En un discurso pronunciado en Nantes el 10 de septiembre de 1960, Charles de Gaulle — a la sazón presidente de la República francesa— se refirió al organismo mundial que sucedió a la Sociedad de Naciones (SdN) con palabras poco amenas: «Le machin qu'on appelle ONU...» («el chisme que llaman ONU...»).
Ese chisme, o esa vaina, le pedía a Francia participar en el financiamiento de una expedición de Cascos Azules al Congo. De Gaulle, confrontado a la guerra de Argelia, y a la hostilidad de los países africanos y asiáticos que buscaban su independencia, quería tener las manos libres para desplegar su propia política. Esa que culminó en la independencia de Argelia y, por qué no decirlo, en su célebre discurso de Phnom Penh (1º de septiembre de 1966) en el que de Gaulle condenó claramente la guerra de Vietnam y manifestó su apoyo a la libertad de los numerosos países que luchaban contra el colonialismo y que una vez libres crearon el Movimiento de Países No Alineados.
Para de Gaulle la descolonización era una exigencia moral, política y económica, lo que explica que, refiriéndose a la guerra de Vietnam, haya dicho en Phnom Penh:
«…si es improbable que el aparato militar americano sea eliminado en el terreno, no hay por otra parte ninguna posibilidad de que los pueblos de Asia se sometan a la ley del extranjero venida del otro lado del Pacífico, cualesquiera sean sus intenciones y por muy poderosas que sean sus armas. En resumen, por largo y duro que sea este trance, Francia tiene por cierto que no tendrá solución militar. A menos que el universo vaya hacia una catástrofe, solo un acuerdo político podría restablecer la paz».
Hoy, más de medio siglo después, sabemos que de Gaulle tenía razón.
El derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, o derecho a la autodeterminación (¿por qué te ríes?), es un principio surgido del derecho internacional (?) según el cual cada pueblo dispone de la libertad de decidir de su régimen político independientemente de toda influencia extranjera. Proclamado durante la Primera Guerra Mundial, la aplicación de ese principio deja mucho que desear.
La Conferencia de la Paz de París y el Tratado de Versalles (1919) constituyeron un vivero para futuras guerras, incluyendo la II Guerra Mundial, así como la negación más absoluta de los derechos de los pueblos, comenzando por los que habían perdido la I Guerra Mundial que no tuvieron ni siquiera el derecho de participar en las deliberaciones.
En los pasillos de Versalles se paseaba un hombrecillo pequeño, delgado, mal vestido, insignificante, al que nadie le prestó atención. Trabajaba como jardinero, cocinero, lavaplatos y otros oficios modestos. Vivía en París, 56, rue Monsieur le Prince. Desde allí le envió una carta al presidente de los EEUU venido a París a la Conferencia de Paz. Era una súplica en la que Monsieur Ba, como se hacía llamar entonces, le rogaba al presidente Wilson que el derecho de los pueblos a decidir de su propio destino le fuese aplicado al suyo. Wilson no respondió esa carta que tal vez ni siquiera leyó. Entonces Ho Chi Minh decidió liberar Vietnam con las armas en la mano.
El derecho a la autodeterminación no se aplicaba a las colonias. Tampoco a los pueblos que carecían de un Estado. Peor aun, nadie pensó en definir qué es un pueblo.
Los palestinos… ¿son un pueblo? Admitiendo que lo sean, no disponen de un Estado. Ni los kurdos. De paso se hace todo lo posible para que tales Estados no existan jamás. Al tiempo que se crean Estados improbables usando el método de los bombardeos masivos. Kosovo, por ejemplo, territorio desgajado a la fuerza de Serbia, para inventarle un país a los albaneses que ya tenían uno y no pedían tanto. Aun hoy Kosovo no es reconocido por Serbia, Rusia, China ni España. La mayor parte de los países de América, Asia y África no aceptan la declaración unilateral de independencia, ni reconocen a la República de Kosovo como Estado soberano. ¿Hay que precisar que los EEUU y la OTAN practicaron en Kosovo una dizque intervención militar humanitaria?
Curiosamente, cuando los jemeres rojos impusieron una insana dictadura en Camboya (1975-1979), asesinando a más de dos millones de indefensos ciudadanos, –una de las peores masacres del siglo XX que conoció unas cuantas–, la comunidad internacional, léase los EEUU y sus aliados, contribuyeron a mantener la representación de los jemeres rojos en la ONU hasta el año 1991, al tiempo que les aportaban'ayuda humanitaria y apoyo militar.
La historia del derecho a la autodeterminación está plagada de abiertas y descaradas intervenciones militares del Imperio, que en la materia nunca esperó la autorización de ningún Guaidó. Y ha conocido el invaluable aporte de algún progresista como el francés Bernard Kouchner.
Kouchner, primero comunista, luego socialista, fue ministro de Salud en el gobierno de Mitterrand (1992-1993), y más tarde ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de derechas de Sarkozy (2007-2010). Teorizó el derecho de injerencia humanitaria de modo que las grandes potencias pudiesen invadir cualquier país que a su juicio tiene un mal gobierno y hace sufrir a su población.
Más tarde Kouchner devino International Consultant de las peores dictaduras africanas, y practicó el tráfico de influencias para que empresas a las que él pertenecía cobrasen deudas contraídas por los gobiernos de Gabón y la República del Congo. Carla del Ponte le acusó de obstruir las investigaciones sobre el tráfico de órganos durante la Guerra de Kosovo.
Con tales defensores, no es de sorprender que Donald Trump amenace intervenir en Venezuela, no sin antes haber organizado una muy curiosa ayuda humanitaria que se parece demasiado a un Caballo de Troya.
Bien mirado, hambrientos hay en Colombia. En Yemen. En Afganistán. Incluso en los EEUU.
En Colombia los EEUU tienen ocho bases militares. El ejército colombiano mantiene a raya a los colombianos hambreados para que no se arrojen sobre la ayuda humanitaria destinada a Venezuela.
Los EEUU le venden cazabombarderos y misiles a Arabia Saudita, que está perpetrando la más grande masacre del siglo XXI en Yemen. Poco importa que la ONU, le machin, alerte sobre una gigantesca tragedia que se asemeja a un genocidio, sin que las almas sensibles de occidente digan una palabra.
En Afganistán los EEUU siguen empeñados en la guerra más larga de toda su Historia: 17 años y contando. Esa guerra ha costado, al día de hoy, según cifras oficiales del Congreso de los EEUU, más de 700.0000 millones de dólares, o sea unos 20 mil dólares por afgano, cuyo PIB per cápita no llega a US$ 500 anuales. Por la cabeza de Donald Trump no ha transitado la idea de enviar ayuda humanitaria. Lo cierto es que los títeres que mangonean en Kabul, apoyados por el ejército yanqui, son los mayores productores de heroína del planeta, producto que exportan a los EEUU y a Europa con beneficios que se cuentan en decenas de miles de millones de dólares.
En los EEUU Trump ha recortado los presupuestos destinados a los servicios de Salud pública (Medicare) y, aparte reducirle los impuestos al riquerío, reduce los recursos que financian las Food Stamps que permiten alimentar a decenas de millones de pobres, la mayoría de los cuales son niños.
Todo lo cual no impide que politólogos, periodistas, sociólogos, economistas, políticos, jefes de Estado y otras gentes de bien estimen que… el problema es Nicolás Maduro.
Para mí que la cuestión está en otro sitio. Y yo que sé, en la OEA, esa cloaca. En la ONU, ese machin. En el FMI, ese nido de delincuentes. En la autoproclamada comunidad internacional, ese fantasma. En nuestra propia incapacidad a discernir la verdad de la mentira, y en nuestra inconcebible disposición a comulgar con ruedas de carreta.