 nos persiguieron, yo estaba con Juan, uno de mis compañeros de partido, acabábamos de retirar material político. El paso fue breve, ante nosotros el consulado italiano en Santiago, nos dijeron que los que nos seguían eran de la Dina, la policía política de Pinochet.
Entre 1973 y 1977, la Dina fue responsable de numerosos casos de infiltración política y violaciones de los derechos humanos, incluidos asesinatos, secuestros, violaciones y torturas de personas.
Nos quedamos allí no sé cuántas horas, luego los propios funcionarios de la embajada organizaron el ingreso a la embajada, que estaba rodeada de carabineros armados.
Los días siguientes los recuerdo apenas, cientos, ciento cincuenta hombres y mujeres solas, de una cierta edad, parejas encerradas en sí mismas, algunos niños, algunos bebés y adolescentes que formaban grupos. Me enteré de historias que no habría querido nunca saber, toda la humanidad llegó a mi consciencia repentinamente. De un solo golpe supe todo el mal y la maldad; me contaron sobre la tortura, privaciones, los asesinatos y de repente supe que el hombre era también de otra calaña. Tuve miedo, una mezcla de miedo y profunda tristeza.
Entonces empecé a no querer saber nada más. Me encerré en mí mismo, al máximo, jugué con los niños, raptaba para mostrárselo al padre el hijo que la madre tenía solo para ella. Pasé largas horas empapándome en la sucia piscina que en el pasado fue la joya de esa casa histórica.
Luego, finalmente, en marzo de 1975, se anunció para una veintena de nosotros, la fecha de partida. Muchos rostros quedaron decepcionados, meses esperando para poder partir. Pero antes de hacerlo, subí y bajé todas las escaleras, miré todas las habitaciones, me quedó impreso cada ángulo, cada puerta, todas las ventanas, los flashes de luz que salían y entraban, los viejos candelabros que colgaban del techo, las arañas resecas, los vidrios rotos en las amplias ventanas, las llaves del agua oxidadas por la humedad, los muebles antiguos y polvorientos.
Al mismo tiempo, trataba de traducir los años pasados, los olores, el paso de tantas personas, cuántos amores, cuántas despedidas, cuántas muertes, cuántas vidas, cuántas miradas que se encontraron, que se fueron, miradas que vieron y no vieron; cuántas palabras, cuántos pensamientos, cuántas cosas dichas, cuántas palabras no dichas, cuántas plantas secas, cuántas flores pudriéndose.
Comencé a mirar a mi alrededor. No podía volver atrás. Habría querido retener todo lo que rodeaba. Era el inicio del otoño. Habría dejado atrás la ciudad y esa morada que había crecido con nosotros, que se había derrumbada con nosotros.
El 23 de marzo de 1975 (a los 16 años), dejé Santiago de Chile. Me llevó al aeropuerto, Emilio Barbarani, casi un ángel guardián, un joven diplomático italiano que vivió en Chile hasta que se fue el último solicitante de asilo.
El avión Swissair que me llevaba lejos de Chile, se alzó sobre el gran cielo de Santiago y para después sobrevolar las montañas y las casas, los campos solitarios, los ríos y el gran océano oscuro.
Apenas recuerdo los saludos, solo sé que fueron muy breves, pocos y convenientes que nos permitieron hacer en aquel aeropuerto y luego, después de casi veinte horas de vuelo, la llegada a Roma, el futuro destino. Yo había decidido (sin escogerlo), había partido, con un solo equipaje de mano y un salvoconducto de solo ida.
Nanni Moretti llegó puntualmente, junto a Loredana, su asistente y a la directora de fotografía, Maura Morales, una amiga hija de chilenos, pero nacida en Roma.
Desde el primer momento, Moretti me hizo sentir cómodo: colocadas las luces, ajustado el micrófono. No sé para qué usaré esta entrevista, me dijo, todavía no lo sé. La entrevista duró aproximadamente una hora.
Pasa un poco tiempo y recibo un formulario de permiso de uso de la entrevista para firmar y la invitación al Festival de Cine de Turín para el debut del documental Santiago, Italia, de Nanni Moretti.
La película destaca el papel que tuvo la embajada de Italia en Santiago, que dio refugio a cientos de opositores del régimen de Pinochet, permitiéndonos llegar a Italia.
Hablan frente a las cámaras las personas que han vivido el sueño del Gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, el horror y la represión de la dictadura de Pinochet, y luego el asilo político y la vida posterior en Italia. Hombres y mujeres que transitaron por la embajada italiana en Santiago en las semanas posteriores al 11 de septiembre de 1973.
A medida que avanza el documental, comienzo a reconocer los rostros. Los reconozco todos, los diplomáticos italianos Piero De Masi y Enrico Calamai, el muralista Eduardo Carrasco, las periodistas Marcia Scantlebury y Patricia Mayorga, las abogadas Clara Szczaranski y Carmen Hertz, la directora de cine Carmen Castillo y el director Patricio Guzman, el traductor Rodrigo Vergara, Stefano Rossi e Iván Collado, los músicos José Seves, Horacio Duran y Jorge Coulon; estoy yo que hablo del miedo de mi madre que pensó durante mucho tiempo que los comunistas le habían arrebatado a su hijo. Victoria Sáez nos dice que, para ella, Chile fue un padrastro malo e Italia una madre generosa.
Italia se ha portado bien con Chile y ha sido acogedora, nos ha permitido integrarnos, dice Rodrigo.
La parte final toca a Erick Merino, el padre al que le traje la hija, porque en una pelea con Gabriela, su esposa, que nos recuerda la Italia, es decir, lo que ha sido y lo que parece imposible que sea todavía.
En el viaje de regreso de Turín a Roma, escucho música y trato de escribir esto. En Turín hacía frío. El paisaje es gris. El Eurostar que nos transporta está bastante lleno, parece pleno invierno. Dentro de poco serán 44 años de aquel otoño del 75.