La insólita y desmesurada riqueza biológica de las regiones neotropicales, otrora misteriosas, enigmáticas y cundidas de indescriptibles peligros, empezó a ser develizada ante el mundo europeo gracias al notable cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, en su prolija obra Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano. Sin embargo, como fue escrita con fines utilitarios por encargo del Imperio Español, obviamente en ella se enfatiza el valor y aprovechamiento de las plantas y los animales tropicales como fuente de alimentos, bebidas, medicinas, fibras, tintes, madera, toxinas, ornamentos, etc.
No obstante, siempre con fines económicos, pero con la intención de dar mayor sustento científico a los nuevos hallazgos, posteriormente se organizaron grandes expediciones lideradas por botánicos o zoólogos —que eran médicos o farmacéuticos de formación —, a quienes acompañaban excelentes dibujantes, quienes nos legarían un invaluable tesoro pictórico de nuestra biota. Fue así como, en diferentes épocas, los pobladores originarios de América atestiguaron la llegada de embarcaciones con tripulantes que no venían a evangelizar, sino que, con la ayuda de ellos mismos, dedicaban sus mejores horas a recolectar especímenes y a disecarlos, así como a dibujarlos.
En realidad, el inicio de las expediciones verdaderamente científicas tomó varios decenios. Comenzaron en 1571, bajo la conducción del médico, botánico y ornitólogo Francisco Hernández de Toledo, orientada a explorar Nueva España (México). Tras esta iniciativa, transcurrirían más de dos siglos para que reaparecieran los científicos. Esto cristalizó con sendas y prolongadas exploraciones suramericanas, como la Real Expedición Botánica al Virreinato del Perú (1777-1788), encabezada por el botánico y farmacéutico Hipólito Ruiz López, que traslapó un poco y fue sucedida por la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada (Colombia) (1783-1816), dirigida por el cura, botánico y matemático José Celestino Mutis y Bocio. Por fortuna, habría una más, centrada en México, la Real Expedición Botánica a la Nueva España (1787-1803), conducida por el médico y botánico Martín de Sessé y Lacasta.
Cabe acotar que pocos años antes de que se iniciaran esas exploraciones, ocurría un hecho que tendría gran relevancia en el conocimiento del mundo neotropical. En efecto, en Berlín nacía Alexander von Humboldt el 14 de setiembre de 1769, hace 250 años.
Huérfano de padre desde los nueve años de edad, él se había criado en la abundancia. A su morada, nada menos que el castillo de Tegel, concurrían destacados intelectuales, contratados como preceptores de él y de su hermano Wilhelm. Y, aunque el mayordomo de la familia — a quien la madre le tenía plena confianza — había decidido que Alexander estudiara contabilidad, el joven se rebeló. Más bien se inclinó por una curiosa mezcla de disciplinas, que incluía ciencias exactas (matemática, física y química), botánica y filosofía, lo que le confirió un notable enciclopedismo. Después buscó instrucción en algunas universidades y academias, lo que cimentó su formación de manera más definida en los campos de la geología, mineralogía, astronomía, sismología y vulcanología. En síntesis, sin obtener nunca un título universitario formal, se formó por cuenta propia, con una especie de plan de estudios diseñado por y para él mismo, es decir, a la medida de su vocación y sus expectativas intelectuales.
Ahora bien, un factor determinante en su formación y su futuro fue la cercana amistad con el naturalista y etnólogo Georg Forster, quien había fungido como cronista de viaje en la segunda expedición británica al Pacífico (1772-1775), comandada por el capitán James Cook, famoso marino y cartógrafo que en tres dilatados viajes mapeó en detalle esa vasta región oceánica. Además de que Forster efectuó un valioso estudio etnográfico de los pueblos de la Polinesia, con sus elocuentes narraciones embelesó a su amigo Humboldt con las maravillas biológicas y físicas del mundo tropical. Tan fuerte sería este influjo suyo que, con apenas 18 años de edad, Humboldt expresara que «lo que me atraía a los bellos territorios de la zona tórrida no era ya el afán de una vida errante llena de aventuras, sino el deseo de ver una Naturaleza salvaje, grandiosa, rica en toda clase de productos naturales; la perspectiva de recoger experiencias que contribuyesen al progreso de la Ciencia». Para entonces Forster frisaba los 33 años de edad, es decir, era 15 años mayor que Humboldt.
Así que, ya con la formación y la motivación para emprender una aventura por los trópicos, a Humboldt solo le faltaba el dinero necesario para acometer su proyecto. Sin embargo, tras la muerte de su madre en 1796, recibió una cuantiosa herencia, lo que le facilitó inmensamente las cosas.
Instalado por un tiempo en París, donde conoció al médico y botánico Aimé Bonpland, se le presentó la ocasión de realizar un viaje por ocho meses a Argelia — colonia francesa —, pero el ofrecimiento no cuajó después. No obstante, el destino le depararía otra oportunidad. En efecto, después de llegar juntos a Madrid en febrero de 1799, consiguieron un permiso oficial para viajar a América, lo cual se concretó cuando, a las dos de la tarde del 5 de junio, la corbeta Pizarro levaba anclas para enrumbarse hacia su anhelado destino. Para entonces Humboldt estaba a tres meses de alcanzar los 30 años de edad.
Para que se capte a plenitud cuáles eran sus expectativas, poco antes había remitido una carta a su amigo David Friedländer, banquero y escritor, en la que le expresaba lo siguiente:
«Dirija una mirada al continente que espero recorrer desde California hasta Patagonia. ¡Cómo me deleitaré en esta naturaleza grandiosa y maravillosa! Probablemente nadie se acercó jamás a aquella zona con un espíritu tan independiente y tan alegre, con ánimo tan activo. Coleccionaré plantas y animales; estudiaré y analizaré el calor, la electricidad, el contenido magnético y eléctrico de la atmósfera; determinaré longitudes y latitudes geográficas; mediré montañas, por más que todo esto no sea la finalidad del viaje. Mi verdadera y única finalidad es investigar la interacción conjunta de todas las fuerzas de la Naturaleza, la influencia de la naturaleza muerta sobre la creación animal y vegetal animadas».
Fiel a sus palabras, eso haría, y mucho más, pues durante su periplo de cinco años por Venezuela, Cuba, Colombia, Ecuador, Perú y México, él y Bonpland efectuaron amplias y profundas observaciones geológicas, vulcanológicas, astronómicas, climáticas, hidrológicas, botánicas, zoológicas, etnográficas, antropológicas y hasta lingüísticas.
Ahora sí, a diferencia de las crónicas de Fernández de Oviedo, con el arribo y permanencia de Humboldt en América se proyectó una nueva imagen, ya con sólido fundamento científico, de aquel continente colmado de misterios y desafueros, ante los recatados ojos y almas de muchos europeos. Es decir, los supuestos peligros propios del entorno y los pobladores del trópico no intimidaron a Humboldt, ni tampoco posteriormente al célebre naturalista inglés Charles Darwin, quienes se aventuraron por estos lares para después develar ante el mundo los insondables arcanos de la evolución, tanto en el plano físico, geológico y climático, como en las inextricables y maravillosas interacciones biológicas de nuestras flora y fauna. Humboldt lo hizo por un lustro, entre 1799 y 1804, y Darwin unos 25 años después, entre 1831 y 1836. Por fortuna, nos legaron sus respectivas obras Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente y El origen de las especies, como irrefutables evidencias de la muy compleja y prodigiosa naturaleza neotropical.
Pero eso tomaría su tiempo. Y fue así como, con una demora de un cuarto de siglo, entre 1807 y 1834 los sectores intelectuales europeos de manera paulatina pudieron degustar cada uno de los 30 volúmenes de la obra de Humboldt, en tanto que en 1859 el libro de Darwin provocaba el remezón de los cimientos y convencionalismos de la época, al ubicar al Homo sapiens donde realmente le corresponde estar en la escala evolutiva. Y todo, gracias a su inmersión, con humildad, honestidad intelectual y profunda capacidad analítica, en esas selvas, ríos, mares e islas del trópico americano, que aguzaron sus sentidos para que a sus atentas y portentosas mentes les fueran reveladas las claves de la creación del mundo natural.
Así que no es de extrañar que América se convirtiera en una especie de irresistible imán para quienes portaban dentro de sí esa pequeña llama — que algunos denominan fuego sagrado — por desentrañar los misterios de cuanto nos rodea.
Ahora bien, ubicada en la porción más delgada de la cintura del continente, para mediados del siglo XIX Costa Rica era la más insignificante de las cinco repúblicas que se habían independizado de España en 1821. Tan pobre era — la tal costa que era rica en oro y plata no era más que una ficción —, que no hubo grandes conflictos de poder entre las élites económicas, lo que confirió una notoria estabilidad política al país. Además, la creciente producción y exportación de café a Europa desde el decenio de 1830 generó gran dinamismo en la economía, a la vez que permitió el fomento de la educación pública.
Fue entonces cuando de nuestro país con frecuencia salían café, maderas preciosas, perlas, nácar, cueros y unas pocas mercaderías más, y llegaban mercancías y bienes de la mejor calidad, así como libros y diarios europeos, es decir, educación e ilustración. Pero, también, recalaban personas de diversas nacionalidades, al punto de que para 1868 -cuando se realizó el primer censo formal- había 164 alemanes, 65 franceses, 54 ingleses, 40 españoles, 20 escoceses, 18 italianos y 10 portugueses, más algunos suizos, irlandeses, polacos, daneses, suecos, y hasta un ruso. Posiblemente visualizaban al país como una tierra de oportunidades, sobre todo para alejarse de las turbulencias políticas y económicas de la Europa de entonces. Muchos se establecieron de manera definitiva, y se casaron con personas locales.
¿Y los naturalistas? También llegaron, aunque de manera individual y azarosa. En 1839 estuvo el austríaco Emmanuel Ritter von Friedrichsthal, pero tan solo de paso, al igual que lo haría el polaco Josef von Warszewicz en 1847; ambos habían conocido y tratado a Humboldt en Berlín. Además, entre 1846 y 1847 se estableció aquí el danés Anders S. Oersted, quien financió su estadía con fondos propios; tras su regreso a Dinamarca, conocería e intercambiaría información con Humboldt también, a quien incluso le aportó datos de nuestros volcanes para su colosal obra Cosmos. Nótese la omnipresencia de Humboldt en la ciencia europea, aunque en realidad también la tenía en el mundo entero.
Después de residir en París por 23 años, y debido a que su viaje a América y la publicación de su obra consumieron sus ahorros, en 1927 el rey de Prusia Federico Guillermo III lo repatrió y además lo nombró consejero suyo, con un salario estable. Muchos años después, ahí lo conocerían dos jóvenes médicos y naturalistas, llamados Karl Hoffmann y Alexander von Frantzius -que frisaban los cuatro y seis años de edad, respectivamente, cuando Humboldt retornó a Prusia-, quienes de alguna manera se consideraban sus admiradores o discípulos, aunque este mentor científico nunca fue profesor universitario.
En cierto momento y por diferentes circunstancias, que aparecen ampliamente discutidas en nuestro libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX, ambos habían decidido venir a Costa Rica. Y ya en enero de 1854, tras arribar en el bergantín Antoinette a San Juan del Norte, en el Caribe de Nicaragua, llegaban a San José, junto con el maestro-jardinero Julián Carmiol y casi 100 alemanes más, deseosos todos de afincarse en nuestro país; por cierto, ciertas evidencias sugieren que Carmiol también había conocido a Humboldt en Berlín.
Muy pronto, Hoffmann y von Frantzius se presentaron ante el presidente Juan Rafael (Juanito) Mora, con una carta de recomendación suscrita por Humboldt, cuya parte esencial reza:
«Vuestra Excelencia se dignará permitir que un viejo, cuyos trabajos científicos han tenido desde hace mucho tiempo por objeto los países tropicales del nuevo continente de Vuestra Excelencia, solicite protección para los viajeros naturalistas doctores Frantzius y Hoffmann. […] Estos señores son dos científicos muy distinguidos y además hombres muy morales, hijos de familias respetables de nuestro país. En el Estado de Costa Rica y en los volcanes de la Cordillera encontrarán los señores Frantzius y Hoffmann ancho y provechoso campo para sus investigaciones».
Dado que ellos carecían de fondos para mantenerse y efectuar sus investigaciones — aunque Humboldt consiguió que les donaran algunos aparatos científicos para registrar altitudes y datos climáticos —, lo que éste solicitaba de manera implícita era un puesto para cada uno en la Universidad de Santo Tomás.
Lamentablemente, eso no era posible, pues no había carreras de medicina o farmacia, y menos aún de biología. Aunque don Juanito no pudo ayudarles en ese sentido, lo hizo de otras maneras, como consta en nuestro libro Don Juan Rafael Mora y las ciencias naturales en Costa Rica. En todo caso, ambos ejercieron como médicos e instalaron boticas propias, lo que les permitió contar con los ingresos necesarios para financiar sus exploraciones, que efectuaban en su tiempo libre. Y, en congruencia con lo expresado por Humboldt en su carta de recomendación, ambos explorarían nuestros volcanes, aunque no se limitarían a eso.
En el caso de Hoffmann, en 1855 realizó ascensos a los volcanes Irazú y Barva, sobre los cuales escribió los excelentes relatos Una excursión al volcán de Cartago en Centro América y Una excursión al volcán Barba de Costa Rica. Además, en varias localidades del país recolectó casi 3.000 especímenes de plantas y 300 especímenes de animales — tanto invertebrados como vertebrados —, que envió a identificar con taxónomos en museos de Berlín. Le cabe el mérito de ser nuestro primer zoólogo, a la vez que dio continuidad a la obra botánica del danés Oersted. Asimismo, propuso un esquema para clasificar nuestra vegetación según la altitud. Finalmente, anhelaba editar un libro que se intitularía Flora y fauna de Costa Rica, junto con von Frantzius y otros especialistas residentes en Alemania, pero este proyecto abortó debido a una enfermedad degenerativa que se le desató poco después de servir como Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario en la guerra libertaria contra el ejército filibustero de William Walker, que se proponía implantar la esclavitud en Centro América.
Es decir, a su fecunda labor científica sumó una notable dimensión cívica y humanitaria, con la que también emuló la ética que caracterizó la vida pública de su mentor Humboldt. Tristemente, murió cuando tenía apenas 35 años de edad, el 11 de mayo de 1859. Como una curiosa coincidencia, Humboldt había fallecido una semana antes, el 6 de mayo, a los 89 años.
Por su parte, von Frantzius anhelaba permanecer para siempre en nuestro país, pero la muerte de su esposa en 1868 y su propio estado de salud -por una crónica y seria afección asmática- lo indujeron a retornar a Alemania. Sin embargo, en los 14 años que residió en nuestro país acopió la información suficiente para publicar 17 amplios artículos.
En orden cronológico, sus artículos fueron los siguientes: El antiguo convento de la misión de Orosi en Cartago de Costa Rica (1860), Aporte al conocimiento de los volcanes de Costa Rica (1861), La ribera derecha del río San Juan; hasta ahora una parte casi completamente desconocida de Costa Rica (1862), Las fuentes termominerales en Costa Rica (1862), El ferrocarril de Costa Rica como ruta de tráfico interoceánico, y su importancia para Costa Rica (1868), Distribución geográfica de las aves costarricenses, su modo de vivir y costumbres (1869), Los mamíferos de Costa Rica; contribución para el conocimiento de la extensión geográfica de los mamíferos de América (1869), Sobre la dispersión de la malaria en Costa Rica (1868), Sobre la existencia de larvas de moscas en las cavidades nasales de habitantes tropicales, los cuales sufren de ocena (1868), Heridas ponzoñosas en animales y seres humanos a través de la picadura de la araña excavadora existente en Costa Rica (Mygale) (1869), Ensayo de una fundamentación científica de las condiciones climatológicas de Centro América (1868), Cartografía de Costa Rica (1869), La parte sureste de la República de Costa Rica (1869), Acerca del verdadero sitio de las ricas minas de Tisingal y Estrella, buscadas sin resultado en Costa Rica (1869) y Sobre los aborígenes de Costa Rica (1870).
Nótese que sus aportes versaron sobre cuestiones zoológicas, geográficas, climáticas, geológicas, vulcanológicas, etnográficas, antropológicas e históricas. Murió el 18 de julio de 1877, una semana después de cumplir 56 años, cuando estaba dedicado de lleno a la antropología.
En síntesis, fue gracias a las contribuciones científicas de Hoffmann y von Frantzius -sumadas a las del pionero Oersted-, que se sentaron las bases del conocimiento científico de nuestra naturaleza y de nuestros aborígenes.
Sin embargo, el legado de von Frantzius fue más allá, pues cuando decidió retornar a Alemania pagó de su bolsillo el viaje del joven José Cástulo Zeledón Porras al Instituto Smithsoniano, en Washington, e hizo las gestiones para que allí se formara como ornitólogo al lado de Spencer F. Baird, John Cassin y Robert Ridgway. Después de cuatro años de una exitosa pasantía ahí, Zeledón regresó a Costa Rica, donde se convirtió no solo en nuestro primer naturalista, sino que también en promotor de brillantes prospectos, como Anastasio Alfaro y José Fidel Tristán, además de formar parte de la primera junta directiva del Museo Nacional, fundado en 1887.
En otras palabras, sin que Humboldt hubiera estado nunca en Costa Rica, la influencia directa sobre sus discípulos y apadrinados Hoffmann y von Frantzius, e indirecta sobre Zeledón, a largo plazo y con el concurso adicional de otros naturalistas -especialmente alemanes, suizos y estadounidenses-, permitió convertir a nuestro país, a pesar de su pequeño tamaño, en una especie de modelo mundial en el estudio y la conservación de la naturaleza.
Y es por eso que hoy, al conmemorar el 250 aniversario del natalicio de este científico y humanista de dimensiones universales -orgullo no solo de Alemania, sino de toda la especie humana-, debemos hacer todos los esfuerzos que sean necesarios para proteger las especies, los ecosistemas y los procesos ecológicos tropicales que tanto lo deslumbraron, y que él se encargó de divulgar ante el mundo entero. Con este imperativo ético, del cual depende la propia supervivencia de la humanidad, sin duda que honraremos su portentoso legado y su inmarcesible memoria.