«El silencio es un trato con el maltrato».
El maltrato y el abuso de menores no ha sido nunca asunto de realidades lejanas. Los humanos tendemos a utilizar ese mecanismo de defensa por el cual creemos que las desgracias les pasan a otros. Sin embargo, cuando hablamos de abuso sexual a menores, de violencia de género y de maltrato físico y/o psicológico de niños y jóvenes, muy habitualmente estamos hablando de vecinos e incluso de personas de nuestro entorno familiar. Los datos de que estos comportamientos delictivos no siempre están lejos de nuestra realidad cotidiana son contundentes. El abuso sexual infantil está presente en casi todas las culturas y en todas las épocas.
«Mohamed, un niño saharaui de nueve o diez años, había perdido su sonrisa blanca y profunda, que parecía perenne en su cara, desde que llegó de la por entonces aún ciudad española del Aaiún. Por aquellos primeros años de la década de los setenta del siglo pasado, una orden hospitalaria católica, que desarrollaba su actividad en la zona del África Occidental y las islas de la Macaronesia, recogía niños enfermos y en situación de grave precariedad económica (básicamente atendía a los hijos de familias en una situación de exclusión social y pobreza límite).
Como a muchos de los que allí conoció, Mohamed estaba afectado por las secuelas de la poliomielitis. En España, el brote de poliovirus arrasó con una generación de niños y niñas entre 1950 y 1964. La escasa distribución de la vacuna contra la poliomielitis (inventada por Jonas Salk, en 1950 y muy eficaz en la campaña mundial contra la polio) por parte de la dictadura del General Franco, provocó una epidemia que afectó a las familias más vulnerables. Sin embargo, no eran las secuelas de la enfermedad, ni las precariedades de la vida que había conocido, ni siquiera el recuerdo de su familia lejana, lo que le había borrado, de repente, la sonrisa de su cara».
En la cárcel conocí de cerca esa Ley de los presos que afecta a violadores, abusadores y asesinos de niños y mujeres. La necesidad de aislar a estos individuos del resto de los internos en cualquier centro penitenciario, se debe a que, de no hacerlo, sus vidas pierden todo valor en cualquier esquina del patio o en las duchas de la prisión. Cuando estuve en la cárcel conocí a un tipo al que, lo confieso sin ningún propósito de enmienda, me era repugnante tratar. Pero ya saben, la cárcel es un agente rehabilitador. Psicólogos, trabajadores sociales y educadores trabajan o hemos trabajado con la convicción de que, la rehabilitación penitenciaria es posible, aunque no funcione con todos los que están allí adentro.
Aquel abusador mallorquín era un tipo perverso. Un pederasta reincidente que cumplía condena por agredir sexualmente a cinco niñas y un niño, durante varios años, cuando colaboraba como profesor de religión e instructor de la doctrina cristiana en diferentes catequesis de su localidad. Las sospechas de haber agredido a menores con anterioridad eran casi pruebas, pero no demostradas. Estar un solo minuto frente a él era suficiente para observar su talante compulsivo, aunque la intencionalidad con que hablaba de sus apetencias sexuales no reflejaba un trastorno parafílico. En este punto hay que dejar bien claro que la pederastia es un delito recogido en la mayoría de los códigos penales, es una conducta criminal determinada por abuso, agresión y violencia sexual, con perjuicio físico y psicológico considerable, y en algunos casos muy difícil o imposible de reparar. No debe confundirse, y mucho menos justificar, argumentando un trastorno mental pedófilo, que se define como la «tendencia de una persona a sentir atracción sexual por los niños», sin que esto se devenga necesariamente en conductas o acciones agresivas hacia éstos. Un pedófilo, ciertamente, puede ser un pederasta, aunque la mayoría de los pederastas no han sido diagnosticados de pedofilia.
En su descargo, el interno penitenciario aludía a una vivencia personal de tocamientos y abusos reiterados en su infancia, durante años, en el «colegio de curas» en el que había estado hasta el bachillerato. «Tener línea directa con Dios» era un recurso con el que convencía a sus víctimas para practicar toqueteos o ponerse de espaldas; lo sabía bien, con él – aseguraba – había funcionado a la perfección. Por su edad, habría vivido aquella época de adoctrinamiento, castigos y crueldades, malos tratos, explotación y abusos sexuales, muy frecuentes en colegios e internados católicos en la dictadura y el posfranquismo, ocultados durante tanto tiempo y que hoy se destapan por doquier.
«Mohamed hablaba con ese acento tónico de español colonial, de vocales largas, erres tan suaves que suenan des y muletilla “osease” de castellano informal, que despertaba risas curiosas y amables en sus compañeros de internado. Mohamed era un niño alegre e ingenioso, que generaba simpatía en derredor. Sin embargo, hacía un par de semanas que algunos de ellos, y también las maestras de primaria que tenía por las mañanas o los fisioterapeutas con los que ejercitaba los músculos paralíticos de su pierna derecha, un par de veces a la semana por las tardes, no se explicaban a qué venía o se debía su silencio, su ensimismamiento.
Los días de obligada confesión para los cristianos en la capilla o en el botiquín y de conversión para los mahometanos - la cercanía de Mauritania y las Islas de Cabo verde, proveían de niños musulmanes- a Mohamed se le producía neuralgia estomacal (dolor por nervios) y diarreas. Mohamed, que venía de familia bereber del Sahara, no tenía un especial apego hacia el islam, o no mucho más fervor del que tenían sus compañeros de familias pobres por el cristianismo. No era el adoctrinamiento lo que le destemplaba el cuerpo. La sola idea de estar a solas con uno de aquellos adultos religiosos le consumía toda la alegría de aquello grandes ojos color coca cola».
El abuso sexual es una de las formas más graves de maltrato infantil. Quien abusa de menores no comparte con otros que también lo hacen un perfil psicológico característico, y mucho menos definitorio. No obstante, como el agresor sexual infantil que conocimos en la cárcel, es aproximado establecer que se trata de personas con cierta o evidente inmadurez psicológica y emocional y que probablemente sufrieron abusos sexuales en su propia infancia o adolescencia, o testigos de relaciones abusivas durante las etapas más frágiles de su vida. Sabemos, eso sí, que el abusador sexual es persistente y reiterativo, sabe generar sentimientos crónicos de victimización y traumas de difícil solución. Suelen mostrarse como personas extremadamente protectoras, a las que los menores contemplan como alguien que los ampara y al que deben respetar y «obedecer».
En los niños institucionalizados, los maestros, entrenadores, cuidadores o religiosos son figuras cercanas y de confianza. Cuando se produce una agresión sexual en este contexto el niño queda expuesto en toda su vulnerabilidad. Ningún niño está preparado para enfrentarse a la posibilidad de sufrir abusos por parte de un adulto cercano, pero, cuando viven alejados de un entorno familiar seguro, el impacto psicológico de la violencia sexual es, si cabe, más devastador. La mayoría de los casos de maltrato y abuso a menores lo comenten personas del entorno próximo, esto explica en muchos niños, primero su incredulidad, después sus miedos y finalmente sus silencios. El abusador todo esto lo sabe, cuenta con que los niños quedan paralizados ante el abuso; ese conocimiento es de las cosas que más repugnan de su conducta canalla.
Así y con todo, el abuso sexual infantil es cada vez menos invisible y los que lo practican menos intocables. Según Save the children, de cada dos denuncias por abuso sexual, una tiene que ver con un menor. En su informe Ojos que no quieren ver, pone en evidencia la poca eficacia del sistema de prevención, detección y protección de los niños víctimas de abusos sexuales en España. Por otra parte, y en varios artículos de prensa publicados muy recientemente, el pianista James Rhodes, con un espeluznante historial de abusos en la infancia e intentos de suicidio, denuncia la indefensión que actualmente aún sufren los niños ante maltratadores y abusadores sexuales en el sistema judicial español. Así – explica – se comprende que tan solo se denuncien un 15% de los casos y que de ese 15% un 70% nunca llega a juicio. La soledad de las niñas y niños ante los abusos, agresiones y violaciones es espeluznante. El silencio ante lo que ocurre con cientos de niños en colegios, centros de acogida, orfanatos, seminarios u otras instituciones públicas o privadas, hace cómplice a nuestra sociedad y nuestro sistema político y jurídico, de esta situación corrupta y llena de maldad.
«Por las noches Mohamed se bebía las lágrimas. Era el momento del día temido. Con un poco de suerte el hermano G., no se sentaría al borde de su cama para darle las buenas noches. Se cansaría de él, como ya había pasado con otros. El hermano G., se tenía por persona tan pulcra que, personalmente, inspeccionaba que los niños no llevaran calzoncillos bajo el pijama; según él, para conciliar un sueño más cómodo y limpio. Mohamed sabia lo que pasaba cuando aquel hombre grande de mirada incontinente palpaba bajo las sábanas. A veces, al ir a dormir cerraba los ojos con fuerza; imaginaba que era ya un niño de los mayores. Los más mayores del internado parecían estar fuera del alcance del hermano G. En alguna ocasión él mismo había sido testigo de cómo alguno de aquellos muchachos de catorce o quince años, se revolvía y se encaraba con un ¡no me toque!».
Los abusos sexuales a menores se han producido y se producen en muchos ámbitos de la vida social y familiar. Pero ninguna institución los ha encubierto con tanto hermetismo o ha urdido un plan coordinado para ocultarlos como la Iglesia católica. Esta es una verdad que desgarra la buena voluntad y el amor por el prójimo de millones de sus seguidores, que cada día se comprometen con sus creencias a través del anuncio del evangelio y el ejercicio de la caridad. Lo tradicional frente a las evidencias de abusos ha sido que la jerarquía eclesiástica y especialmente el papa mirase para otro lado. Si bien en lo últimos años y ante la evidencia de los numerosos y graves escándalo de abuso sexual perpetrados por miembros de su iglesia, desde párrocos a arzobispos y de seglares a misioneros, el actual papa Francisco ha condenado prácticas vejatorias hacia los niños y niñas que amparaba, aunque bien sabe que tales conductas llevan años y siglos produciéndose y utilizando un sistema de castigos y recompensas para manipular a los agredidos.
El papa ha pedido perdón. Pero el perdón católico consiste en no tomar en cuenta la culpa y ser clemente con quien se arrepiente con pena, examen de conciencia, propósito de enmienda y cumplimiento de penitencia. O lo que es lo mismo, el perdón católico no es un buen sistema para el control de las reincidencias, ni pone freno a las conductas depravadas. Abandonar las estrategias de ocultación del abuso sexual infantil y la violencia contra los menores y poner a los religiosos pederastas ante los tribunales ordinarios de justicia si son avances que se agradecen.
Las instituciones y congregaciones religiosas más directamente relacionadas con la actividad educativa y de acogida de niños en situación de vulnerabilidad, han sido de las más salpicadas por las conductas de abuso sexual por parte de miembros de su congregación. Salesianos de Valdivia, en Chile, casos de maestros Maristas en Barcelona, sacerdotes del Instituto Provolo de Verona, pensionistas Miguelianos en Galicia, entre otros muchos. Ciertamente resulta muy difícil prever que un miembro de una institución desarrolle conductas de maltrato y abuso, ocurre en cualquier parte, le puede pasar a cualquiera (hace unos meses escribimos en este mismo medio un artículo a propósito del abuso a menores por parte de algunas ONG: El perverso ángel de la guardia), pero no es menos cierto, también que, sea por la caída de las vocaciones o por las dificultades para adaptarse a los estilos de vida actuales y sus medios de control de comportamientos desadaptativos, en muchas de estas congregaciones se utiliza el mismo método de reclutamiento que en la legión extranjera de hace un siglo, aceptar sin preguntar, ni hacerse preguntas.