«Desde el sur indómito
vine
a estampar mi huella en esta arena».

Los dos tópicos o leitmotiv esenciales de Jorge Neira son el amor y la revolución, según declara, de manera explícita, en una especie de subtítulo de este poemario, antología de larga experiencia vital, poética y política. Sí, porque aquí el verso no es una simple extrapolación de sensibilidades o intenciones, sino el zumo exprimido en el andar sin pausa de todos los caminos, desde el juvenil y visceral compromiso que el poeta asumió, optando por la liberación de su patria multicultural, y de toda Latinoamérica, de las garras opresoras de un imperialismo hoy globalizado hasta la náusea.

Miembro de una generación que optó por el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), hastiado de la falsa representatividad de una Izquierda oficialista, esposada y desposada con el único sistema aberrante que hoy impera en casi todo el planeta, Jorge Alejandro Neira Rozas comparte causa y caminos con otros hermanos de lucha, poetas como José María Memet y Gustavo Becerra, quienes padecieron también el rigor de las feroces represalias y las persecuciones diurnas y nocturnas del aparato militar-empresarial, a través de una dictadura implacable, que no solo mantiene sus redes de poder efectivo, sino que las amplía, como hidra voraz, utilizando los métodos (¿invencibles?) de la corrupción material e ideológica. Lo dice el autor en el Prefacio:

«Yo me hundí por completo en la oscuridad de la lucha clandestina contra la dictadura, sacrificando mis versos para elaborar y multiplicar las consignas de la resistencia… Sin embargo, no dejé de escribir. Nadie supo de mis versos, salvo ellas. Y las circunstancias que, día tras día y noche tras noche, me tuvieron, siempre, al borde de la muerte… Este libro es un tributo a esa muerte que no fue».

Después de un preámbulo admirativo por el individuo, por el «hombre necesario» que es Jorge Alejandro Neira Rozas, entro en el análisis de su poemario. Convengamos que la auténtica poesía no se construye, simplemente, con sensibilidades «a flor de piel», ni con padecimientos de diversa índole vaciados en cuartillas, tampoco con intencionalidad revolucionaria, porque el acto creativo tiene que ver con la capacidad de extraer del lenguaje aquello que el poeta hispano José Ángel Valente denominara el fulgor, ese chispazo que se transformará en fuego propiciatorio merced al desvelamiento de las diversas facetas de la condición humana, expresadas a través del verso, sin importar que este sea de compromiso político-social, de rasgaduras íntimas o de anhelos de trascendencia metafísica. La poesía es un acto de voluntad estética frente a la insatisfacción existencial, cuyo material o arma es la palabra que se alza como elemento interpretativo y transformador de la realidad.

Jorge Neira es, primero que todo, un poeta trashumante, el que jamás detendrá su peregrinar, salvo en el encuentro con la última amada sin rostro, la del albo vestido que termina por enceguecer hasta al más osado de los caminantes. Así lo exhibe, sin tapujos ni melindres, según su estilo (“el estilo es el hombre”), en esta escolma (elijo esta palabra galaico-portuguesa que significa antología, pero como agraria metáfora de lo mejor de una cosecha, allí donde se desecha el colmo o paja, para conservar la primicia del fruto) bien articulada y maciza, que nos ofrece sus distintas voces, cauces que confluyen en el río mayor de su estro poético.

De nostalgia

De nostalgia no es un rito de llanto pretérito ni de expiación memoriosa, sino la búsqueda del sentido en aras de la memoria histórica, esa que los chilenos solemos conjurar con endémica amnesia, para mentirnos sin pausa, desconociendo nuestras propias y más significativas raíces, ocultando las miserias en el patio trasero o barriendo la basura bajo la alfombra. Por eso, el poeta habla, canta, grita desde el Wallmapu, asumiendo ese espacio terrestre integrado a una comunidad cultural compuesta de etnias originarias, como una Matria escogida desde la esencialidad telúrica, aunque los Neira hayan venido desde la Galicia atlántica, no como conquistadores, sino como inmigrantes desposeídos, hijos del minifundio, impelidos por las seculares carencias del homo advenus, como se llama en latín al sencillo forastero.

Porque el poeta elige la materia de su amor y de su anhelo, y el revolucionario afirma el derecho sagrado y humano a la escogencia como imperativo de la tribu donde nacimos, padecemos y creamos. El dolor criba las palabras en la mano del poeta cuando escribe con un sencillo bolígrafo, en cuartillas escatimadas al pulso cotidiano:

La noche me atormenta

Viene ya
la hora del insomnio.
La puerta gris que se abre
en este otro universo paralelo.
Viene ya la tormenta,
el huracán,
un torbellino de nuevas verdades;
horas sin velas, tibias caricias que se quiebran,
voces en todos los rincones.

La noche se detiene,
me increpa,
me apunta con su dedo oscuro
y se burla de mí a la distancia.

El humor sutil, en el verso final, mitiga el padecimiento, lo sustituye y lo honra en entrañable elocuencia poética. Es uno de los destacables atributos de Jorge Neira, unido a la economía del lenguaje sustantivo, donde la metáfora y la aliteración son partes de esa naturaleza que siente y resiste, a la vez como vate hijo del viento y de la lluvia, los mismos elementos que hicieron cantar a Juvencio Valle, a Jorge Teillier, a Nelson Schwnke y a Clemente Riedeman.

De caminos

Si Jorge Neira se califica como eterno trashumante, yo me declaro perenne transeúnte y en ese quehacer de andaduras entramos juntos –él autor, yo lector- en De Caminos, donde me siento conmovido en las alturas de Quitor:

...Fueron horas de ensoñar arrodillado,
un martirio feliz de llanto y kinwa,
de salada carne preparada,
rodó conmigo hacia la altura.
Un temblor de estrellas y fogatas,
me conduce hipnotizado
por callejuelas de roca.
Fuera ya y más acá de esa puerta
vino a mí,
desde el oscuro túnel del tiempo,
de bronce a mis pies
el tumi,
cuchillo ritual del emplumado sacerdote.

El poeta trepa las altas cumbres buscando la voz del maíz, ese grano derramado sobre la Tierra desde el Sol, que otros grandes antepasados de la Amerindia –que también negamos en la Historia oficial- esparcieron con las primicias y los enigmas de una rica cultura que apenas vislumbramos hoy. Jorge Neira procura esa develación, con la mejor llave para abrir las cerraduras del tiempo: la poesía.

De noches y lluvia

De noches y lluvia es el espacio poético donde me siento más acogido o mejor invitado, según se aprecie, pues la medida o la frontera de la supuesta objetividad, cuando abordamos una obra literaria, suele diluirse en las propias inclinaciones del gusto estético, hecho de juicios más acordes con lo visceral, matizados quizá por la experiencia de innúmeras lecturas. Esto vale y cuenta para el idioma de la lluvia, ese conjunto de sones y onomatopeyas que solo las lenguas llamadas «primitivas» son capaces de expresar, a partir de un entorno unívoco de Gente, Tierra y Cosmogonía.

Aquí, el poeta inicia su inmersión memoriosa con el recurso de las preguntas, alojadas en el tópico del ubi sunt, tan antiguo como el ser humano, acuciado por el pasmo del mundo desde que abre los ojos al misterio de la realidad:

¿De qué me hablan
estos versos de agua
que no quieren ser besados
por mis manos?

El agua responde sin dilucidar, como si tejiera en sus imposibles respuestas las gotas de nuevas interrogaciones, como si multiplicara el apremio de los ríos que parecen inquirir al mar por su eterno fluir:

No deja de llover sobre estos versos.
una ciega letanía,
de Dioses olvidados y canciones
inconclusas,
dibujan estas letras
en la orilla del invierno.

No deja de llover.
El reloj de arena se atrasa,
aferrándose a un tiempo
de nubes y sonrisas
tras la niebla matutina.

Me hace recordar a Federico, cantando su madrigal en la húmeda y nostálgica Compostela, asociando la lluvia y el canto perenne del agua con el amor y la muerte, porque: «Si no deja de llover/ hasta mis versos naufragarán/ esta noche», como concluye Jorge Neira, para abrir sus poemas desde el pórtico III, Compañeras: lunas y estrellas de esta revolución en marcha. Pareciera corregirse el poeta, pareciera enmendar la última afirmación en el tercer verso de Negra, hoy supe de ti:

Treinta años después.
Me dicen que estás más vieja, más sabia,
en la orilla de esta revolución pendiente;
con familia, con hijos. Que has dejado las tareas
Que ya no estás.

Porque la revolución es una amante amada que se detuvo a la vera de un camino de tantos, tal vez refugiándose en las servidumbres cotidianas, como hace la Negra, para escapar al aniquilamiento alentada por el pulso vivo de lo femenino que se retrae y aguarda, acogiéndose quizá a la vieja sentencia: «Todos los tiempos viven en la semilla».

Vida y muerte en el WallMapu: miseria del Estado de Chile

Vida y muerte en el WallMapu: miseria del Estado de Chile es un grito, una arenga, de vida y de muerte, que canta y llora la tragedia histórica del pueblo Mapuche, iniciada hace cinco siglos por la garra imperial de España, exacerbada desde hace ciento cincuenta años por la voracidad del Estado de Chile, mestizo y servil, ciego y sordo ante sus ancestrales demandas, militarizado hoy para cautelar intereses de amos criollos y foráneos. El poeta nos entrega un clamor que quisiéramos plasmar en otra realidad, en otro Estado:

Un gigante de piedra se levanta
contra sus armas y sus leyes;
desde el winkul más elevado
ordena los ríos,
susurra a las hojas,
implora al temo adormecido.
Dibuja con su sangre un nombre,
mil nombres en una flecha
y en un gesto de épica porfía,
le arroja al horizonte
buscando,
al nuevo toqui que amanece.

Miscelánea Oscura y Manifiesto kaótico naranja

Con Miscelánea Oscura y Manifiesto kaótico naranja, el poeta despide y cierra esta breve y honda antología de 118 páginas que conmoverá, sin duda, al lector. Los últimos versos rezuman doloroso escepticismo. Sin embargo, el ánimo voluntarioso de Jorge Neira nos conmina a navegar, a soltar amarras, a levar anclas, porque el mar es, desde Ulises, el mejor de los caminos de trashumancia, aunque jamás podamos regresar a la Ítaca perdida.

Concluyo con una sentencia de Kazantzakis: «No es el hombre lo que me maravilla, sino el fuego que devora al hombre».

Y me siento, con el poeta, junto al fogón o la vieja lareira de la estirpe. Desde el crepitar de las llamas siguen brotando las palabras.