El clásico de 1946 de Frank Capra, Qué bello es vivir (It's a Wonderful Life en inglés), es una de las favoritas en esta época de Navidad. Fue una película que obtuvo criticas mixtas al estrenarse, pero que sin duda ha cautivado el corazón del público a través de los años.
Lo sorprendente de Qué bello es vivir es lo bien que se sostiene a lo largo de los años. Es una de esas películas sin edad, como Casablanca o El mago de Oz, que mejora con el tiempo. Algunas películas, incluso las buenas, solo deben verse una vez. Cuando sabemos cómo resultan, han entregado su misterio y su atractivo. Otras películas se pueden ver un número indefinido de veces. Como buena música, mejoran con familiaridad. Qué bello es vivir cae en la segunda categoría.
La historia se centra en George Bailey, interpretado de manera inolvidable por James Stewart, quien se ve obligado a abandonar progresivamente sus sueños de viajar por el mundo y la educación universitaria para quedarse en casa y cuidar el negocio de ahorros y préstamos de la familia Bailey. Su papá le dice: «Siento que de una manera pequeña estamos haciendo algo importante. Satisfacer un impulso fundamental. En lo profundo de la carrera, un hombre quiere tener su propio techo, paredes y chimenea».
George Bailey se queda en casa. Y cuando empieza a dudar de todas sus decisiones y de su vida hasta entonces, se ve atrapado en una extraña experiencia casi mágica, en la cual puede ver otra realidad, una donde su comunidad alegre, sociable y de espíritu familiar está convertida en un lugar más duro, gris y triste como resultado de su ausencia. Ese sería el destino de todas las personas que conoce y quiere, y todo esto por una pequeña decisión que aparentemente afectaba grandemente a todo el pueblo.
Para mí, el momento más poderoso en la película es cuando George, borracho y desesperadamente agresivo en un bar, y enfrentado a la ruina y el procesamiento porque su tío Billy (Thomas Mitchell) ha perdido el dinero de la empresa, es golpeado en la cara por el marido de la maestra que se ve molesto por la impertinencia de George. Es una derrota brutal sin honor para el protagonista, un descenso espeluznante hacia la desesperación (temporal), antes de su redención.
También es una leve sorpresa, cada vez que veo la película, darme cuenta de que el ángel aprendiz Clarence (Henry Travers) realmente solo aparece en el último cuarto de la película, agarrando una copia de Tom Sawyer de Mark Twain. La fantasía o la fantasía de la existencia de Clarence no afecta en gran medida al tenor realista de la historia como un todo, lo cual es tan importante para que la audiencia haga sin problemas una inversión emocional en George y su familia, un desembolso del corazón que sucede en conjunto con la gente del pueblo que le confía sus ahorros.
Siempre es un placer ver esta película y que sin falta logra sacarme una lagrimilla de felicidad. Te llena de fe y de esperanza y de esa sensación de familia y amistad que va muy acorde en estas fechas decembrinas.