Pocos conceptos hay tan manipulados como el de «democracia». En su nombre se puede hacer cualquier cosa, por ejemplo, invadir países y masacrar a gran cantidad de la población.
El sistema capitalista actual se atribuye como una de sus notas distintivas el ejercicio de la democracia. Así, la democracia sería un bien en sí mismo, y su sola mención tendría un poder casi mágico, sinónimo de corrección, de camino válido. El ejercicio del poder, que termina con la idea moderna de Estado como expresión de todas las relaciones interhumanas, tendría como punto máximo de llegada «la democracia» como nivel superior de toda construcción histórica. Entonces, la democracia sería un bien supremo al que algunos ya habrían llegado (¿los desarrollados?), y otros aún están camino de alcanzar (¿los subdesarrollados?).
Muchos en Latinoamérica (55% de la población, según una investigación de Naciones Unidas del 2004) apoyarían un gobierno dictatorial si eso les resolviera los problemas económicos, lo cual consternó a más de un politólogo. Décadas de dictaduras y autoritarismo dejaron una profunda marca política, por ello no espanta la idea de un gobierno antidemocrático. Ello no solo habla de una posible vocación autoritaria, sino del fracaso de estas democracias formales.
Con el ascenso del capitalismo y la burguesía hace un par de siglos, la democracia representativa toma su mayoría de edad; hoy se presenta como el modelo más desarrollado de organización social. Pero ¿tienen poder los que votan? Por supuesto que las dictaduras no resolvieron los problemas de pobreza y exclusión social (no estaban para eso, por cierto), pero tampoco los han resuelto las actuales democracias a cuentagotas.
Es hora de cambiar el concepto de democracia representativa por algo nuevo: democracia genuina, desde abajo, directa. ¿A quién representan los representantes? Si el propio pueblo no es artífice de su destino, no hay salida para sus problemas.
En Guatemala hay un ejemplo encomiable de democracia directa: las Comunidades de Población en Resistencia (CPR).
La guerra dejó daños inconmensurables, siendo la nación latinoamericana más golpeada por las estrategias contrainsurgentes. La población campesina, de origen maya, fue la más castigada. En muchos casos, para sobrevivir a las políticas genocidas de tierra arrasada, por miles se internaron en las selvas, protegiendo así lo único que les quedaba: su vida, dado que dejaron tras de sí todo, casa, ganado de subsistencia, sus mínimas parcelas, enseres domésticos. Así, en condiciones de extrema pobreza vivieron años, muy organizados, en un sistema de democracia directa que es digno de admiración. Estas Comunidades de Población en Resistencia estaban formadas por campesinos humildes, que en realidad no eran miembros activos del movimiento revolucionario guerrillero, y que, por la misma necesidad de sobrevivencia en condiciones extremas, fueron desarrollando modos organizativos fabulosos.
«Elevaron mucho su nivel de capacitación en educación y de organización en la producción y con pocos recursos producían mucho. A futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos en ese sentido», afirmó Enrique Corral, excura y luego integrante del movimiento armado guatemalteco, miembro posteriormente de la Fundación Guillermo Toriello, vinculado siempre a las CPR. Tras la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, estas poblaciones se fueron asentando en diversos puntos del territorio nacional, ya sin el acoso perpetuo de vivir guerra, pero sin ver materializado ninguno de los compromisos tomados en esa firma. Mantuvieron su organización de democracia viva, aunque sin el más mínimo apoyo por parte del Estado en créditos, infraestructura, facilidades diversas, etc., su situación actual los arroja a la pobreza profunda.
«Como población civil se logró establecer un sistema de organización democrática dando vida a los valores y principios humanos de sobrevivencia, haciendo de la resistencia la forma de organización comunitaria, organizando el trabajo colectivo, la distribución equitativa de lo que producimos y de lo que se recibía de la Solidaridad [internacional]», explicaba un miembro de las CPR. Sin ningún lugar a dudas, si un grupo en condiciones tan tremendamente extremas pudo sobrevivir dignamente, más allá de la pobreza material, esto muestra que la organización real desde abajo es posible. Es más: sin esa organización democrática de base, real, genuina, no hubieran podido sobrellevar la situación. ¿Qué nos dice todo esto? Que la democracia de base sí es posible, y que la organización política actual que impone «el desarrollo» no es más que formalidad. Una vez más: ¿a quién representan los representantes?
En esta búsqueda de encontrarle caminos reales al fabuloso proyecto de darle forma concreta a la utopía, estudiar en detalle la historia de las CPR puede ser un paso de gran importancia. Tal como dice el cura-guerrillero Enrique Corral, sin dudas que «a futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos». Este breve escrito no es sino: a) una expresión de júbilo en relación a que otra democracia sí es posible, más allá del formalismo de la democracia representativa. Y, además, b) una invitación a académicos, científicos sociales y actores políticos a que se profundice en el estudio de esa construcción de base de la democracia en que vivieron las Comunidades de Población en Resistencia en lo más adverso de la guerra. Aprender de las «buenas prácticas», como se dice hoy día, es inteligente.