Corría el año 2001, los destinos de EEUU los presidía un vacilón llamado George W. Bush.
La quiebra de Enron, empresa de energía con sede en Houston (Texas), fundada y dirigida por Kenneth Lay, amiguete del clan Bush (que en la intimidad le llamaba Kenny boy) trajo consigo un escándalo de proporciones. Entre sus consecuencias se cuenta la desaparición de Arthur Andersen, una de las cinco sociedades de auditoría y contabilidad más grandes del mundo, encargada de maquillar las cuentas practicando lo que se dio en llamar «contabilidad creativa».
La acción de Enron pasó –en un año– de 90 dólares a 61 centavos a fines de noviembre de 2001. No sin que antes Kenny boy y los gerentes vendiesen sus stock-options a precio duro sin advertirle a nadie que no valían un cuesco. Cientos de filiales situadas en paraísos fiscales ocultaban las pérdidas: ¿cómo leer esos balances para practicar la payasada que en Chile llaman «fiscalización»?
Así se desvanecieron más de 63.000 millones de dólares en activos –la quiebra de Enron fue la mayor bancarrota corporativa en la historia de EEUU hasta la de WorldCom el año siguiente– y una cifra de negocios que llegó a representar el 2% del PIB del gigante del norte.
Los 21.000 asalariados de Enron cotizaban en una AFP corporativa creada por la misma Enron. De ese modo perdieron no solo el empleo y las indemnizaciones de despido (perdón, de desvinculación…), sino también los ahorros previsionales de toda una vida.
La prensa dio a conocer más tarde que la remuneración anual de los 144 gerentes de Enron alcanzaba US$ 744 millones al año, incluyendo US$ 150 millones para Kenny boy.
No era para menos: Chief Executive, una publicación especializada, puso en su ranking del año 2000 a los talentosos gerentes de Enron entre los cinco mejores equipo directivos (board of directors) de los EEUU. ¡Alabao!
Si piensas que el caso Enron es una excepción… eres más ingenuo que el promedio de los cotizantes, lo que es mucho decir. Me explico.
En el año 2021 se cumplirán 150 años de la Comuna de París. Visto lo visto con los chalecos amarillos y medida someramente la complejidad de las manifestaciones del cabreo ciudadano, me dije que es preciso explorar las raíces de la radicalidad de los movimientos sociales franceses.
Conseguí tres textos preciosos: las lúcidas Reflexiones sobre la Comuna, de Henri Guillemin; las crónicas de Émile Zola reeditadas bajo el título La Comuna 1871; y la exhaustiva investigación realizada por Prosper-Olivier Lissagaray, combatiente de la Comuna, recientemente reeditada bajo el título Historia de la Comuna de 1871.
Uno disfruta la calidad de la escritura, amén de conocer en detalle la genealogía de los 72 días luminosos y tristes del épico combate de los miserables por el futuro de la Humanidad toda. Sabemos cómo terminó aquello, en una de las peores masacres de la Historia de Francia, que conoce unas cuantas.
Sin embargo, las canalladas del Emperador y de Adolphe Thiers no salieron todas a la luz, o no recibieron la publicidad que merecían. Si Napoleón III era un enano, Thiers tenía solera: su mentor fue nada menos que Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, –traidor patentado a Luis XVI, a la Iglesia, a la Revolución Francesa, al Directorio, al Consulado, a Napoleón, al Imperio y a Luis XVIII…–, quien afirmaba muy suelto de cuerpo: «La política no es sino una cierta forma de agitar al pueblo antes de servirse de él».
Con ese maestro… ¿qué podía esperarse de Thiers, un tipo talentoso en la disimulación y el engaño?
En la víspera de la Comuna de 1871, Le Creusot era una de las ciudades industriales más importantes de Francia. Allí se extraía carbón y mineral de hierro desde el siglo XVI, y la industria metalúrgica se desarrolló en el siglo XVIII. Los cañones de la Revolución y del Imperio napoleónico fueron fabricados por los obreros de Le Creusot.
En 1836 la familia Schneider compró las minas y las fundiciones, y se lanzó en la industria ferroviaria fabricando locomotoras y rieles. Eugène Schneider utilizó hábilmente sus apoyos políticos y en 1867 fue nombrado presidente del Cuerpo Legislativo por Napoleón III. Paternalista, construyó viviendas y una escuela primaria, y creó una Caja de Seguro Mutuo. Al mismo tiempo mantenía los salarios en un nivel miserable. En 1869 la masa de obreros superaba los 10.000, haciendo de Le Creusot la fábrica más grande de Francia.
En diciembre de 1869 los obreros reivindicaron la gestión de la Caja de Seguro Mutuo, que se alimentaba con sus propias cotizaciones. Molesto, Schneider organizó un referéndum: una fuerte mayoría se pronunció por la gestión obrera. Ni cortos ni perezosos los trabajadores eligieron un comité encargado de dirigir la Caja, pero los tres elegidos fueron despedidos inmediatamente. Así, estalló una huelga en enero de 1870, para defender el derecho de los asalariados a administrar sus propios fondos previsionales.
Schneider, presidente del Cuerpo Legislativo y patrón todopoderoso, dejó la testera de su parlamento de pachanga y, acompañado de 3.000 soldados y dos generales, vino a restaurar el orden en su feudo.
Como las mujeres apoyaron a sus hombres, detuvieron a algunas de ellas. En señal de protesta las madres dejaron a sus hijos delante de la soldadesca gritando: «Deténgannos y alimenten a los niños». Su coraje fue hasta ponerse delante del tren que llevaba cientos de obreros detenidos a Autun, donde debían ser juzgados, logrando su liberación.
No obstante, el 25 de abril de 1870, veinticinco huelguistas fueron condenados por el Tribunal de Autun a penas que fueron de 18 meses a tres años de prisión firme. Más de cien mineros fueron despedidos.
«La consigna de los patrones cuando la huelga de los metalúrgicos del hierro era: ‘Los obreros volverán cuando tengan hambre’»
(Prosper-Olivier Lissagaray, «Historia de la Comuna de 1871»).
Hacía hambre… y el comité llamó a cesar la huelga.
Este sencillo ejemplo muestra que la voluntad empresarial de apoderarse de los fondos previsionales de los trabajadores no es ni un capricho ni un antojo. Esa masa de dinero que, habida cuenta de la masa de cotizantes, reúne un capital muy importante, debe quedar en manos de los patrones. Con el concurso de la «centro-izquierda» y de la «centro-derecha».
En el «centro» –que comparten– se encuentran estos detallitos que fundan el lucro de unos pocos, la miseria de los más, y la remuneración de los conversos que sirven de soldadesca ideológica.