En Guatemala, salvo el ya lejano Gobierno revolucionario de 1944-54, nunca hubo una propuesta gubernamental de izquierda. El retorno de esta «democracia» en 1986 marcó, en todo caso, la salida de los militares de la primera línea del espectro político. Pero nunca, en ningún caso, algún Gobierno tuvo posiciones de izquierda, ni militares ni civiles. Sucede, sin embargo, que en este momento del actual Gobierno de Jimmy Morales, todo el accionar se vuelca peligrosamente hacia posiciones de ultraderecha.
¿Por qué decir «peligrosamente»? Porque la dinámica que se está viendo muestra un tremendo retroceso que nos acerca a posiciones que parecían ya superadas, aquellas que tuvieron lugar durante los peores años de la guerra contrainsurgente.
Todas las administraciones que, luego de interminables años de generalato durante la guerra, continuaron a la iniciada en 1986 con Vinicio Cerezo, fueron de derecha. Eso está fuera de discusión. Impunidad y corrupción siguieron siendo práctica cotidiana, tanto en la forma de hacer política (con la llamada «clase política») como en el mundo de los negocios. Empresariado, políticos mafiosos y militares –en todos los casos con la venia de la omnipresente embajada de Estados Unidos– continuaron sin variantes su dominación de clase. El supuesto voto popular no modificó en nada todo este panorama (¿por qué habría de modificarlo? ¡No seamos ingenuos!)
Guatemala, más allá de la administración política de turno, continúa siendo un «país bananero» (capitalismo periférico agroexportador, con elementos socioculturales aún de cuño semifeudal, cuasi medieval). Esa estructura no cambia: el 12% de sus exportaciones son minerales, el 9,3% son bananos, el 8,7% está dado por el azúcar, el 6,2% lo representa el café, mientras que la palma africana para biocombustibles aporta el 3,4%. Y la población trabajadora que produce todo esto sigue –igual que siempre, con guerra o sin ella– en situación de pobreza crónica: 60% de la población vive con 2 dólares diarios, sin prestaciones, sin seguridad social, marchando muchas veces como migrante irregular hacia Estados Unidos como única opción para «salvarse».
¿Por qué entonces decir que ahora la situación política se está derechizando peligrosamente? Porque los sectores que detentan el poder: empresariado –con negocios tradicionales y nuevos negocios «calientes» (narcoactividad, contrabando, crimen organizado)– defendido por la casta militar y asegurada por la legislación de una clase política corrupta, cerraron filas al verse cuestionados por la protesta popular.
Durante el 2015 asistimos a un supuesto «despertar» ciudadano, que se movilizó contra la corrupción de los funcionarios públicos. Ello –ahora puede verse con más claridad– fue una movida de Washington, que trajo como consecuencia el fortalecimiento de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala –CICIG– y el encarcelamiento de algunos personeros, más en un show mediático que como una forma real de atacar la corrupción. En otros términos: gatopardismo (cambiar algo para que no cambie nada). De ahí que resultaron presos algunos funcionarios de la administración anterior. Ante cierto estado de movilización que ese montaje anticorrupción produjo, los factores de poder buscaron una salida «gobernable». Fue así que apareció la figura de Jimmy Morales, como candidato presuntamente «honesto».
Lo que sí preocupa de verdad a esa clase poderosa que siempre se ha movido en la impunidad, es la movilización popular. En este caso: de los movimientos campesinos e indígenas. La respuesta a este avance de la protesta de base es una estrategia de guerra sucia. La llegada de Enrique Degenhart al Ministerio de Gobernación fue el punto de inflexión.
Su presencia va ligada a una desestructuración creciente de la Policía Nacional Civil, su falta de apoyo al Ministerio Público y a la CICIG, y el retorno de prácticas de terrorismo de Estado. Con el debilitamiento del cuerpo policial (a través de la remoción de cuadros orgánicos profesionales y la inclusión de personal militar) se abren las puertas para la reaparición de grupos paraestatales (CIACS: cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad). Ello puede evidenciarse en la cantidad de luchadores populares (de las organizaciones campesinas movilizadas) que vienen siendo asesinados con total impunidad, como en las peores épocas de la contrainsurgencia (casi 20 en lo que va del año). El ataque a cualquier intento de organización popular es extremo.
Esta derechización articula diversas acciones: cambio de la Fiscal General, bombardeo contra el Procurador de Derechos Humanos, bloqueo de todo intento de acción progresista (ley contra el aborto, por ejemplo). Así se mantienen los privilegios de clase y se asegura la impunidad. La reciente medida de no renovar la permanencia de la CICIG es un llamado a la corrupción impune. Con esto se detiene cualquier intento de profundizar la lucha contra la corrupción que, más allá de ser una estrategia de Estados Unidos para “modernizar” la democracia guatemalteca, tuvo algunas implicaciones interesantes. Ahora claramente puede verse que corrupción e impunidad seguirán inalterables. Y al que proteste, ¡palo! De democracia solo queda el nombre.