El desierto es probablemente uno de los lugares más inhóspitos en los que el ser humano puede encontrarse: sol abrasador, arenas en constante movimiento, y una escasez pasmosa de agua. La antítesis del desierto es la jungla, igualmente inhóspita, pero por motivos opuestos: humedad aplastante, vegetación espesa y cientos de seres vivos que compiten por sobrevivir, ya sea haciendo la fotosíntesis o acechando entre la maleza. Entre estos rivales se encuentra el ser humano, luchando por hacerse un lugar en la jungla, en el desierto e intentando someter la naturaleza bajo su yugo; de esta manera, nació el jardín.
Alejandra Atarés (Zaragoza, 1987) presenta en esta exposición una nueva serie pictórica en la que trabaja con estos elementos, el paisaje árido dominado por majestuosos cactus saguaro, la espesura tropical de la jungla y el sosiego del parterre ajardinado. Después de sus celebradas series de retratos de espaldas en las que el paisaje, siendo igualmente protagonista, quedaba en un obvio segundo término, Atarés ha apostado por eliminar la figura humana – pero no su rastro – de sus ahora despejados parajes. En esta nueva vía pictórica, la artista ha mantenido el que es su rasgo más característico: un cromatismo subido que perfuma las escenas con un aroma de artificio e irrealidad.
Por otro lado, y como ya hemos dicho, hay algo que subyace en los lienzos de Atarés. Cierto es que no hay representación humana en la mayoría de los lienzos que conforman la muestra, sin embargo, en algunos de ellos encontramos, por ejemplo, azulejos alicatando el suelo del desierto. Este hecho, por sí solo, ya nos lleva a hablar de los límites del control de lo humano: quizá algún día podamos embaldosar entero el desierto de Sonora, pero éste siempre acabará recuperando su terreno y abriéndose paso entre las baldosas. Sin embargo, este ejemplo concreto también es una síntesis visual del paso de Atarés por EEUU: en una imagen sintetiza una idílica puesta de sol rojiza que baña los cactus y matojos de Arizona que crecen sobre el azulejo que podría pertenecer a cualquier casa barcelonesa anterior a 1930.
Pasado todo por ese filtro instagrammer que convierte cada tela de la artista zaragozana en una escena artificiosa, es tarea del observador determinar los límites de la realidad propuesta: ¿se trata de un sueño? ¿de la representación de un lugar real? ¿se trata pues de la representación de un decorado? Sin que eso importe demasiado, entre jardines, cactus y flores, será donde quizás encontremos el snapshot perfecto.