Este es el primer artículo de una serie de tres, redactados tras un viaje a Siria que el periodista y narrador ha realizado en las últimas semanas. La serie muestra los estragos de la guerra y la esperanza de la población y las autoridades sirias por recobrar la normalidad.
El Gobierno sirio va reconquistando palmo a palmo el territorio y la guerra contra el Dáesh parece llegar a su fin con la ayuda de rusos, iraníes y las milicias armadas. Nadie hubiera pensado tal situación, hace siete años cuando estalló el conflicto.
Siria lleva más de siete años desangrándose. Primero por la guerra civil iniciada tras los conatos de primavera árabe que azotaron el Oriente Medio en forma de oleada, desde las costas mediterráneas que bañan el norte de África. Segundo, por la lucha contra el yugo terrorista del Estado Islámico de Irak y el Levante que aprovechó la ocasión para contaminar todo el territorio.
Este era el germen de la tormenta perfecta que se ha venido tejiendo en el país árabe y en la que han participado dos bandos bien definidos y con intereses muy antagónicos. La aniquilación del Dáesh no es ni siquiera o aparentemente el principal objetivo.
Alepo, Homs, Palmira, Idlib, Daraa, Deir Ezzor, Maluula… y un largo etcétera hasta llegar a Damasco tras arrasar Ghuta. Son las ciudades que han sufrido el zarpazo terrorista y el cruce de fuego entre las tropas gubernamentales y sus aliados, las facciones armadas, las fuerzas rebeles y la coalición internacional. Un mix que ha destruido regiones enteras, ha agotado recursos y se ha llevado por delante a toda una generación.
Hoy la situación en Siria es bien diferente. El Gobierno de Bashar al Asad ha ido conquistando bastión a bastión, metro a metro hasta tener bajo su control el 90 por ciento del territorio nacional. Una carrera a contrarreloj que se evidencia en las labores de desescombro y reconstrucción que se llevan a cabo.
La vuelta -gota a gota- de los millones de desplazados que ha dejado el conflicto es la mejor noticia, pero para que sea una realidad tangible aún quedan esfuerzos por hacer. Las autoridades van en la buena dirección. No olvidemos que, antes de la guerra, la población superaba los 22 millones y medio de habitantes.
Ese afán encomiable por recuperar el esplendor del país que fue ha llevado al Ejecutivo a invitar a una serie de periodistas internacionales, para comprobar sobre el terreno la labor titánica por volver a la ‘normalidad’. Fuimos tres periodistas españoles los que viajamos a Siria durante una semana para conocer la barbarie de la guerra y cómo se trabaja para borrar las cicatrices, algunas imposibles de ocultar.
Hemos sido testigos de la meticulosa estrategia del Ejército para reconquistar el Crac de los Caballeros tras meses de asedio. El Frente Al Nusra ocupó la histórica fortaleza en 2013, rompiendo así la leyenda que contaba que ni el mismísimo Saladino pudo arrebatar a los Hospitalarios la que llegó a ser la mayor fortaleza de Tierra Santa.
La filial de Al Qaeda resistió el asedio con unos sesenta integrantes. La lucha fue encarnizada y las murallas de este espacio protegido por la UNESCO sufrieron el impacto de artillería y fuego pesado, fue la previa a la ofensiva por liberar Homs. La joya arqueológica, la fortaleza de los cruzados, mantiene hoy bien visibles las cicatrices de aquellos días. Sadri conoce bien este capítulo.
Se encargaba de custodiar el castillo y hacer de guía para los turistas que se acercaban. Los yihadistas irrumpieron en la fortaleza y la convirtieron en su base militar. Sadri no abandonó el lugar y pagó las consecuencias… torturas, humillaciones y el continuo miedo de la muerte acechándole. Quizá el tiro de gracia fuera su esperanza. Hoy nos muestra sus cicatrices en la cara, espalda y piernas sin olvidar su machacada mano. Sus ojos se humedecen y con gestos nos intenta explicar el horror vivido, un horror visible también en las murallas y paredes. Los extremistas dejaron su huella, sobre ellas pudimos leer inscripciones como Allahu Akbar Al Nusra y otros mensajes más aterradores.
Sadri padece una discapacidad lo que le convirtió en bufón y chico para todo a merced de los terroristas. Nos invitó a un té y nos despidió con un abrazo lleno de ternura y cariño. Los tres mantuvimos un silencio emocionado pensando que algún día el Crac de los Caballeros vuelva a recobrar su gloria pasada y el bueno de Sadri siga enseñando al turista la fortaleza que Saladino no pudo conquistar. Nosotros seguimos el viaje. Nuestro siguiente punto es Homs, otro nombre marcado a sangre y fuego en la guerra.