Así, el adolescente tardío que tenemos de jefe de Estado en Francia, reconoció a Juan Guaidó como legítimo presidente de Venezuela. Por narices.
La particular visión que Emmanuel Macron tiene de la historia de Francia le ofrece al menos un precedente en oro macizo, azarosa jurisprudencia que Júpiter Narciso se apresuró en hacer suya con el desenfado de quien hizo sus armas profesionales en un Banco que financió buena parte de la aventura colonialista gala.
El 16 de junio 1940, con el territorio de la República invadido por la Wehrmacht y agobiado por la presión de los «pacifistas» que soñaban con terminar la guerra contra la Alemania hitleriana y ponerse a sus órdenes, el presidente de la República, Albert Lebrun, designó a Philippe Pétain como presidente del Consejo con la tarea de formar Gobierno.
Pétain, ardiendo de impaciencia, nombró un gabinete tan reducido como pacifista, si aceptamos que en este caso «pacifista» es sinónimo de défaitisme (derrotismo). La ilusión de la «unidad nacional» era sostenida por dos ministros socialistas, André Février y Albert Rivière, este último ministro de Colonias, como se lee, uno tiene la debilidad de pensar que socialista y colonias son antónimos, o en el mejor de los casos constituyen un oxímoron, pero la historia nos prueba que no.
Pétain se apresuró en anunciar con «el corazón compungido… que había que cesar el combate». Unilateralmente, provocando una debacle aun mayor: los alemanes se hicieron un placer en hacer prisioneras las fuerzas francesas, visto que los germanos no habían parado la guerra. La metida de pata de Pétain fue tan desastrosa que, a la demanda del Estado Mayor, se difundió una corrección absurda al mensaje de Pétain, invitando las tropas francesas a «intentar cesar el combate». Cientos de miles de soldados franceses permanecieron prisioneros en Alemania hasta el fin de la guerra en el año 1945.
En mayo de 1940 la Cámara de Diputados había completado su mandato, y era imposible organizar elecciones. La cuestión de la legitimidad del poder, en un régimen parlamentario, comenzó a agudizarse. Pétain, ansioso de acceder al poder total, buscaba el modo devenir jefe de Estado. La Constitución en vigor –artículo 8 de la Ley Constitucional del 24 de febrero de 1875– había dejado el poder constituyente en manos del Parlamento, aun cuando esa potestad estaba severamente codificada y no preveía que el Parlamento cediese el poder constituyente.
No obstante, entre el 8 y el 10 de julio 1940, el Parlamento — en la ausencia de 61 parlamentarios comunistas despojados de su mandato en razón del Pacto Molotov – Ribbentrop, de 27 diputados y senadores embarcados en el Massilia y detenidos en Casablanca, y de 200 otros parlamentarios que no pudieron acceder a Vichy — acordó primero ceder el poder constituyente, para luego transferirle todos los poderes a Pétain. De ese modo Pétain obtuvo más poderes que Louis XIV.
La votación arrojó 569 síes, 80 noes y 20 abstenciones. Así nació el régimen de Vichy, la revolución nacional fascista, la colaboración con el nazismo. La ilegalidad de la maniobra es aún hoy objeto de sabios y eruditos debates. Lo cierto es que Francia amaneció con… dos presidentes: Albert Lebrun y Philippe Pétain.
En este caso Pétain no se autoproclamó, lo proclamó un Parlamento que no tenía competencias en la materia, y fue hasta ofrecerle el poder de nombrar a su sucesor. El régimen hitleriano se apresuró en reconocer al presidente proclamado y no elegido.
El presidente legítimo, Albert Lebrun, no opuso ninguna resistencia y sin dimitir de su función se retiró apaciblemente a Vizille, en casa de su yerno Jean Freysselinard, politécnico como él, director de una empresa de piedras de afilar en esa ciudad del Dauphiné.
Al término de la II Guerra Mundial, en 1945, Albert Lebrun osó pedirle a Charles de Gaulle que le devolviese la presidencia de la República. En sus Memorias de Guerra el gran Charles evocó el papel que jugó Lebrun en el derrumbe de la República con estas palabras terribles:
«En el fondo, como Jefe de Estado le faltaron dos cosas: que fuese un Jefe, y que hubiese un Estado».
He ahí, a mi modesto entender, el precedente, la eminente jurisprudencia que guía al diminuto Emmanuel Macron. Cree estar en presencia de un Albert Lebrun, y se topó con Maduro.
Macron supone que Juan Guaidó es un hombre providencial, — un salvador —, cuando ni siquiera es un Philippe Pétain, a quien proclamaron desde dentro, sino una pinche marioneta que activaron desde afuera.
La tarea que le encomendaron a Guaidó, es similar a la que cumplió Pétain: colaborar con el enemigo. Entregarle a una potencia extranjera los luchadores antifascistas como efectivamente hizo Pétain. Poner la capacidad productiva del país al servicio del poder omnímodo del Imperio, como hizo Pétain para favorecer a Hitler. Instaurar un régimen autoritario y dictatorial sin contrapeso, método que facilita la imposición de un modelo económico depredador.
Renault acumuló una fortuna fabricando carros de combate para los nazis. Guaidó no fabricará nada, pero entregará el petróleo, como otros entregaron el cobre y el litio.
No por nada el programa político y económico de la Resistencia francesa le puso primera prioridad a los derechos de los trabajadores y a la reconstitución del patrimonio público.
El tal Guaidó cuenta pues con el reconocimiento vergonzoso de Emmanuel Macron, patético esbirro de los designios de su amo, los EEUU de América.
Maduro y Trump… dos presidentes opuestos y disímiles.
Macron, apenas ¼ de presidente al pedo…